Mediante el empleo de la fuerza filosófica de lo banal, como herramienta propuesta por Benjamin, se harán conexiones entre el uso estructural del vidrio y ciertos aspectos clave del pensamiento de la modernidad. Se observará cómo el uso del vidrio para techar ciertos pasajes en París permitió la creación tanto de los centros comerciales como de un nuevo tipo de habitante urbano. Se estudiará el vidrio como membrana transparente entre el espacio público y privado, como elemento protector y de fascinación a la vez.
Through Benjamin’s philosophical power of banality used as a tool, connections will be made between the structural use of glass and certain key aspects of Modern thought. It will be seen that the glass used to cover some passages in Paris provoked the creation of both shopping malls and a new type of urban dweller. Glass will be understood as a transparent membrane between the public and the private space, as well as an element of protection and fascination.
El día que presenté mi examen de maestría les solicité al jurado y al público que se volvieran hacia el ventanal y me dijeran qué era lo que veían. Varios hicieron mención de la “joya del Movimiento moderno en México”; otros más, de los árboles o de la Torre de Rectoría. Todos pasaron por alto un elemento que, por obvio, se escapa a nuestra vista. En efecto, nadie había advertido el hecho de estar separados de ese mundo externo por un delgado panel de vidrio. La lección fue que no debemos nunca subestimar la fuerza filosófica de lo banal. El vidrio, hoy día es algo tan cotidiano que ni reparamos en su existencia y vemos, sin más, a través de él como si no existiera, como si fuésemos palomas en vuelo directo hacia el hermoso cielo reflejado en un edificio forrado de vidrios de espejo, con las desastrosas consecuencias que ello traería.
Walter Benjamin, por ejemplo, consideraba que los objetos banales, triviales, tenían la capacidad de darnos la clave para entender realidades más complejas.
El pensamiento en imágenes, pues, nos hace pensar, vivir experiencias, observar de otra manera. La imagen es una materialidad que resignifica, reescribe, hace interpretar intertextualmente y condensa significados, pero sin totalizar el sentido. Describiré un ejemplo algo burdo: me encuentro escuchando algo que me parece interesante, una conferencia, una frase, un dato. Me surge la necesidad de anotarlo para no olvidarlo y busco entre mis cosas un lápiz o algo con qué hacerlo; no encuentro nada y, en medio de mi frustración, descubro que he olvidado aquello que quería anotar. Cualquiera podría pasar por alto el incidente, pero un observador crítico de inmediato reflexionaría sobre nuestra dependencia, en esta época de la comunicación, a relegar nuestra memoria a un papel y un lápiz, y de ahí se extendería a cómo ha surgido la necesidad de registrar en un medio electrónico o digital todo lo que hacemos, pensamos, creamos, recordamos, vivimos; y en la angustia de “perder el momento” por no haber tenido un aparato, tan sencillo como un lápiz o tan complejo como un celular con cámara integrada, para poder registrar “el momento”, que de todas formas ya se perdió mientras lamentábamos no tener con qué conservarlo. Dicho observador crítico, entonces, modificaría su forma de registrar la realidad y ejercitaría su memoria para recordar sin necesidad de un soporte, tal y como se hacía cuando los aparatos de comunicación aún no dominaban nuestra vida cotidiana. De igual manera, podría continuar reflexionando sobre la gran cantidad de enfermedades mentales relacionadas con la pérdida o la tergiversación de la memoria que han aumentado en la actualidad; y un largo etcétera. Todo ello como consecuencia de un instante, de una imagen que ha sido resignificada, una ausencia, algo fuera de lo normal que ha detonado un ejercicio de interconexión entre significados, y que no es sino una interpretación, pero que hace que quien piensa al respecto modifique la concepción que tiene de sí mismo. La imagen, pues, provoca un impacto que introduce temporalidad -historia- y que no cuestiona lo que es ella misma, sino quiénes somos nosotros. Es decir, compromete nuestra biografía, no a la imagen.
Así, una imagen, un acto, un objeto sólo adquiere sentido en ciertos instantes de súbita anormalidad, como en un momento de peligro. Si en mi examen de maestría yo hubiera lanzado una piedra contra el vidrio del ventanal, inmediatamente todos hubiéramos montado en guardia frente al peligro que ello representaría. En un primer nivel de sentido -el más básico, por llamarlo así, el que atentaría contra nuestra integridad física o nuestra vida- estaría el peligro de las astillas y los fragmentos de vidrio. Digamos que es lo de menos: de una cortada no pasa -esperemos. En un segundo nivel de sentido, ligado a final de cuentas con el anterior, el peligro radicaría en el temor a que alguien pudiese caer por la ventana, ahora desprotegida. Ahora bien, esta amenaza implicaría un “miedo” más profundo, uno que nadie dice, quizá por ser inconsciente, al menos para nosotros los occidentales: el miedo a la mezcla incontrolada del espacio exterior (público) y del espacio interior (privado).
Irónicamente, a pesar de ser impenetrable, el vidrio, por su transparencia, por su “portentosa porosidad” a la luz -como diría fray Benito Jerónimo Feijoo-
¿Qué es un pasaje? En forma general, se trata de una galería para peatones, abierta en ambos extremos, techada por una estructura de vidrio y hierro, y que generalmente une dos calles paralelas, para funcionar en ocasiones como atajo. En su interior hay dos filas paralelas de tiendas y establecimientos comerciales, como restaurantes, cafés, peluquerías, tiendas de ropa, joyerías.
Las angostas calles que rodean la Ópera y los peligros a los que están expuestos los peatones al salir de este teatro, que siempre está asediada por carruajes, le dio a un grupo de especuladores en 1821 la idea de usar algunas de las estructuras que separaban el teatro del bulevar.
Esta empresa, una fuente de riqueza para los creadores, era, a su vez, de gran beneficio para el público.
Por la vía de una arcada cubierta pequeña y angosta construida con madera, uno tenía, de hecho, acceso directo, con toda la seguridad del vestíbulo de la Ópera, a estas galerías, y de ahí al bulevar. […] Arriba del entablado de pilastras dóricas que dividen las tiendas, se levantan dos pisos de departamentos, y arriba de los departamentos -a todo lo largo de las galerías- reina un enorme techo de vidrio.
La mayoría de las pasajes surgieron como resultado del esplendor del comercio textil, tras la invención de la máquina de vapor y su uso en las fábricas textiles, (había comenzado la Revolución industrial apenas unas décadas atrás). Dentro del espacio formado por los pasajes emergieron los primeros almacenes y los primeros
Estas arcadas, un nuevo invento del lujo industrial, son pasajes a través de cuadras enteras de casas, cubiertos por vidrio, de pisos forrados de mármol, cuyos propietarios han unido fuerzas en la empresa. A ambos lados de estos pasajes, que reciben luz desde arriba, están acomodadas las más elegantes tiendas, de tal forma que cada arcada es una ciudad, de hecho un mundo, en miniatura.
Cabe hacer notar otra imagen que viene de la mano con el uso estructural del vidrio: la iluminación artificial por gas, usada por primera vez en estos pasajes. Más adelante abundaré en ello. Los pasajes ofrecían a los parisinos del siglo XIX un mundo alternativo de consumo en el que podían caminar protegidos del ensordecedor ruido de los carruajes y las incomodidades de la lluvia, la nieve o el lodo del exterior. Apoyando lo anterior, un comentarista de la época, Amédée Kermel, escribió en 1831 que los pasajes eran “un resguardo de la lluvia, un refugio del viento invernal o del polvo del verano, un cómodo y seductor espacio para pasear”, y también “una ruta que siempre está seca y uniforme, y un medio seguro para reducir la distancia que uno tiene que caminar.”
Los pasajes generaron un nuevo tipo de espectáculo donde el paseante se convertía en parte del mismo. Los actos de pasear, de mirar, de
Las arcadas son, sin duda, un “paisaje primordial de consumo”, templos de la comodidad, con sus siempre variados artículos expuestos seductoramente. Fueron creados con fines de lucro, o de hecho como mera especulación, ofreciendo a los dueños de los edificios oportunidades financieras incomparables al concentrar tantos comerciantes arrendatarios dentro de un pequeño espacio.
No obstante, la magia del vidrio, de esa membrana transparente, y del hierro, reflejó e inspiró las utopías socialistas de muchos visionarios sociales del siglo XIX, como Charles Fourier y otros (las comunas, las falanges), ya que estas estructuras encarnaron la “anticipación e imaginativa expresión de un nuevo mundo”. Según Benjamin, las arcadas eran para Fourier el canon arquitectónico del falansterio.
Los pasajes también están involucrados con el desarrollo de ciertas enfermedades mentales. La esquizofrenia, por ejemplo, se ha vuelto una enfermedad urbana a la que todos estamos expuestos.
Una analogía próxima son los noticieros; en ellos observamos un
Ese
Otra fragmentación ocurre en los escaparates. Estos son pequeñas burbujas de cristal dentro de la gran burbuja, donde se muestran las diversas mercancías de múltiples orígenes, amontonadas en un aparente desorden al otro lado del vidrio;
En pocas palabras, el hecho de techar un pasaje con vidrio aísla una “rebanada” del exterior, pero sin sus inconvenientes. El vidrio generó la irrupción del espacio interior en el exterior -o viceversa. Se producía una suerte de espacio intermedio, mágico, con el exterior presente, pero sin sufrirlo allá afuera, sin que afectara. De igual forma, la percepción del tiempo se transformó; gracias a la iluminación por gas se podía vencer a la noche, el otro “enemigo”, junto con la intemperie, del ser urbano. La iluminación artificial por gas daba una mayor seguridad y, más importante, permitía ampliar las horas del día. Claro, esto traería en el futuro consecuencias un tanto desastrosas para el organismo, más aun con la iluminación eléctrica: incrementaría la neurosis pública, el estrés y desestabilizaría el funcionamiento hormonal, entre otras cosas. Pero eso no lo sabían entonces y hoy día no parece que hagamos mucho para impedirlo, así que continuaré con el vidrio.
Si bien no es una invención reciente (hay muestras de ello en las antiguas Babilonia y Egipto, y ya se usaba en emplomados en las catedrales medievales), su transparencia y su uso estructural en la arquitectura de la ciudad es algo que refleja la mentalidad moderna, como con los mencionados pasajes o con el sistema panóptico que comenzó a utilizarse en cárceles “racionales”,
Se trata, en la mayoría de los casos, de no hacer una diferenciación con el exterior, con el afuera, sino por el contrario, hacer una continuidad con él, un espacio interior-exterior sin costuras, que la fachada sea solamente un corte más, que no signifique una división o cambio brusco del interior con el exterior: “el interior y el exterior se intercambian”, “entre los dos está el límite, la membrana que regula los intercambios y la transformación de organización”
A lo largo de los siglos, el vidrio ha sido sin duda, una fascinación arquitectónica. Enfatizando esto, el escritor Alessandro Barico, en su novela
Por todas partes... es todo de cristal, ¿no lo ve? Las paredes, la cubierta, el transepto, las cuatro grandes entradas... es todo de cristal...
-¿Quiere usted decir que todo eso se mantendrá en pie con cristales de tres milímetros?
-No exactamente. El edificio se mantendrá en pie gracias al hierro. El cristal hará el resto.
-¿El resto?
-Sí... digamos... el milagro. El cristal hará el milagro, la magia... Entrar en un sitio y tener la impresión de salir fuera... Estar protegido dentro de algo que no impide mirar a todas partes, a lo lejos... Fuera y dentro en el mismo instante... resguardados y sin embargo libres... ése es el milagro, y lo que lo hará será el cristal, tan sólo el cristal.
[...]
-De vez en cuando pienso en toda esa historia del cristal... del Crystal Palace y de todos estos proyectos míos... verá, de vez en cuando pienso que solamente a un hombre asustado como yo podía entrarle una manía de ese tipo. En el fondo, no hay nada más... miedo, sólo miedo... ¿Lo entiende?, es la magia del cristal... proteger sin aprisionar... estar en un sitio y poder ver por todas partes, tener un techo y ver el cielo... sentirse dentro y sentirse fuera al mismo tiempo... una argucia, nada más que una argucia... si usted quiere algo pero le tiene miedo, basta con colocar un cristal en medio... entre usted y eso... podrá acercarse muchísimo y sin embargo estará a salvo... No hay nada más... yo encierro trozos del mundo tras un cristal porque ésa es una manera de salvarse... se refugian los deseos allí dentro... resguardados del miedo... una guarida maravillosa y transparente... ¿Entiende usted todo esto?
El vidrio como elemento arquitectónico forjó, inventó, en mucho, a los seres urbanos modernos, quienes somos hoy. Su ligereza, su luminosidad, su brillo, fueron y son cualidades ambicionadas por la modernidad, cada día cambiante: la cualidad de lo ligero se ha transformado hoy en el anglicismo de “
Las arcadas del siglo XIX vaticinaron los centros comerciales de hoy día: luminosidad, transparencia, difuminación del límite entre lo público y lo privado; luminosidad. ¿No era éste, también, el principio del panóptico de Bentham? ¿Cambiar la oscuridad de los calabozos por la total visibilidad y luminosidad? ¿No era también uno de los objetivos del Barón Haussmann al rehacer París, bajo las órdenes de Napoleón III a mediados del siglo XIX, para abrir las apretadas calles medievales y barrios obreros a la amplitud óptica de bulevares anchos y rectos? Bentham y Haussmann, la luminosidad, la transparencia: pensamiento de la Modernidad.
Ahora bien, en el siglo XX tenemos un nuevo vidrio, una nueva membrana cristalina que nos separa del espacio exterior, y también del tiempo exterior, y sirve de escaparate para ver el mundo: la televisión, y su pariente cercana, la computadora. La televisión permitió a la gente, en su espacio íntimo, privado, interior, sentirse conectada sin estrés ni tensión con el gran espacio público, global, exterior, e incluso con otros espacios privados que son abiertos por la fuerza a lo público y transmitidos por la pantalla de vidrio.
Heredera del cine, la televisión nos muestra un mundo fantástico que resulta más luminoso y vívido que la realidad. Cualquiera que sale del cine o apaga el televisor y se enfrenta a la burocracia, al señor que limpia la basura de la sala, a las mismas personas anónimas de siempre, a las mismas situaciones cotidianas de supervivencia urbana común y corriente (ir de compras, cruzar la calle, llegar a casa, preparar la comida, ir a la escuela o al trabajo), encuentra esa vida diaria, lógicamente parca y sin chiste. Detrás de ese maravilloso vidrio, hasta la burocracia y las peripecias que causa se vuelven un tema interesante y hasta gracioso. Nada que ver con la gracia que nos causa la realidad.
Como en el texto de Baricco, del otro lado del vidrio del televisor o de la computadora se encuentra aquello que más tememos y que más deseamos. La guerra, el sufrimiento, las noticias, las grandes estrellas, los chismes, el conocimiento, la fantasía, todo se halla del otro lado del vidrio, dentro de una inofensiva caja de luz que manejamos a control remoto. El exterior entra al espacio interior, pero no nos afecta, al menos no directamente; basta con apagarlo o cambiar de canal para olvidarnos del asunto. Nuestra mentalidad histórica, nuestra capacidad de sentir compasión y sorprendernos con lo cotidiano se modifican inmensamente, tanto como nuestra concepción del tiempo y del espacio. Vemos la guerra, una manifestación, un
A la arquitectura, a la ciudad -esos seres atemorizantes dentro de los que debemos vivir-, también los forramos muchas veces de vidrio, ya sea atrás de una ventana -irónicamente ahora enrejada de hierro o acero para protegernos del exterior- o detrás de la televisión. También nos conectamos a la red del espacio virtual para viajar por la ciudad y por el mundo, acortando el tiempo y el espacio, sin tener que salir físicamente a ellos. Forramos con pantallas de foquitos o de leds -a final de cuentas, cristales- los edificios, por fuera o por dentro, llevando a la exageración los emplomados de las catedrales medievales; vestimos de espejos las fachadas de los rascacielos o de los grandes edificios; respiramos el frío, transparente y cristalino aire acondicionado de los centros comerciales, tiendas, oficinas, casas y demás edificios que cobran por el aire que se respira -jugando con las palabras, a veces es como si se respirara vidrio-; intercambiamos anhelos a través de los escaparates de las tiendas. Ese maravilloso vidrio que permite mostrar la mercancía al exterior desde el interior ha permitido descubrir que el espacio, una vez vendido, puede volver a venderse en forma de publicidad transparente.
Sin embargo, hay que hacer notar que el vidrio -tan versátil como la mente humana que lo inventó- puede también producir un efecto contrario: el vidrio reflejante usado para forrar los enormes edificios de las ciudades de los siglos XX y XXI -ciudades de rascacielos, como Nueva York, la misma Ciudad de México, las ciudades del sureste de Asia y otras- reafirma, paradójicamente, la diferencia entre lo público y lo privado. Aquí lo privado; allá, reflejado, literalmente repelido por el vidrio-espejo, lo público. Lo público, a su vez, se vigila y controla desde lo privado: las tendencias de consumo, las modas, los atractivos del mercado, las manifestaciones. Una vez más, el principio del panóptico pero con una óptica de mercadotecnia.
El vidrio, ese elemento “banal” usado en arquitectura, tan inocente, invisible y transparente, invento de la modernidad y de la ciudad moderna, nos inventó como ciudadanos modernos tanto como seres urbanos. De las arcadas a los centros comerciales, de la iluminación artificial por gas a la electricidad, y de ésta a la televisión, a los leds, al espectáculo. La fuerza filosófica de este objeto arquitectónico ha revelado, tal y como lo estudiaba Walter Benjamin, una de las facetas del pensamiento de la modernidad, que no modifica al vidrio en sí, pero en definitiva cambia la biografía de quien realiza las conexiones inesperadas.
J. A.
En mi tesis de maestría ahondo más sobre la relación entre la ciudad y las enfermedades de la mente como la esquizofrenia y la paranoia. Ver
"Las teorías o modelos del
Hay que considerar que en el siglo XIX los objetos en los escaparates, al igual que la museografía, intentaban mostrar la totalidad, situación que para nosotros, a principios del siglo XXI, con diseños más “minimalistas”, nos provoca una sensación de amontonamiento.
El sistema panóptico de Jeremy Bentham substituyó en su tiempo la oscuridad del calabozo tradicional por la luminosidad, la completa visibilidad. “El panóptico es una máquina de disociar la pareja ver-ser visto.” El mayor efecto del panóptico es “inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción. Que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio; que este aparato arquitectónico sea una máquina de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se hallen insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los portadores.”
El Crown Hall en el Illinois Institute of Technology (Instituto Tecnológico de Illinois), del arquitecto cuyo lema era "casi nada", usaba la tecnología más innovadora de su época para liberar a los edificios de las pesadas columnas de roca o concreto. En 1921 Mies planteó la idea de un rascacielos con todo el perímetro de cristal, pero tomó un cuarto de siglo el poder hacer realidad su visión; esto fue finalmente realizado en Chicago, donde se le encargó el nuevo campus. En 1956 se terminó el edificio donde Mies proyectó sus dos obsesiones: la máxima transparencia y la mínima estructura (idea tomada de “Crown Hall”, en