Hace poco más de 10 años, un grupo de mujeres catequistas de distintos pueblos de la Mixteca visitó la ciudad de Huajuapan, Oaxaca. Se alojaron en un dormitorio de la casa parroquial. Es un espacio misterioso, con una estructura de arcos encontrados y muros de carga de adobe, diseñado por el arquitecto Juan José Santibáñez y su despacho, Arquitectos Artesanos. Las mujeres se enamoraron del proyecto y se acercaron a Santibáñez para que las ayudara a construir sus casas.
A lo largo de los siguientes años, las mujeres aprendieron a fabricar y colocar adobes. Levantaron 16 casas, una por una, con el apoyo de Arquitectos artesanos. Como el dormitorio de la casa parroquial, las casas se organizan en torno a vacíos sobre los cuales vuelan arcos de adobe.
Muchos hombres criticaron el trabajo de las mujeres. No les correspondía a ellas construir. Otros más se burlaron: dudaban que pudieran hacer casas por su cuenta. Al terminar el proceso, algunos se acercaron a las mujeres para disculparse; ellas habían demostrado que, a partir del trabajo colaborativo, podían dar forma a su propio entorno. La arquitectura terminó por transformarlos a ellos también.
“Mujeres de arcilla” es una de muchas historias que presentamos en el pabellón de México en la Bienal de Venecia de este año en las cuales las mujeres tienen un papel protagónico. Hace unas semanas, el colectivo Un Día/Una Arquitecta reconoció al pabellón de México -junto con el de Grecia- con el Premio Leona Violeta, que “tiene el objetivo de resaltar las delegaciones de los países que dan espacio relevante a la labor de las mujeres en la arquitectura”. En la medida en que presentar el trabajo de las mujeres no fue intencional, el reconocimiento nos ha llevado a preguntarnos por qué el resultado de nuestro trabajo es incluyente.
Una posible respuesta es que trabajamos a partir de una convocatoria abierta. En vez de presentar obras de arquitectura social y participativa que los miembros del comité técnico ya conocíamos, invitamos a arquitectos, universidades y organizaciones sociales de todo el país a enviarnos materiales. En mi caso, esto me permitió conocer, por ejemplo, el trabajo de la asociación Cooperación Comunitaria, del taller de Arquitectura Comunal y del comité ciudadano y vecinal “La Guerrero va!” -todos ellos encabezados por mujeres-, así como de personas como la arquitecta Valeria Prieto, quien por más de cinco décadas ha desarrollado proyectos participativos de arquitectura con comunidades indígenas y es autora del
Otra posible respuesta es que el pabellón resulta incluyente por su enfoque en los procesos a partir de los cuales se construyen y habitan los espacios. A menudo pensamos en los productos arquitectónicos como objetos ideados por autores únicos. Hablamos de que cierto edificio es de tal arquitecto y en las revistas vemos fotografías de obras recién terminadas y sin habitar que permiten suponer que, como realidades construidas, corresponden de manera perfecta con las intenciones de quienes las dibujaron. Esta manera de hablar y representar la arquitectura acentúa sus dimensiones formales y desdibuja sus dimensiones sociales. Son convenciones que esconden a actores y convierten procesos en representaciones.
El territorio de lo formal es el de los grandes arquitectos modernos del siglo XX -hombres casi todos- y de los
Palo Alto era una mina de arena en la zona de Santa Fe, al poniente de la Ciudad de México. A principios de los años setenta, sus dueños decidieron expulsar a los trabajadores que por décadas habían vivido ahí, en casas de lámina y madera. Los mineros desafiaron a sus antiguos jefes y tomaron la tierra. Poco después, un juez falló a su favor: reconoció su derecho de permanecer en sus casas. En vez de quedarse cada quien con un pedazo de tierra, los mineros donaron sus nuevas propiedades a una cooperativa de la que todos serían miembros. Fundaron así la primera cooperativa de vivienda en México y dieron inicio a un proceso de participación que sigue vigente 40 años después.
A lo largo de la siguiente década, los cooperativistas construyeron cerca de 200 casas, una para cada familia. Las viviendas fueron diseñadas para crecer de manera ordenada. En su primera etapa eran estructuras angostas de dos pisos; las casas crecieron hacia sus patios traseros y hacia sus costados, lo que dio forma a cuadras regulares, con calles bien definidas, como las de un pequeño pueblo. A su alrededor comenzaron a levantarse enormes edificios corporativos y de departamentos de lujo; los cooperativistas no cedieron ante la especulación inmobiliaria y mantuvieron su determinación de vivir en un conjunto en el que la propiedad es común.
Tras seleccionar a la cooperativa Palo Alto como uno de los proyectos que presentaríamos en Venecia, sostuvimos varias reuniones con sus representantes para decidir qué materiales podrían expresar de manera más elocuente la historia del sitio. En estas conversaciones participaron habitantes del complejo, investigadores y miembros de organizaciones civiles que trabajan con los cooperativistas. Finalmente decidimos presentar una maqueta que muestra el crecimiento de las casas, credenciales de los cooperativistas de 1971, un recibo de trabajo comunitario, fotografías antiguas -entre ellas, algunas que muestran el proceso de construcción- y un nuevo ensayo fotográfico, el cual sería realizado por Livia Radwanski.
Tras una larga conversación, los cooperativistas acordaron que las fotos representarían a mujeres de la comunidad en su espacio doméstico. La historia de las transformaciones físicas del complejo -representada por la maqueta- y de su conformación legal -representada por las credenciales- ofrecía una visión parcial de Palo Alto. Los retratos de las mujeres permitirían complementar la historia; mostrarían que, junto con los hombres que aparecen en las credenciales y otros documentos oficiales, las mujeres dieron forma a la cooperativa -a menudo como constructoras- y permitieron su continuidad en el tiempo.
Los retratos de Radawnski recuerdan que las mujeres de Palo Alto no simplemente apoyaron a los hombres; no son las “grandes mujeres” que encontramos detrás de los “grandes hombres”. Son líderes de su comunidad, orgullosas, que juntas han construido un espacio único en la Ciudad de México. Uno de los retratos, impreso en gran formato para el pabellón, muestra tres generaciones de una familia de la cooperativa. La foto recuerda que el presente de la cooperativa tiene profundidad histórica y que sus habitantes transmiten un sentido de comunidad a sus hijos y nietos. Al frente, sentada a la mesa del comedor, está Karitina, jefa de familia.
Desde un punto de vista sociológico, el papel de las mujeres en procesos de urbanización y organización vecinal está ligado a las dinámicas de género y de división del trabajo en México. Los hombres a menudo salen de casa para trabajar; éste fue el caso de los mineros de Palo Alto, quienes, al cerrarse la mina, encontraron empleo en fábricas y empresas de construcción. Las mujeres, por el contrario, a menudo trabajan desde sus casas. En espacios como Palo Alto, en los que hay un riesgo constante de ser desalojados y donde los trabajos de urbanización los realizan los propios habitantes y no instituciones del Estado, las mujeres desarrollan estrategias de construcción y cooperación y se convierten en autoridades locales.
Casos como “Mujeres de arcilla” y Palo Alto proponen que la arquitectura -las viviendas y las comunidades que forman como conjunto- no es resultado del pensamiento abstracto de grandes creadores. Los edificios no empiezan con un croquis y terminan con una sesión de fotografías. El pabellón de México sostiene que la arquitectura no es un producto sino un proceso. Con este enfoque, la exposición incorpora a cientos de mujeres que, al construir, se organizan; su trabajo muestra que sociedad y entorno construido son una misma cosa.