Introducción
AGROECOSISTEMA ES el concepto más importante de la agroecología, si la concebimos,
por supuesto, como una ciencia; la ciencia que estudia las interrelaciones ecosistémicas
y culturales que se generan en, desde y con las diferentes agriculturas en variadas
escalas de complejidad. Pero ¿por qué es el agroecosistema el objeto central de la
agroecología? ¿Qué deja por fuera la agroecología como ciencia al abordar al agroecosistema
como objeto central? De hecho, ¿qué es un agroecosistema? No es tarea fácil responder
a estas preguntas, aparentemente sencillas, si lo que se quiere es abordarlas más
allá de las explicaciones a las que se podrían llegar desde la agroecología como ciencia,
como se pretende con este escrito, para comprender el agroecosistema desde otras miradas,
otras tensiones, otras perspectivas. Si nos acogemos al carácter estrictamente científico
de la agroecología, nos proveeríamos de una amplia gama de respuestas a las preguntas
planteadas -y a otras que puedan resultar a lo largo de esta disertación-, que no
valdría la pena siquiera continuar con cualquier intento de análisis en este sentido,
pues, por fortuna, al momento se ha avanzado en la construcción de un copioso corpus
teórico agroecológico que permite dar respuesta a estas y muchas otras interpelaciones
más. Como dirían algunos críticos: sobre agroecología y agroecosistemas ya se ha escrito
bastante. Sin embargo, aun teniendo “a la mano” un corpus teórico tan robusto, existen,
a nuestro juicio, algunas consideraciones que escapan al mismo, quizás debido a la
estricta mirada científica que, en sus intenciones de dar cuenta de todo de la manera
más objetiva posible, deja por fuera tales consideraciones por suponerlas atadas a
juicios subjetivos. Dicho de otro modo, la agroecología como ciencia no basta para
dar respuesta a las preguntas inicialmente planteadas, por lo que resulta necesario
circunnavegar en “otras aguas” no solo epistemológicas, sino también éticas, estéticas,
filosóficas y poéticas, para aproximarnos a argumentos medianamente satisfactorios
que permitan, al menos, comprender el alcance de las preguntas que en adelante guiarán
este análisis.
De momento diremos que el propósito de este escrito es, por un lado, mostrar las tensiones
epistemológicas de la agroecología, para lo cual es necesario, en primera medida,
explorar las bases históricas y culturales sobre las que emergió como movimiento social,
estilo de vida y ciencia; así como la forma en que su estatuto epistemológico se fundó
a partir de una marcada racionalidad moderna que la ha occidentalizado, por lo que
se ha confundido la agroecología con una agronomía ecologizada. En contraste mostramos
a la agroecología otra constituida por un estatuto interepistémico que, entre otros aspectos, permite a
los agroecológos una mejor comprensión de las plurirrealidades rurales y agrarias
latinoamericanas, más allá de la lectura paradigmática moderna. Estas anotaciones
permitirán, como punto de llegada, plantear la pregunta por el agroecosistema para
cuestionar su supuesto estatus de objeto de estudio de la agroecología, pues, según
lo muestra la tradición agroecológica, esto es, el pensamiento agroecológico, el agroecosistema
tiene mayor correspondencia epistémica con la agronomía ecologizada por tratarse de
un objeto de estudio cosificado, ordenado, manipulado, calculado, optimizado, para
la productividad y el rendimiento, cuya dimensión ecológica le atribuye interrelaciones
armónicas con la naturaleza. Frente a ello, proponemos el mundo agri-cultural como
sujeto de estudio agroecológico propio de la agroecología interepistémica.
La agroecología como emergencia revolucionaria
Los agroecólogos, en consenso, han documentado que la agroecología emergió en la década
de los años sesenta y setenta como un signo de rebeldía, propia de aquella época,
frente a las distorsiones provocadas por lo que Escobar (2016, 30) llama “(…) las estructuras de insostenibilidad que sostienen la ontología de devastación
dominante” típicas del capitalismo y sus lógicas destructivas. La agroecología no
emergió, en principio, como una ciencia sino, más bien, como una perspectiva crítica
y propositiva frente a las dinámicas ambientales y culturales de la agricultura. Como
un encuentro de saberes, prácticas, discursos, que apuntan a la creación de otros
mundos -agri-culturales, en este caso- por fuera del mundo creado por la ontología
moderna, hasta constituirse en un aporte teórico contemporáneo que cuestiona “(…)
las tradiciones racionalista, logocentrista y dualista de la teoría moderna” (Escobar 2016, 66), y propone nuevas formas de vida e interrelación con la naturaleza mediante “un
enfoque sensible a las complejidades de las agriculturas locales” (Rivera 2014, 25), lo cual implica retornar a, escudriñar en, las prácticas milenarias que incubaron
a la agroecología y fueron ocultadas por la modernidad, ya que, si la agroecología
es una emergencia revolucionaria, entonces, como toda revolución “debe mirar hacia
el pasado, [para] recuperar una armonía perdida, [y] equilibrar lo que se ha perdido”
(Zibechi 2015, 69).1
Las décadas de los años sesenta y setenta configuraron escenarios propicios para el
surgimiento de utopías en un mundo -aún- en decadencia, como la agroecología, tomada
como cimiento político por activistas para cuestionar -e incluso negar- el poder hegemónico
y los modos de dominación de la vida, como práctica por amplios sectores de la sociedad
urbana y rural para hacer de ella un estilo de vida que implica rupturas con los estilos
de vida estandarizados, y como núcleo epistemológico por parte de intelectuales y
académicos para convertirla en ciencia.2 Así, la agroecología se constituyó en una perspectiva crítica y propositiva frente
a dos fenómenos importantes: 1) la inserción de la agricultura en una matriz industrial
y sus catastróficos efectos sociales, ecológicos y ambientales, y, 2) el “dispositivo”
científico y tecnológico, o, lo que es lo mismo, los saberes corporativos que la fundamentaron,
reflejados en una agronomía al servicio de la industrialización de la vida y, por
tanto, de la agricultura. Esto llevó a la simplificación de la agricultura como una
práctica productivista, y a la instrumentalización del agricultor, ora divorciado,
ora desplazado de sus modos de ser y hacer tradicional, ora constituido en un objeto
más de la fábrica que controla la vida, olvidando que “la agricultura (…) es un asunto
profundamente ontológico, que ha conformado por milenios las formas de ser, el habitar
y el permanecer de la vida entera, y que en mucho menos de una centuria ha sido irrumpida
por un modelo fabril homogeneizante (…)” (Giraldo 2013, 4).3
La tensión epistémica de la agroecología como ciencia
No hace falta una revisión exhaustiva para concluir que el corpus teórico de la agroecología
se ha construido, salvo algunas excepciones, mediante el uso de métodos occidentales
que simplifican las complejidades naturales y culturales que se generan en, desde
y con las distintas agriculturas, y se explican a través de variables, cantidades,
parámetros, clasificaciones, categorías, jerarquías, niveles, modelos, comparaciones
y otras reducciones más a las que nos referiremos más adelante.4 Esto sugiere la -aún- preferencia de los métodos positivistas en universidades, centros
de investigación y otros en los que se generan marcos teóricos para la comprensión
de la(s) realidad(es) social(es) y natural(es).
¿Adónde se quiere llegar con estos planteamientos? A indicar que la agroecología como
ciencia impregnada de métodos occidentales o “agroecología occidentalizada”, esto
es, la ciencia agroecológica construida desde, anclada en, la base de la episteme
dualista moderna, se muestra contradictoria consigo misma, si se tiene en cuenta que
esta originariamente se constituye en una forma de ver e intervenir sobre el pluriverso
de realidades en forma distinta -contrahegemónica- a otras prácticas, otros discursos,
o, para el caso, otras ciencias.
¿Sobre qué argumentos se fundó la necesidad de otorgar a la agroecología un estatuto
epistemológico, que la identificara y la distinguiera como ciencia dentro del amplio
y complejo campo del conocimiento? Dilucidar el sentido y alcance de esta pregunta
“daría pie” para otro tipo de análisis de corte histórico-hermenéutico y fenomenológico.
Aun así, para efectos de una mejor comprensión, abordaremos algunos aspectos clave
sobre la misma. León (2012, 3), refiriéndose a la ciencia de la agroecología, sostiene que “no existen cánones
establecidos para fundar una ciencia ni tampoco momentos especiales para designar
su origen”. Aunque cierta, no compartimos del todo esta afirmación, pues si bien no
hay una vía rigurosamente establecida para fundar una ciencia, se sabe que esta se
construye gradualmente, a consecuencia de, entre otros, las condiciones y transformaciones
materiales e históricas de la época, lo cual permite entreverar aproximaciones a un
posible origen. Esto se comprende mejor si se tienen en cuenta tres aspectos importantes
de la pregunta planteada: argumentos que fundaron la necesidad de convertir -si se acepta el término- a la agroecología en una ciencia que la distinguiera de otras ciencias. ¿Qué argumentos? ¿Qué necesidad? ¿Qué distinción? Veamos.
A la agroecología, además de constituirse como una perspectiva crítica y propositiva,
le correspondió construir un estatuto epistemológico propio para generar marcos teóricos
que facilitaran la comprensión y transformación de las condiciones materiales e históricas
de la época que provocó su emergencia, ya que la agronomía -y afines-, estaría lejos
de asumir una posición rebelde y transformadora, y deberían pasar algunas décadas para hacer ese giro ecológico que hoy se aprecia, aunque tímidamente, en los currículos -agronómicos- universitarios.
Así, diríamos que a partir de los años sesenta confluyen los argumentos que llevarían a construir un estatuto epistemológico agroecológico, dada la necesidad de transformar la situación ambiental generada por la industrialización de la agricultura
y la biodiversidad, y así distinguirse de un conjunto de ciencias aplicadas condensadas en la agronomía -y afines-, como
una ciencia dentro del amplio y complejo campo del conocimiento. Desde entonces se
ha venido construyendo un abundante corpus teórico que no solo ha permitido comprender
las relaciones culturales y ecosistémicas de la agricultura, sino también el cuestionamiento
de los modelos hegemónicos que controlan y manipulan la vida. Compartimos el punto
de vista que tiene León (2014) sobre la emergencia y construcción de la agroecología como ciencia, al decir que:
Las bases teóricas y la confrontación con la realidad a través de metodologías aceptadas
por las comunidades académicas, se van forjando lenta y silenciosamente, dentro de
determinados círculos epistemológicos y luego se abren al escrutinio público, en donde
habrán de demostrar sus atributos, corregir sus errores o replantear sus formulaciones
y aplicaciones. (León 2014, 3).
Sin embargo, la noción del autor, aplicable a todas las ciencias, convoca ciertas
inquietudes en cuanto a ¿cuáles son esas bases teóricas y a qué tipo de realidad se
refiere en el contexto de la agroecología?, ¿a partir de qué posturas epistemológicas
se han forjado y contrastado las bases teóricas? Volveremos a estas preguntas más
tarde, por ahora queremos decir que la agroecología ha construido un estatuto epistemológico
propio que le ha permitido ubicarse como un campo de conocimiento, pero, pese a su
origen rebelde, transgresor, crítico, propositivo, dicho estatuto epistemológico,
o, si se acepta la distinción, una parte de él, fue construido a partir de métodos
positivistas, por lo que, entre otros aspectos, aborda un objeto de estudio ordenado
y comprendido desde la lente de la lógica, la objetividad, el dualismo ontológico
occidental, lo que lleva a pensar que, en principio, la agroecología emergió como
una postura crítica de la racionalidad moderna, pero volvió a ella en clave de ciencia
y por vías positivistas. Sobre estos aspectos hablaremos en los párrafos siguientes, con la intención de
aproximarnos a entender la tensión epistémica de la agroecología, y así poder llegar
hasta el agroecosistema para cuestionar su legitimidad como objeto de estudio agroecológico.
El corpus teórico agroecológico, hasta ahora construido, deja ver una perspectiva
ampliamente compartida por las comunidades académicas que lo han forjado, en cuanto
a la(s) episteme(es) de la agroecología y su denominado objeto de estudio, el agroecosistema.
Inicialmente la agroecología fue concebida como la ciencia que permitía incorporar
la racionalidad ecológica en la agricultura. Así, por ejemplo, se le definía como
“el estudio de fenómenos netamente ecológicos dentro del campo de cultivo, tales como
relaciones depredador/presa, o competencia de cultivo/maleza” (Hecht 1983, 17). Como muchos autores lo han notado, la ciencia agroecológica ha mostrado un avance
interesante en cuanto al abordaje gradual de una perspectiva más contenedora, al concebirse
como la ciencia que estudia la estructura y función de los agroecosistemas tanto desde
el punto de vista de sus interrelaciones ecológicas como culturales (León y Altieri 2010). Por tanto, deja de ser la “ciencia que se limita al estudio ecológico de lo que
sucede al interior y al exterior de las fincas o de los campos de cultivo. [Para convertirse
en] la ciencia que abarca los estudios simbólicos, sociales, económicos, políticos
y tecnológicos que influyen en el devenir de las sociedades agrarias” (León 2012, 32).5
No haría falta construir una línea evolutiva de la agroecología como ciencia, para
considerar que estas dos concepciones bastarían para sugerir el paso de una episteme
técnico-agronómica -reduccionista-, hacia otra de carácter interepistémica.6 Pero no es así en tanto que ambas concepciones se mantienen vigentes. La una no es
consecuencia de la otra. La primera, la reduccionista, es la concepción dominante,
tal como puede notarse en el corpus teórico agroecológico en permanente construcción;
así como en la preferencia por dicha concepción dominante por los círculos académicos,
como puede notarse en los currículos, las investigaciones y la producción bibliográfica.7 Tenemos entonces una ciencia agroecológica en tensión debido a sus dos vertientes epistemológicas. ¿Puede una ciencia presentar estas particularidades?, ¿acaso una
ciencia no es tal cosa precisamente por la definición de un estatuto epistemológico?
Vamos por partes.
Conviene aquí volver a la acepción de León (2012, 3) acerca de que:
[...] las bases teóricas y la confrontación con la realidad a través de metodologías
aceptadas por las comunidades académicas, se van forjando lenta y silenciosamente,
dentro de determinados círculos epistemológicos y luego se abren al escrutinio público,
en donde habrán de demostrar sus atributos, corregir sus errores o replantear sus
formulaciones y aplicaciones.
Sobre esto nos preguntábamos ¿cuáles son esas bases teóricas y a qué tipo de realidad
se refieren en el contexto de la agroecología? y ¿a partir de qué posturas epistemológicas
se han forjado y contrastado las bases teóricas? Si esto se contrasta con lo dicho
hasta ahora acerca de las dos concepciones científicas de la agroecología, entonces
podría pensarse en la construcción de bases teóricas correspondientes a, en y desde
dos posturas epistemológicas claramente diferenciadas en tanto reduccionista y compleja.
A nuestro juicio, la reduccionista no puede ser considerada agroecología sino, más
bien, una agronomía que intenta establecer una racionalidad ecológica en la agricultura,
acorde con las dinámicas y las interacciones de la matriz biofísica en la que se efectúa,
cuyo principal interés es estricta y normativamente productivista. Si de ciencia agroecológica
se trata, entonces sería la segunda concepción, la compleja, la que supera la visión
técnico-agronómica y aborda las interrelaciones ecosistémicas y culturales, desde
donde se ha empezado a re-definir, re-pensar, re- construir un auténtico estatuto
interepistémico agroecológico.
No estamos diciendo con esto que es a partir de las concepciones de León (2012) y León y Altieri (2010) que estas transformaciones ocurren. Estas son referencias como cualquier otra de
los muchos autores que trabajan este tipo de ciencia agroecológica y que sirven para
los propósitos de este escrito, pues tienen mucho en común con las anotaciones que
pueden hallarse en el extenso corpus teórico agroecológico. En lo que queremos puntualizar
es en el sentido de ciencia agroecológica al que aluden este tipo de concepciones
y que plantean una episteme radicalmente distinta a la técnico-agronómica -mal considerada
agroecología.8
Rivera y Restrepo (2014) hacen una aproximación similar a la que hemos planteado, al distinguir una agroecología
clásica y otra radical, pero no a nivel de ciencia sino de praxis. Con agroecología
clásica -o débil-, se refieren a aquella praxis agroecológica ampliamente ligada al
discurso del desarrollo sostenible, el cual no pretende sostener a la naturaleza “sino
[a] un modelo capitalista particular de la economía (…), una ontología dualista del
individuo, la economía/mercado, la ciencia y lo real, el Mundo único tal como lo conocemos”
(Escobar 2016, 61),9 para lo cual la agroecología clásica resulta estratégicamente útil al facilitar la
optimización de los rendimientos agrícolas mediante la instrumentalización de los
saberes locales, y el posterior uso de tecnologías agroecológicas milenariamente validadas.
Esto es una visión utilitarista de la agroecología que, a juicio de este análisis,
sería equiparable a la episteme técnico-agronómica de la ciencia Agroecológica antes
mencionada, y que bien podría ser considerada parte de la gramática capitalista, por
tanto, lejos de lo que se pensó inicialmente en el ámbito de esta ciencia dada su
“occidentoxicación”.
La otra agroecología, la radical, las autoras la encuentran afín a la filosofía del
buen vivir de la cosmovisión indígena, y al postdesarrollo, ya que:
[...] busca que las comunidades recuperen la autonomía y la autoestima que perdieron
cuando su palabra quedó ocultada primero por la propagación de una forma de vida y
una espiritualidad en nombre de un desarrollo y, más adelante, por demostraciones
abstractas y expertas en nombre de las versiones económicas y políticas de los desarrollos
que se han propuesto” (Rivera y Restrepo 2014, 430).
Esta segunda praxis muestra con claridad la esencia crítica, rebelde y propositiva
de la agroecología. Una praxis agroecológica que reconoce mundos relacionales que
se resisten a los imperativos hegemónicos. Cabría aquí entender la agroecología como
“esas formas como los campesinos e indígenas imitan a la naturaleza para resolver
sus existencias, creando pequeños mundos espaciotemporales en los que conjugan saberes,
anhelos y sentimientos para obtener los frutos de la tierra” (Lugo et al. 2017, 37). Esta praxis, sin duda, estaría en correspondencia con la ciencia agroecológica
compleja y dinámica a la que hemos hecho referencia.
Hasta este punto se ha intentado una aproximación al origen de la agroecología como
ciencia, siendo esta el elemento central de análisis, por lo cual se mostraron dos
vertientes epistémicas, la episteme técnico-agronómica y la interepisteme, que sugieren,
a su vez, una tensión epistemológica. Dijimos que la episteme técnico-agronómica,
lejos de considerarse agroecología, guarda mayores proporciones con la agronomía clásica,
fundamentada en el productivismo para insertarse en el mercado y responder a sus imperativos,
mediante prácticas que optimicen los rendimientos agrícolas en primer plano.
Esta tradición de la agroecología se ha mantenido desde sus comienzos, cuando se pensó
en términos de lo que la palabra sugería: incorporar una racionalidad ecológica a
la agricultura, tomando como referente el equilibrio ecosistémico que habría de incorporarse
en la agricultura, pues de él se derivan los denominados principios ecológicos “que
pueden ser aplicados a través de varias técnicas y estrategias” (Altieri 2001, 29) para minimizar efectos ambientales y optimizar los rendimientos, ya que cada una
de estas técnicas y estrategias, según este mismo autor, “tiene diferente efecto sobre
la productividad, estabilidad y resiliencia dentro del sistema de finca, dependiendo
de las oportunidades locales, la disponibilidad de los recursos y, en muchos casos,
del mercado” (pág. 29).10 Estas consideraciones, comunes en la literatura agroecológica, prueban el sentido
productivista y utilitarista de la episteme técnico-agronómica propia de la agronomía
clásica, como ya se ha dicho en repetidas ocasiones y como se ampliará más adelante
cuando se vuelva a las preguntas sobre el agroecosistema. De momento solo quedaría
por agregar la conveniencia y utilidad que la episteme técnico-agronómica encontró
en los saberes locales para garantizar la productividad, estabilidad y resiliencia agrícola. Así, la naturaleza -reducida a ecosistemas- y los saberes locales -reducidos a categorías-
fueron instrumentalizados para el diseño de agriculturas atrapadas en las lógicas
del mercado.
Esto permite comprender por qué el corpus teórico agroecológico se ha robustecido
con teorías incubadas en la matriz epistémica técnico-agronómica, a consecuencia de
estudios que, bajo el rótulo de agroecología, apuntan a mejorar, optimizar, aumentar, manipular, estandarizar, comparar y así otras gramáticas productivistas que conllevan a la validación de tecnologías
obligadas por las fuerzas mecanicistas del mercado. Esto, en efecto, no puede considerarse
una episteme agroecológica sino más bien agronómica. Una agronomía que tiende a confundirse
con agroecología por la racionalidad ecológica que imprime en las agriculturas, así
como “(…) el uso del conocimiento tradicional y la adaptación de las explotaciones
agrícolas a las necesidades locales y las condiciones socio económicas y biofísicas”
(Altieri 2001, 33).11 Queda claro que este tipo de episteme cosifica e instrumentaliza la agricultura y
el modo de ser, hacer y conocer del agri-cultor, y ratifica la aplicación de la agroecología
como “un marco para reforzar, ampliar o desarrollar la investigación científica, firmemente
arraigada en la tradición occidental y de las ciencias naturales” (Wezel et al. 2009 y Wezel y Soldat 2009 en Méndez, Bacon y Cohen 2013, 11) que objetiva la realidad para explicarla a través de jerarquías, categorías,
niveles. Esto, insistimos, se comprenderá mejor cuando nos refiramos al agroecosistema.
Víctor Toledo (2012)), en un interesante ensayo sobre la agroecología latinoamericana, dice que “la ciencia
(y sus tecnologías) al servicio del capital, es por fortuna una práctica dominante
pero no hegemónica” (38) -esto bien podría ser aplicado a esa vertiente epistemológica dominante que se ha mencionado-. Contrariamente a lo que se pregona
y sostiene, continúa el autor, no hay una sola ciencia (“La Ciencia”) sino muchas
maneras de concebir y de hacer ciencia y producir tecnologías. Esta afirmación, para
el caso que hemos expuesto, resulta problemática, pues llevaría a pensar que las dos
vertientes epistemológicas podrían aceptarse como dos maneras de concebir y hacer ciencia agroecológica
y esto no es así, toda vez que a la episteme técnico-agronómica se le re-conoce, re-ubica,
o, si se quiere, se le otorga mayor correspondencia en el campo epistémico agronómico
occidental. Decimos con el autor que, dentro de la gigantesca comunidad científica
-que ha occidentalizado la ciencia agroecológica-, habría unas -grandes- minorías
críticas de contracorriente “que buscan un cambio radical del quehacer científico
y la democratización del conocimiento [agroecológico]” (Toledo 2012, 38)12 dadas las contradicciones que resultan frente al enfoque agronómico de lo que es
estrictamente agroecológico.
En ese sentido surge lo que Toledo (2012) llama la ciencia a contracorriente, para referirse a la ciencia agroecológica que se nutre de un amplio campo disciplinar híbrido intersectado por la ecología. Sobre esto resaltamos
la connotación de ciencia a contracorriente porque alude a la esencia revolucionaria, hereje, transgresora, de la agroecología,
pero aceptamos con mucha precaución lo de las disciplinas híbridas por dos razones
principales: primero, si bien la ciencia agroecológica ha retomado los enfoques de
diferentes disciplinas, en la marcha estos enfoques la han occidentalizado; segundo,
según la percepción del autor, la intersección de la ecología dentro de la agronomía
engendró la agroecología, como si se tratara de un parto en el que nace una hija a la que se nutre -casi en exclusiva-, con el alimento que producen otras ciencias,
sin abandonar, eso sí, la herencia genética de sus padres: la ecología y la agronomía. Esta podría ser una buena explicación
del porqué a la agroecología se le ha confundido con lo que hemos denominado una agronomía
ecologizada, esto es, una agronomía que debió incorporar la episteme ecologista en su estatuto
epistemológico como respuesta al modelo civilizatorio que afloró en crisis en las
décadas de los años sesenta y setenta. Más adelante se proporcionará una mejor descripción
de la ecologización de la agronomía.
Reconocemos la importancia y la necesidad de los aportes que ofrecen las diferentes
disciplinas a la ciencia agroecológica. Por supuesto. En lo que no estamos de acuerdo
es en que, a partir de tales aportes, rigurosamente, se constituya una base epistemológica
basada en la ontología dualista cartesiana, proveída de métodos positivistas que pretenden
explicar la realidad y cosificar e instrumentalizar al sujeto y sus saberes, convirtiéndose
así en una ciencia más, que se vale de la razón occidental para producir verdades ligadas a la objetividad. En contracorriente a esto aparece entonces la agroecología
otra con una vertiente interepistémica construida a partir de saberes locales, científicos,
filosóficos, la complejidad, la incertidumbre, la decolonialidad, la otredad, la relacionalidad,
lo que trasciende la realidad occidental única y fragmentada para comprender las plurirrealidades que confluyen en los diversos mundos agri-culturales
de los mundos otros, como diría Escobar (2015).
El estatuto interepistémico de la agroecología es una confluencia, como se dijo antes,
de saberes locales y científicos, a lo que, por cierto, también alude la agroecología
occidentalizada; pero a diferencia de esta, los saberes locales no son instrumentalizados
para la optimización y el rendimiento agrícola, sino, más bien, abordados como un
impresionante marco de comprensión de los mundos agri-culturales relacionales como
formas de habitar la naturaleza, transformándola y dejándose transformar por ella
desde sus lenguajes, sus místicas, sus texturas. Los saberes locales abren las puertas
a estas plurirrealidades y enseñan otras formas de vivir por fuera de la idea de mundo
paradigmático construido por la racionalidad moderna, con el desarrollo y la idea
de progreso como principales cimientos.
Esto sugiere entonces el abordaje de perspectivas ya indicadas como la complejidad
y la relacionalidad, ya que los mundos agri-culturales son una red de interrelaciones
en donde nada existe en forma lineal, determinada y fragmentada, como lo creyó la
razón occidental; de la incertidumbre, pues la sacralidad, los secretos y los celos
de la naturaleza “a la razón siempre permanecen ocultos” (Giraldo 2013, 34). Algo que las comunidades ancestrales reconocen, respetan y rinden culto. La decolonialidad
en tanto la necesidad de apartar los “(…) criterios eurocéntricos (de carácter científico,
mecanicista y racional)” (Lozada 2010, 249), para dar lugar, reconocer, legitimar,
otras formas válidas de ver, conocer, comprender y actuar en los mundos. El habitar
poético o interrelación del hombre con la naturaleza, las grafías y poéticas que efectúa
en clave de agri-culturas para habitarla y dejarse habitar por ellas. La filosofía,
la literatura y la otredad también están presentes en el estatuto interepistémico
de la llamada ciencia agroecológica. Estos tres aspectos también se tratarán cuando
lleguemos al agroecosistema.
La interepisteme que aquí abordamos se entiende como una ruptura con la episteme técnico-agronómica,
pero no por ello se excluye lo técnico-agronómico. Todo lo contrario. Hace parte de
su estatuto interepistémico aunque con pretensiones distintas a la convencional, pues
se concibe más allá de los métodos y las técnicas eficientes para optimizar el rendimiento
y la productividad, y se aborda como una dimensión contenedora de prácticas tradicionales
que posibilitan la configuración de entramados agri-culturales -¿agroecosistemas?-
armonizados con la naturaleza y la espiritualidad de la tierra, y conexionados a las
complejidades biofísicas y culturales de los territorios en los que dichos entramados
ocurren. Evidentemente la base epistémica de esta dimensión son los saberes campesinos
e indígenas acumulados por milenios, que hacen de la agri-cultura mundos de vida,
contrario a los saberes occidentales que sostienen a la vertiente epistemológica técnico-agronómica, enmarcada en una rigurosa matriz
agronómica que homogeneiza la agri-cultura mediante métodos corporativos, para acoplarla
al amplio espectro del mercado como una más de las mercancías estandarizadas.
La interepisteme agroecológica atiende entonces al llamado que hacen Castro-Gómez y Grosfoguel (2007, 17) acerca de la necesidad de “entrar en diálogo con formas no occidentales de conocimiento
que ven el mundo como una totalidad en la que todo está relacionado con todo (…)”;
una trama compleja de la que los lenguajes occidentales no pueden dar cuenta, pero
sí las cosmovisiones ancestrales y sus narraciones sobre la relacionalidad de la vida
y la naturaleza. Esto ayuda a entender lo que se dijo antes en voz de Castro-Gómez (2011), sobre las legitimaciones que deja por fuera la ciencia, en este caso la vertiente
epistemológica técnico-agronómica, y que son abordadas por la interepisteme agroecológica
que acabamos de describir. Quizá esta sea una de las razones por las que este autor
considera que “es hora ya de que entendamos que el devenir de las sociedades latinoamericanas
no puede ser comprendido desde “la lógica de las ideas” de las élites intelectuales,
sino desde el estudio de múltiples e irreductibles racionalidades y prácticas que
deben ser apreciadas en su singularidad” (Castro-Gómez 2011, 36). Racionalidades y prácticas singulares que acabamos de anotar, y que, de paso, sugieren
que, para una mejor concepción de la agroecología, es necesario salir de ella como
paradigma, y circunnavegar en esas “otras aguas” epistemológicas, como se dijo al
comienzo y como se ha pretendido mostrar hasta ahora.
Dejamos aquí, por ahora, esta breve disertación sobre las dos vertientes epistemológicas
de la agroecología, una agronómica y otra agroecológica, para entrar en el complejo
terreno del agroecosistema, su denominado objeto de estudio. De no hacerlo, creemos
que este análisis quedaría cojo, pues cada una de estas vertientes ofrece concepciones distintas sobre este supuesto
objeto de estudio, que merecen ser retomadas para complementar y contextualizar lo
que hasta ahora se ha dicho sobre la tensión epistemológica de la agroecología, en
la que cabrían algunas preguntas importantes para esta discusión como: ¿qué sucede
con el agroecosistema como supuesto objeto de estudio de una ciencia agroecológica
en permanente tensión epistemológica?, ¿el agroecosistema debería abordarse como un
objeto de estudio para ambas vertientes epistemológicas? Si no es así, ¿cuál debería
ser el objeto de estudio tanto de la agroecología occidentalizada como de la interepistémica?,
¿sería apropiado y pertinente hablar de objeto o de sujeto de estudio de la agroecología
interepistémica? En la siguiente sección se espera dar una posible respuesta a estos
interrogantes, además de complementar y contextualizar lo dicho hasta ahora, lo que
permitirá ubicar a la agroecología interepistémica en las orillas de la episteme moderna,
para re-significar su carácter científico.
El agroecosistema como objeto de estudio de la agroecología. ¿Qué agroecosistema?
¿Cuál agroecología?
La pregunta por el agroecosistema es la pregunta más simple que haya podido formularse
en, desde y para la agroecología, debido, por un lado, a la ligereza con la que se
aborda y, por el otro, al carácter reduccionista al que conduce su definición, lo
que la convierte en una pregunta riesgosa y problemática, pues a partir de ella se
ha entendido -y orientado- a la agroecología como una agronomía ecologizada que oculta, reprime, deja al margen, otros sentidos, otras naturalezas, otros alcances,
otros significados, otras referencias, otras agroecologías que permiten una mejor
comprensión, o redefinición, si se quiere, de la ciencia y la praxis agroecológica.
La tradición agroecológica, si se acepta el término, ha concebido al agroecosistema como un objeto desde el
cual la agroecología deriva su estatuto epistemológico. Un objeto que define, describe
y reduce como una cosa con atributos y funcionalidades que pueden ser comprendidas
e intervenidas paradigmáticamente. Si se mira bien, la tradición agroecológica ofreció una concepción reducida del agroecosistema que se ha mantenido hasta la actualidad,
pese a la incorporación de algunos matices que sugieren una supuesta evolución tanto
de la agroecología como del agroecosistema, pero que en el fondo la lógica agronómica
ecologizada sigue intacta.
Nuestra intención no es hacer un recorrido histórico para demostrar lo anterior. Bastaría
simplemente con decir que, en términos generales, el agroecosistema ha sido históricamente
considerado como ese conjunto de plantas y animales domesticados y controlados por
el hombre para la producción y obtención de productos y subproductos de consumo humano
y animal. Esto es, “un trozo de naturaleza que puede ser reducido a una última unidad
como arquitectura, composición y funcionamiento propios y que posee un límite teóricamente
reconocible (…)” (González de Molina 2011, 18). ¿No es esto una inconfundible descripción de la agronomía clásica? ¿Por qué se
le considera un objeto de estudio agroecológico cuando, realmente, es de tipo agronómico?,
¿qué es lo que lo convierte en un objeto de estudio de la agroecología? Algunos lectores
dirán que la diferencia estriba en la racionalidad ecológica con la que se diseña
y maneja el agroecosistema, pero, de ser así, ¿no sería ello más bien una reconversión
de la agronomía a una agronomía ecologizada? Dicha reconversión no podría confundirse
con agroecología por más que esta sea una palabra compuesta por los signos agro y
ecología. Ello sería caer en el semántico error de confundir agroecología con agricultura
ecológica.
Sea este el momento oportuno para referirnos a la ecologización de la agronomía, ya
que proporciona argumentos clave para la crítica que aquí se aborda.13 A mediados del siglo XX, la agronomía se constituyó en un dispositivo estratégico
para la revolución verde, al punto de convertirse esta, de la mano con el Estado,
en “el principal referente de los currículos profesionales y el principal orientador
de la investigación agropecuaria” (Nieto 1999, 8), lográndose así la incorporación en los currículos de un lenguaje técnico en el
que se soportaba el uso de insumos de síntesis química y de maquinaria agrícola.14 Así, el “ingeniero agrónomo típico de la época pasó a tener como función casi absoluta
llevar ‘el progreso’ al campo, o sea, transformar la agricultura tradicional, adoptando
los insumos y las técnicas de origen industrial” (Ceccon 2008, 23) sustentadas por el paradigma de la revolución verde. Sin embargo, cuando el fracaso
de dicho paradigma se hizo patente ante la crisis ambiental en la década de los años
sesenta y setenta, como dijimos antes, la agronomía debió incorporar una racionalidad
ecológica en su haber científico y práctico como respuesta a dichas crisis, esto es,
debió ecologizarse. En este punto nos apoyaremos en un argumento de Enrique Leff (2014) para reforzar la distinción de una agronomía ecologizada:
Hacia la década de los años sesenta, las transformaciones sociales, los cambios culturales
y la crisis ambiental se reflejan en la inestabilidad del campo de la ciencia, de
las ciencias sociales y la sociología. [...] Los principios de evolución, de estabilidad
institucional, de norma y función social, son problematizados para abrir las compuertas
a la configuración de una episteme ecologista [...]”. (Leff 2014, 223).
Hay aquí un hecho importante que queremos destacar y es la emergencia de la episteme
ecologista en la década de los años sesenta que habría de influir en la agronomía
atada a las lógicas de la revolución verde, lo que llevaría a su transformación mediante
la inclusión de la racionalidad ecológica a la que nos referimos hace un momento o,
de nuevo, a la ecologización de la agronomía. Nieto (1999) señala que entre las recomendaciones que en los años
setenta se hicieron a las instituciones de educación agrícola superior de México estaban
la inclusión de materias de ecología, conservación de suelos, de geografía económica,
uso de mejoradores de suelos y control integral de plagas. Dichas recomendaciones
pueden interpretarse como una respuesta a los efectos ambientales de la revolución
verde, así como a la presión que hizo la episteme ecologista para cuestionar, por un lado, el papel de la agronomía
en tanto producción de saberes corporativos al servicio de la revolución verde, y,
por el otro, promover la racionalidad ecológica en sus currículos, pues la “formación
de profesionales en agronomía se da en [el] escenario de explotación de los recursos
naturales y de consideración de la naturaleza como objeto de cálculo con fines económicos”
(Giraldo et. al. 2015, 210).15
Esto ayuda a entender que en la década de los años sesenta y setenta ocurrieran dos
importantes hechos: por un lado, la agronomía dio apertura a la racionalidad ecológica
como campo epistemológico, y, por el otro, emergió la agroecología en las tres acepciones
ya referenciadas. Distinguimos así una agronomía ecologizada y una agroecología claramente
distintas y referenciadas. La agronomía ecologizada es una ciencia basada en el dualismo moderno, como se ha venido insistiendo, que,
si bien incorpora la racionalidad ecológica, reproduce la visión occidental de la
naturaleza al considerar, por ejemplo, que “el agrónomo o ingeniero agrónomo debe
contribuir al desarrollo de la agronomía, y, en el campo de la práctica agrícola,
debe estudiar las relaciones planta-suelo-clima-técnicas, para optimizarlas considerando
las finalidades del agricultor” (Sebillote 1987 en Díaz et al. 2015, 213). En esta anotación puede verse claramente una agronomía ecologizada en
función de un propósito eminentemente productivista.
Si la agronomía hizo lo que llamamos un giro ecológico y su lente paradigmático llevó a mirar al agroecosistema desde la racionalidad ecológica,
entonces es momento de empezar a re-pensarla como un elemento constitutivo de la agroecología,
desligada, naturalmente, de la marcada influencia que sobre ella ejerció la revolución
verde. Dicho de otro modo, es momento de pensar en concebir a la agronomía ecologizada
como un componente técnico de la scientia y la praxis agroecológica.
Sobre esto último algunos autores han dicho bastante. Sin embargo, como se indicó
antes, en la literatura agroecológica abundan estudios “agroecológicos” que, lejos
de tal consideración, son estudios notablemente agronómicos con una marcada racionalidad
ecológica, centrados en la optimización de la producción agraria para la competitividad
y el mercado, dirigidos a ciertos productores insertos en estas lógicas -¿no es esto
agronómico?-, dejando por fuera a campesinos, indígenas y afrodescendientes con estilos
de vida indirectamente -y en algunos casos ajenos- a la estandarización, la competencia
y el mercado. Estos no pueden ser considerados estudios agroecológicos sino agronómicos,
pues, en este caso, el objeto a partir del cual se derivan sí debe ser llamado agroecosistema,
por las razones que ya hemos expuesto y sobre las que insistiremos un poco más. La
agroecología no se aprende por fuera de la realidad sociocultural y biofísica de los
sujetos rurales, a menudo llamados tradicionales por ser los portavoces de ese mensaje
del pasado, pues es allí donde convergen estilos de vida que emergen de la complejidad
de sus territorios, y que difícilmente puede ser comprendida desde la episteme técnico
agronómica en la que se ha enmarcado a la agroecología y, por extensión, al agroecosistema.
Al comienzo de esta última sección advertíamos que la pregunta por el agroecosistema
es una pregunta simple, riesgosa y problemática. Simple porque obliga una respuesta
que resuelve la intención de la pregunta cosificando y reduciendo todo un entramado
agri-cultural mediante una categoría que refiere a un conjunto de plantas y animales;
riesgosa porque reduce a la agroecología a una episteme técnico agronómica que lleva
a confundirla con una agronomía ecologizada; y problemática porque al cosificar el
entramado agri-cultural y al considerar a la agroecología como una agronomía ecologizada,
nuevamente, decimos, se oculta, reprime, deja al margen, otros sentidos, otras naturalezas,
otros alcances, otros significados, otras referencias, otras agroecologías. Detengámonos
un momento en este punto para retomar cada uno de los tres aspectos que implica la
pregunta por el agroecosistema.
La agroecología occidentalizada ofrece -y se conforma-con una respuesta explicativa
a la pregunta por el agroecosistema, cosificándolo como un conjunto de plantas y animales,
ordenados y administrados por un sujeto instrumentalizado -productor-, en una configuración
espaciotemporal con fines de explotación mercantilista. De hecho, para Giraldo et al. (2015, 213) “la agronomía (…) tiene definido como objeto de estudio el agroecosistema entendido
como el modelo específico de intervención del hombre en la naturaleza, con fines de
producción de alimentos y materia prima”. Aquí la importancia, según el autor, que
tiene la ecología para la agronomía, al permitir “ver la totalidad del agroecosistema”.
Esto ayuda a entender, entonces, por qué la agronomía ecologizada tiene allí más correspondencia que la agroecología. Segundo, la pregunta por el agroecosistema
no puede ser planteada desde la agroecología, pues esta, más allá de ofrecer explicaciones,
pretende hacer descubrimientos de diferentes mundos agri-culturales; acercamientos
a los saberes locales mediante los cuales “se construyen mundos culturales, al tiempo
que los mundos culturales construyen saberes locales” (Lugo et al. 2017, 67); aproximaciones a otras formas de ver y entender el mundo y la vida; reelaboraciones
de nuevos marcos teóricos para la comprensión basados en la complejidad de las pluri-realidades
agroecológicas.
Lo anterior lleva a pensar que una diferencia de enfoque no basta entonces para hacer
una distinción entre agronomía y agroecología, pues esta última aborda una ontología
de la agricultura que la hace “ir más allá” de la producción, del cultivo, el abono
orgánico, los insectos, por lo que el agroecosistema, tal como ha sido entendido por
la tradición agroecológica, limita el sentido propio de la agroecología. ¿Quiere esto decir que la agroecología
debe superar un objeto de estudio y pensar en un sujeto de estudio que sugiera una
perspectiva más compleja que sistémica? Es probable, ya que el concepto de agroecosistema
refiere a una realidad mecánica y lineal que requiere de explicaciones simples. Entendiendo
lo simple como “todo aquello que puede analizarse” (Maldonado 2011, 23). Este autor
dice también que todo análisis implica “fragmentación, división, segmentación, compartimentación
del sistema o fenómeno [agroecosistema] de que nos ocupamos” (p. 23).16 Si se mira bien, el corpus teórico agroecológico al que hemos hecho referencia incluye
estudios que fragmentan, dividen, segmentan y compartimentan al agroecosistema tal
como lo hace la episteme técnico agronómica. Esto es común tanto en la agronomía convencional
como en la ecologizada; por tanto, insistimos en la necesidad de cuestionar y revisar
el concepto de agroecosistema como objeto de estudio de la agroecología, ya que este,
por tratarse de un concepto estrecho, reduccionista, paradigmático, guarda mayor proporción
con cualquiera de los dos tipos de agronomía ya indicados.
En este punto resulta conveniente la lectura que Arturo Escobar
(2016) hace de Rappaport (1991),
quien, dice el autor, “advirtió contra la reificación del concepto de ecosistema
haciendo hincapié en que debe tomarse como una categoría de análisis y no como
una
unidad biológica” (152). Diríamos entonces que en la naturaleza, “ese limitado
e
imperial concepto [que] reduce la diversidad del vivir en el planeta a una entidad
fuera de nosotros” (Mignolo 2016, 39),17 existen los ecosistemas únicamente
para los intereses de una estructura paradigmática rígida que la analiza en
fragmentos llamados ecosistemas, lo que, de entrada, obliga una lectura simple
de
una trama tan compleja como la naturaleza. Algo muy parecido ocurre con el concepto
de agroecosistema, lente paradigmático que obliga a los agroecólogos a recortar,
dividir, fragmentar, unidades biológicas complejas, al punto de objetivarlas como
unidades susceptibles de deducciones lógicas, tal como se ha hecho desde esa
agroecología occidentalizada cuya episteme técnico-agronómica la reduce a una
agronomía ecologizada.
Hasta ahora se ha intentado comprender, más que responder, el sentido de dos de las
preguntas que han orientado esta reflexión: ¿qué es un agroecosistema? y ¿por qué
es el agroecosistema el objeto central de la agroecología? Tendríamos que añadir otra
pregunta que ayude a comprender para cuál agroecología el agroecosistema se constituye
como objeto central de estudio. Sin duda, diríamos que para la agroecología occidentalizada
y su vertiente técnico-agronómica, por las razones que hemos expuesto en párrafos
anteriores. Es momento ahora de hacer una lectura desde la agroecología otra que hemos
denominado interepistémica, para comprender nuestro último interrogante: ¿qué deja
por fuera la agroecología como ciencia al abordar al agroecosistema como objeto central?
Creemos que para entender a la agroecología como ciencia es preciso salir de ella.
Buscar en otros lenguajes, otros mundos, otras narrativas, otros saberes que aporten
a su complejidad. Cuando el paradigma científico no es suficiente para comprender
el mundo y la vida, surge la necesidad de explorar en otras formas de pensamiento
como la filosofía, la literatura, la poesía, la música, el arte, las narrativas y
las historias locales o cosmovisiones, que, en conjunto, permiten una perspectiva
compleja de la connaturalidad del mundo y la vida. La interepisteme de la agroecología
permite estas aproximaciones al entrar en diálogo con otras formas no occidentales
de ser, hacer y conocer en el mundo, por lo que el agroecosistema, tal como lo hemos
visto, no encaja como objeto de estudio en este tipo ciencia agroecológica interepistémica.
Lo que la vertiente técnico agronómica de la agroecología occidentalizada llama agroecosistema,
la agroecología interepistémica llama mundos agri-culturales, esto es, una trama abigarrada
de vida que el campesino y su familia tejen para habitar la naturaleza. Este entramado
va más allá de ser una simple mezcla de plantas y animales ordenados en una unidad espaciotemporal, administrada por un productor para efectos de una marcada intencionalidad mercantilista. El mundo agri-cultural
refiere a una forma de ser, hacer y conocer campesino. Castro-Gómez dice que “la experiencia
más inmediata de conciencia que tiene un pueblo es la de reconocerse como un ‘nosotros
estamos aquí’, es decir, como un sujeto instalado vitalmente en un paisaje geográfico
del cual deriva su existencia” (Castro-Gómez 2011, 69). En este caso, el mundo agri-cultural
refiere a ese entramado de sentido que el campesino y su familia erigen como un signo
de representación, una forma de decir “nosotros estamos aquí” instalados en un territorio
que llevan encarnado como parte constitutiva de sus visiones de mundo.
El mundo agri-cultural difícilmente podría cosificarse como el agroecosistema, por
tratarse de un entramado de relacionalidad en la que confluyen prácticas agri-culturales,
estilos de vida, visiones de mundo, saberes, configuraciones de sentido, ordenes estéticos,
formas de habitar y transformar la tierra, historias, narrativas, rituales, uso de
tecnologías y otra suerte de expresiones que aumentan su complejidad. Un cultivo,
que en el lenguaje técnico agronómico sería un agroecosistema, no puede separarse
del mundo agri-cultural que lo constituye, pues está anclado a una trama de sentido,
a una racionalidad campesina y a una visión de mundo, por lo que su comprensión no
puede ser resultado de fragmentaciones. Sin embargo, el carácter científico de la
agroecología interepistémica permite, en gran medida, abordar un sujeto de estudio
y no un objeto, como exige la ciencia occidental. Decimos sujeto de estudio partiendo
de que “la condición de nuestra existencia es la relación intersubjetiva con todo
lo demás, es decir, el vínculo profundo con otros sujetos plantas, otros sujetos animales,
otro sujeto agua o aire, e incluso otros sujetos como los minerales o el petróleo”
(Giraldo 2012, 7).
En tal sentido, diríamos que los mundos agri-culturales están presentes en lo que
comúnmente se conoce como finca, o, como preferimos llamarlo (Lugo et al. 2017) patria cultural, en la que el mundo agri-cultural se constituye en un mundo
“entendido como universo ordenado por la actividad humana” (Giglia 2012, 12) campesina, en el que el sujeto campesino interexiste con otros sujetos naturales.
Con esto no queremos decir que la finca sea el sujeto de estudio de la agroecología
interepistémica, sino, más bien, el mundo agri-cultural contenido en ella, por lo
que se requiere el abordaje de los saberes otros, no occidentales,18 que permitan una aproximación y comprensión de la relacionalidad de estos mundos
agri-culturales como sujetos de estudio agroecológico, los cuales, al ser llamados
sujetos, se constituyen en lo que Giraldo (2012, 9) denomina “una afrenta directa contra el discurso hegemónico moderno” reproducido
por la agroecología occidentalizada.
Podría decirse que lo anterior es oficio de la antropología, la sociología, los estudios
culturales o similares, frente a lo cual preguntaríamos ¿acaso la agroecología no
es una ciencia inter y transdisciplinaria o, desde esta lectura, interepistémica,
que, por tanto, retoma para su haber interepistémico estas y otras ciencias?19 La agroecología interepistémica estudia los mundos agri-culturales para comprender
su complejidad, sus sentidos y sus aportes en procura de transformar nuestra interrelación
con la naturaleza mediante una de las prácticas más constitutivas del ser humano:
hacer agri-culturas como expresión de un lenguaje más de la naturaleza que habitamos
y que nos habita. De allí la necesidad de superar el concepto agronómico de agroecosistema
y endilgarlo como objeto de la agroecología, dada su limitación para abordar la complejidad
que se propone con el de mundo agri-cultural, pues la agroecología no solo debe estudiar
aspectos técnico-agronómicos sino también filosóficos, estéticos, culturales, poéticos,
artísticos, místicos, lo que sugiere la necesidad de erigirla “como una ciencia que
vaya más allá del reduccionismo y se instale en la complejidad, mediante la construcción
de una ‘epistemología difusa, mutable, poética, mística, operativa, predictiva, comprometida
y contemplativa, más o menos organizada en una suerte de sinfonía con temas disonantes,
variaciones de lo mismo, sutiles crescendos e impetuosos llamados a la emancipación’” (Martínez 2015, 27 en Lugo et al. 2017, 35).
Dejamos hasta aquí este análisis advirtiendo que estas anotaciones requieren de un
amplio debate. Lo que hemos intentado hacer, partiendo de tres preguntas centrales,
ha sido mostrar la tensión epistemológica de la agroecología, y la necesidad de cuestionar
y revisar el agroecosistema como concepto y objeto de estudio. No es tarea fácil.
Más cuando la agroecología occidentalizada se ha instituido como la ciencia de los
agroecosistemas, y a partir de ello se ha fundado un estatuto epistemológico robusto,
así como una institucionalidad que lo encarna en sus accionares. Creemos que entre
la agroecología occidentalizada -o agronomía ecologizada- y la agroecología interepistémica
hay notables diferencias que urgen de un profundo debate, pues de ello depende la
generación de nuevos marcos teóricos para la comprensión de las plurirrealidades rurales
y agrarias, así como la redefinición de la agroecología como una ciencia que supera
el reduccionismo al que la ha llevado la racionalidad ecológica agronómica, y se constituye
en una ciencia que desobedece el mandato epistémico occidental para erigir una interepisteme
con otras formas de ver y concebir el mundo y la vida.