Desde pequeños necesitamos relacionarnos con los demás. Esas relaciones básicas que desarrollamos con la familia directa rápidamente se vuelven más complejas y alcanzan horizontes más lejanos. Existe todo un mundo de relaciones: conocidos, amigos, más que amigos y no tan amigos, vecinos, hermanos, primos, los que saludamos de vista, los que merecen un abrazo, los que no, a quienes llamamos señor, licenciada, arquitecto, a los que no les llamamos por su nombre sino por el adjetivo que desde nuestra humilde opinión su coeficiente intelectual merece, a los que es un privilegio dirigirse, a los inesperados, a los desconocidos. La vida hace que diariamente nademos entre niveles de confianza por gusto y por necesidad, o a veces sin saber por cuál de las dos razones. Todos van acomodándose en nuestra vida, sean fugaces o permanentes. Aquí entra la dificultad de distinguir a veces qué es mi casa y qué no, ¿hasta dónde llega?
Pensando en esto me asaltó un recuerdo muy querido, de esos que uno se repite en la cabecita una y otra vez cuando quiere sentirse feliz. De los pocos recuerdos que tengo de mi abuelo está el día que fuimos al mercado de cositas navideñas a comprar el repuesto de un foco rojo de la serie de luces. Me acuerdo que había mucha gente, mucha brillantina, mi abuelo con camisa de cuadros. Me acuerdo que, por cierto, nos topamos a un señor que saludamos y que luego de varios años fue presidente de la república. Yo no voté por él. Pero en fin me acuerdo de un amasijo de gente sonriendo, comprando, saludando, mi abuelo… una mezcla difuminada entre mi casa y algo que era afuera pero que también se parecía a una caótica fiesta familiar.
Tal vez es esa sensación tan vívida por la que escribí este ensayo. Hay quienes calcularon que los supermercados podían acabar con los mercados, pero creo que han pasado por alto cosas que no se pueden sumar en la calculadora.
Cuando se estudia la configuración de las ciudades existen denominadores comunes que es necesario definir para cada época y ubicación geográfica; sin embargo, la figura del “mercado” trasciende estos límites de modo que nos permite ubicarla fácilmente con todas sus variaciones en cualquier punto del análisis histórico de una ciudad, ya sea que tomemos “mercado” como sitio itinerante, permanente y estructurado arquitectónicamente, o como el mero concepto de intercambio.
De ahora en adelante se tomará como acepción de “mercado” no el término abstracto de la economía, sino el concepto tangible, su connotación cotidiana. Incluye la apariencia -sea una estructura arquitectónica fija o efímera-, los aromas, los colores, las pláticas; es tan variado como mercados hay, tan legal como el sistema lo juzgue y como la gente lo permita.
Dentro de los componentes de un asentamiento o ciudad -en este caso, una ciudad o pueblo poscolonial-, aparecen instituciones imprescindibles para el momento, como iglesia, escuela, plaza, mercado y otros edificios públicos. Configuración histórica que, a pesar de haber cambiado algo con los años, al día de hoy conserva algunos elementos, aunque su ubicación en el contexto urbano no se acople ya a paradigmáticos acomodamientos, sino que son los elementos los que se acoplan a la ciudad ya existente. Sin importar su orden, aún podemos reconocer los componentes mencionados en nuestro contexto. De ahí que no preguntemos: ¿qué vuelve imperecederas a estas instituciones?
Cada una de ellas tiene su propio fundamento que la vuelve vital. La escuela, por su función de instrucción es insustituible; no se puede dejar de educar a los nuevos seres humanos ya que el conocimiento, los principios de convivencia y las “verdades universales” correrían el riesgo de perderse. En razón de la misma perpetuación, la iglesia y demás templos no pueden omitirse. El mercado, como lo conocemos la gente de a pie, sobrevive por la necesidad de compra-venta, que en otras épocas correspondió al trueque, intercambio en todo caso, esa necesidad inherente a la vida humana misma. Hoy nos sigue pareciendo válido el concepto de mercado como elemento de la cotidianidad.
Weber
El capitalismo domina la economía mundial, y por ende también a los mercados. Según la teoría, los mercados están condenados a una desaparición inminente, aunque se venga diciendo desde hace siglos. Esto detona una ramificación de la pregunta primera: ¿por qué algo condenado a ser obsoleto se vuelve una institución tan irrefutable como una escuela o un templo?
En el siglo XX, como resultado de un capitalismo excluyente, se estructura la economía en un primer sector moderno y formal con un desarrollo claro y justificado, y un segundo sector marginado del desarrollo, atrasado y rudimentario, el denominado sector “informal”. Éste se caracteriza por marcados contrastes, una organización rudimentaria (que en la práctica puede alcanzar niveles desarrolladísimos), carecer de división clara del trabajo, no tener necesidad de clasificación oficial para el recurso humano ni estándares preestablecidos que cumplir, y un manejo de volúmenes reducidos. A este sector “rezagado” se adosa el desempleo, con sus filas llenas de individuos con necesidades como las de cualquier otro.
Tanto vendedores como compradores son pobres; no obstante, el éxito del capitalismo -a decir de sus defensores-, mermaría su pobreza en la medida del “progreso” hasta la desaparición, acontecimiento que desde luego no ha pasado y se ha convertido en otro más de los errados vaticinios del modelo capitalista. Las mismas deficiencias del sector formal significan fortalezas para el mercado informal y su permanencia.
Una de las grandes deficiencias del sector formal es la deshumanización de los procesos y las intermediaciones, tan estructuradas como máquinas. El sector informal mantiene la misma calidad humana ofrecida en sus inicios en el ágora ateniense o en los mercados de trueque prehispánico y medieval. Muchas personas opinan que les es más conveniente comprar en mercados o puestos de comercio no corporativo por el contacto directo que tienen con los comerciantes y porque son conocidos. En el mercado, los productos son menos genéricos que en un supermercado, así como las personas. Tienen nombres propios y no se llaman cliente, se llaman amiga, seño, güero, hijo. En el mercado no aparece la noción de sociedad anónima de capital variable.
Este sector informal al que nos referimos desde el principio es lo que llamamos “mercado”, donde caben dos acepciones: la de mercado establecido en un punto fijo con estructura arquitectónica permanente y el “tianguis”, efímero aunque fijo (punto que se ahondará más adelante). Podemos ver al mercado comportarse como una pequeña sociedad, incluso como un pequeño asentamiento. Existe dentro del ámbito de la informalidad una estratificación social donde son identificables un proletariado y una pequeña burguesía.
El mercado tiene un papel tan trascendente en la ciudad, que se convierte en indicador y referencia imprescindible, por igual para los núcleos urbanos masivos como para los asentamientos que ni siquiera aparecen en los mapas. Su perdurabilidad ante los siglos la debe a su fundamentación social y cultural. El mercado no se vuelve obsoleto nunca, aunque parezca económicamente justificable que suceda. Se mantiene vivo por la sociedad misma.
Según Norbert-Schulz,
También hay casas con un carácter público. Esto significa que persiste en ellas parte del nivel urbano, o que el reino público es reconocido como una extensión del mundo privado, de manera que el hombre puede decir que “reside” en los edificios públicos igual que en su propia casa. En otras palabras, el concepto de hogar puede tener un margen de variación.
Por otra parte, se ha relativizado el valor de los mercados al compararlos con los nuevos conceptos aceptados para el intercambio comercial, como centros comerciales,
De modo que tal sería la razón por la cual sobreviven los mercados: su calidad de punto legal de intercambio. Si un mercado sigue existiendo es porque está permitido que exista, aunque sea porque resulta ser un monstruito con atisbos de seudo centro comercial (¿no debería ser al contrario la relación?). Pero resulta burda esta justificación ante la pregunta: ¿qué pasa con los tianguis?
El término “tianguis” es reconocido por la Real Academia de la Lengua Española (RAE), en cuyo diccionario presenta una escueta definición que solamente remite a un sinónimo: “mercado”. Sin embargo, como es común en estas definiciones de términos regionales y con orígenes culturales ajenos a la cultura oficial, se ha quedado corta la Real Academia una vez más. Duhau y Giglia
A esta definición se debe agregar que no se trata de un fenómeno exclusivamente limitado al entorno urbano o a un centro económico, pues su relación con el campo los coloca justo en medio, como puente entre ambas riberas. En esta característica, que puede intuirse compartida con los mercados convencionales, se encuentra justamente otra de las grandes diferencias. El tianguis conlleva la relación campo-ciudad, de manera que el pequeño productor es partícipe notorio mucho más que en cualquier otro establecimiento comercial.
Velázquez
Habíamos insinuado que su condición “itinerante” era relativa, pues ¿qué tan itinerante es aquello cuyas coordenadas espaciales y temporales se conocen indudablemente? De modo que la calidad arquitectónica se yuxtapone con la calidad urbana, es decir, el tianguis existe en el ámbito urbano, pero su cualidad arquitectónica (o falta de ella) lo vuelve invisible. Esta característica de existir y no existir es lo que los coloca en el campo de la ilegalidad, pero también les da el poder de invalidar la teoría de la desaparición de los tianguis. Las personas y la sociedad son quienes los hacen existir aunque no existan.
Por otro lado, algunas funciones económicas justifican la persistencia de esta modalidad comercial, pues constituye los nervios centrales para articular la economía mercantil simple o campesina con la economía capitalista nacional y a veces internacional.
Los mercados en general propician un espacio, una microsociedad donde se desarrolla una cohesión de grupo que permite tener una organización altamente funcional para la sobrevivencia de los propios comerciantes -misma que incluye a productores e intermediarios, pues ambos conviven en este mercado-, y así enfrentar la realidad adversa del mercado laboral formal que propone el modelo capitalista. Los tianguis están integrados a un sistema más amplio, una red regional de mercados que permite el intercambio de los productos de la zona, así como un volumen global de productos suficientes para asegurar una especialización comercial.
El tianguis se puebla con puestos que nacen o se convierten en negocios familiares. Por este rasgo, bailan en la delgada línea que limita la vivienda del espacio comercial. Con esto generan dinámicas mixtas que no distinguen mucho entre lo doméstico y “lo de afuera”. Tales relaciones ya no podemos llamarlas sólo comerciales ni económicas, y nos van dando ganas de llamarles humanas. El intercambio no es nada más comercial, sino de experiencias, pleitos, aromas, colores, paisaje, pláticas y cotidianidad.
Este lugar se desvanece paulatinamente ante nuestros ojos absortos en un mundo efímero de lonas y mesas desarmables que se difumina con la calle. A medida que entramos en este espacio -muchas veces, cuando pasamos por ahí, no somos capaces de reconocerlo sin los puestos-, sentimos cómo ya no somos tan extraños unos con otros como lo éramos unos pasos antes, cuando no nos cobijaban los colgajos de colores que ahora atenúan el sol. Salimos de la casa, caminamos ajenos y luego ingresamos a un espacio que no es del todo interior pero donde podemos distinguir, aunque difuso, un acceso. La apertura permanente del lugar acoge y da la continuidad que confunde los espacios. “Esta continuidad del espacio existencial se da por la abertura como elemento que hace que un lugar esté vivo, puesto que la base de toda vida es la interacción o influencia recíproca con el ambiente alrededor”.
Los espacios públicos también se pueden constituir en espacios de “residencia”, especialmente en formas de vida que conviven popularmente y privilegian el ambiente común público. Para Heidegger, “residencia” (o “habitar” en otras traducciones) es el principio básico de la existencia. Se habita o se reside en el ser ahí, en el hogar, entendido como la casa familiar o propia, o como el espacio en el que habito aunque sea momentáneamente, como los espacios públicos donde se dan relaciones humanas. “La relación del hombre con los lugares y, a través de ellos, con los espacios, consiste en la residencia”.
Las relaciones humanas de cercanía que tenemos en el mercado se parecen, en el trato, más a las cotidianas familiares que a las que tenemos en otros muchos lugares fuera de la casa. Es algo más parecido a la confianza; no es necesariamente que todos sean confiables, sino que experimentamos la sensación: en la posibilidad del “regateo” (la negociación, la flexibilidad); en la posibilidad de encontrar un mejor precio, subyace la tranquilidad que puede transmitir un mejor trato (ahí de cada quien), de “tú a tú”, más el “pilón” y la rebaja como acto esperado e inesperado a la vez, símbolo de acuerdo y camaradería. Allí se tiene la posibilidad de encontrar todo: lo caro, lo barato, lo lujoso, lo popular, lo raro, lo común, lo exótico, lo extranjero, lo autóctono.
La persistencia de las relaciones interpersonales en el contexto del mercado permite estas expectativas y eventos de intercambio relativos, que no tienen la fijeza del trato comercial formal. Esas relaciones se parecen más a las que hay entre vecinos, la gente del diario, la gente que vemos casi tan seguido como a nuestros convivientes. De vecino a familia hay un salto (que pasa a través de un par de paredes), de marchante a vendedor hay un salto, de familia a señor del puesto hay un salto. Las lazos obtenidos así se vuelven más personales que en un supermercado, por obvias razones y porque podemos tener con ellos algo que vuelve a esos entes en personas: un chiste, un diálogo (impensable con un aparato que escanea códigos de barras) con alguien que quizás no trae uniforme, alguien que se vuelve más persona, más igual que usted, no menos; la igualdad del trato ejercida como un deseo común; la posibilidad de marcharse y comprar en el puesto de al lado por un disgusto en vez de ir a quejarse con el gerente: una venganza más inmediata y con menos papeleo, no le compro y ya. O le compro y ya. Hasta puedo probar un poco.
Los mercados seguirán existiendo mientras tengamos necesidad de humanidad, entendida como la plática, la experiencia sensorial, el chisme, las historias, la risa, el desempleo, la búsqueda de la sobrevivencia, la búsqueda de lo que sólo aquí puedo conseguir, la sospecha que despierta la falsedad de los discursos de los empleados de empresas de comida rápida entrenados para preguntar mi nombre y memorizarlo a lo largo de la comida como si fueran mi mejor amigo… de plástico.
Los mercados como germinadores de cultura popular dicen mucho de una ciudad o pueblo. Son depositarios valiosos del imaginario local; por lo mismo, víctimas constantes de la transgresión del proceso de globalización. No sólo en la oferta de productos se puede notar esto, sino cuando se les imponen reacomodos en espacios arquitectónicos que muchas veces no respetan la naturaleza de estos sucesos, sometiéndolos a condiciones que no les son propias, ubicaciones forzadas y situaciones rebuscadas para volverlos los objetos que no son en realidad.
La justificación de los mercados no viene de su desempeño económico únicamente, sino de su función social y cultural, en constante transferencia. Son espacios que se habitan con tan fuerte intensidad como una extensión de la vida en el hogar.
Fotografías: Vladimir Balderas
Gianfranco Bettin, “Max Weber y la Sociología de la Ciudad”,
Gianfranco Bettin, “Max Weber y la Sociología de la ciudad”.
Gianfranco Bettin, “Max Weber y la Sociología de la ciudad”.
Sandra Alarcón,
Sandra Alarcón,
Christian Norberg-Shulz,
Christian Norberg-Shulz,
Emilio Duhau y Angela Giglia, “Nuevas centralidades y prácticas de consumo en la Ciudad de México: del microcomercio al hipermercado”,
María de la Luz Velázquez, “Periodo prehispánico: Antecedentes en España y México-Tenochtitlan”,
Luisa Paré, “Tianguis y economía capitalista”,
Luisa Paré, “Tianguis y economía capitalista”.
Christian Norberg-Shulz,
Citado en Christian Norberg-Shulz,