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El agroecosistema: ¿objeto de estudio de la agroecología o de la agronomía ecologizada? Anotaciones para una tensión epistémica


Resumen:

Este artículo presenta una discusión acerca de la tensión epistémica de la agroecología como ciencia. Para ello, los autores muestran dos tipos de agroecologías, una permeada por la racionalidad moderna occidental, cuyo estatuto epistemológico le otorga mayor correspondencia con una agronomía ecologizada, y otra que trasciende el paradigma moderno al constituirse sobre un estatuto interepistémico, lo cual permite considerar que la tradición agroecológica ha confundido la agroecología con la agronomía ecologizada. La tensión entre estas epistemes conlleva a analizar la concepción de agroecosistema y a cuestionar en cuál de estas dos vertientes epistemológicas se articula como objeto de estudio. Por último, se propone a la agroecología interepistémica como la ciencia que estudia los mundos agri-culturales.

Abstract:

In the current study we intend to discuss the epistemic tension of the agroecology as a science. For that, we show two different perspectives of agroecology; one of them is permeated by the modern west rationality, in which the epistemological statute provides a better matching for adopting ecological principles, we call it ecologized agronomy. The other one transcends the modern paradigm by being supported on a inter epistemic statute, that makes us reflect on how the agroecological tradition has misunderstood between agroecology and ecologized agronomy as a science. We also think the tension between the two “epistemes” leads to analyze the conception of agroecosystem, and at the same time, to question in which of these two epistemological trends it is articulated as the object of study. Finally, we pretend to propose the interepistemic agroecology as the science in charge of studying the agricultural worlds.


Introducción

AGROECOSISTEMA ES el concepto más importante de la agroecología, si la concebimos, por supuesto, como una ciencia; la ciencia que estudia las interrelaciones ecosistémicas y culturales que se generan en, desde y con las diferentes agriculturas en variadas escalas de complejidad. Pero ¿por qué es el agroecosistema el objeto central de la agroecología? ¿Qué deja por fuera la agroecología como ciencia al abordar al agroecosistema como objeto central? De hecho, ¿qué es un agroecosistema? No es tarea fácil responder a estas preguntas, aparentemente sencillas, si lo que se quiere es abordarlas más allá de las explicaciones a las que se podrían llegar desde la agroecología como ciencia, como se pretende con este escrito, para comprender el agroecosistema desde otras miradas, otras tensiones, otras perspectivas. Si nos acogemos al carácter estrictamente científico de la agroecología, nos proveeríamos de una amplia gama de respuestas a las preguntas planteadas -y a otras que puedan resultar a lo largo de esta disertación-, que no valdría la pena siquiera continuar con cualquier intento de análisis en este sentido, pues, por fortuna, al momento se ha avanzado en la construcción de un copioso corpus teórico agroecológico que permite dar respuesta a estas y muchas otras interpelaciones más. Como dirían algunos críticos: sobre agroecología y agroecosistemas ya se ha escrito bastante. Sin embargo, aun teniendo “a la mano” un corpus teórico tan robusto, existen, a nuestro juicio, algunas consideraciones que escapan al mismo, quizás debido a la estricta mirada científica que, en sus intenciones de dar cuenta de todo de la manera más objetiva posible, deja por fuera tales consideraciones por suponerlas atadas a juicios subjetivos. Dicho de otro modo, la agroecología como ciencia no basta para dar respuesta a las preguntas inicialmente planteadas, por lo que resulta necesario circunnavegar en “otras aguas” no solo epistemológicas, sino también éticas, estéticas, filosóficas y poéticas, para aproximarnos a argumentos medianamente satisfactorios que permitan, al menos, comprender el alcance de las preguntas que en adelante guiarán este análisis.

De momento diremos que el propósito de este escrito es, por un lado, mostrar las tensiones epistemológicas de la agroecología, para lo cual es necesario, en primera medida, explorar las bases históricas y culturales sobre las que emergió como movimiento social, estilo de vida y ciencia; así como la forma en que su estatuto epistemológico se fundó a partir de una marcada racionalidad moderna que la ha occidentalizado, por lo que se ha confundido la agroecología con una agronomía ecologizada. En contraste mostramos a la agroecología otra constituida por un estatuto interepistémico que, entre otros aspectos, permite a los agroecológos una mejor comprensión de las plurirrealidades rurales y agrarias latinoamericanas, más allá de la lectura paradigmática moderna. Estas anotaciones permitirán, como punto de llegada, plantear la pregunta por el agroecosistema para cuestionar su supuesto estatus de objeto de estudio de la agroecología, pues, según lo muestra la tradición agroecológica, esto es, el pensamiento agroecológico, el agroecosistema tiene mayor correspondencia epistémica con la agronomía ecologizada por tratarse de un objeto de estudio cosificado, ordenado, manipulado, calculado, optimizado, para la productividad y el rendimiento, cuya dimensión ecológica le atribuye interrelaciones armónicas con la naturaleza. Frente a ello, proponemos el mundo agri-cultural como sujeto de estudio agroecológico propio de la agroecología interepistémica.

La agroecología como emergencia revolucionaria

Los agroecólogos, en consenso, han documentado que la agroecología emergió en la década de los años sesenta y setenta como un signo de rebeldía, propia de aquella época, frente a las distorsiones provocadas por lo que Escobar (2016, 30) llama “(…) las estructuras de insostenibilidad que sostienen la ontología de devastación dominante” típicas del capitalismo y sus lógicas destructivas. La agroecología no emergió, en principio, como una ciencia sino, más bien, como una perspectiva crítica y propositiva frente a las dinámicas ambientales y culturales de la agricultura. Como un encuentro de saberes, prácticas, discursos, que apuntan a la creación de otros mundos -agri-culturales, en este caso- por fuera del mundo creado por la ontología moderna, hasta constituirse en un aporte teórico contemporáneo que cuestiona “(…) las tradiciones racionalista, logocentrista y dualista de la teoría moderna” (Escobar 2016, 66), y propone nuevas formas de vida e interrelación con la naturaleza mediante “un enfoque sensible a las complejidades de las agriculturas locales” (Rivera 2014, 25), lo cual implica retornar a, escudriñar en, las prácticas milenarias que incubaron a la agroecología y fueron ocultadas por la modernidad, ya que, si la agroecología es una emergencia revolucionaria, entonces, como toda revolución “debe mirar hacia el pasado, [para] recuperar una armonía perdida, [y] equilibrar lo que se ha perdido” (Zibechi 2015, 69).1

Las décadas de los años sesenta y setenta configuraron escenarios propicios para el surgimiento de utopías en un mundo -aún- en decadencia, como la agroecología, tomada como cimiento político por activistas para cuestionar -e incluso negar- el poder hegemónico y los modos de dominación de la vida, como práctica por amplios sectores de la sociedad urbana y rural para hacer de ella un estilo de vida que implica rupturas con los estilos de vida estandarizados, y como núcleo epistemológico por parte de intelectuales y académicos para convertirla en ciencia.2 Así, la agroecología se constituyó en una perspectiva crítica y propositiva frente a dos fenómenos importantes: 1) la inserción de la agricultura en una matriz industrial y sus catastróficos efectos sociales, ecológicos y ambientales, y, 2) el “dispositivo” científico y tecnológico, o, lo que es lo mismo, los saberes corporativos que la fundamentaron, reflejados en una agronomía al servicio de la industrialización de la vida y, por tanto, de la agricultura. Esto llevó a la simplificación de la agricultura como una práctica productivista, y a la instrumentalización del agricultor, ora divorciado, ora desplazado de sus modos de ser y hacer tradicional, ora constituido en un objeto más de la fábrica que controla la vida, olvidando que “la agricultura (…) es un asunto profundamente ontológico, que ha conformado por milenios las formas de ser, el habitar y el permanecer de la vida entera, y que en mucho menos de una centuria ha sido irrumpida por un modelo fabril homogeneizante (…)” (Giraldo 2013, 4).3

La tensión epistémica de la agroecología como ciencia

No hace falta una revisión exhaustiva para concluir que el corpus teórico de la agroecología se ha construido, salvo algunas excepciones, mediante el uso de métodos occidentales que simplifican las complejidades naturales y culturales que se generan en, desde y con las distintas agriculturas, y se explican a través de variables, cantidades, parámetros, clasificaciones, categorías, jerarquías, niveles, modelos, comparaciones y otras reducciones más a las que nos referiremos más adelante.4 Esto sugiere la -aún- preferencia de los métodos positivistas en universidades, centros de investigación y otros en los que se generan marcos teóricos para la comprensión de la(s) realidad(es) social(es) y natural(es).

¿Adónde se quiere llegar con estos planteamientos? A indicar que la agroecología como ciencia impregnada de métodos occidentales o “agroecología occidentalizada”, esto es, la ciencia agroecológica construida desde, anclada en, la base de la episteme dualista moderna, se muestra contradictoria consigo misma, si se tiene en cuenta que esta originariamente se constituye en una forma de ver e intervenir sobre el pluriverso de realidades en forma distinta -contrahegemónica- a otras prácticas, otros discursos, o, para el caso, otras ciencias.

¿Sobre qué argumentos se fundó la necesidad de otorgar a la agroecología un estatuto epistemológico, que la identificara y la distinguiera como ciencia dentro del amplio y complejo campo del conocimiento? Dilucidar el sentido y alcance de esta pregunta “daría pie” para otro tipo de análisis de corte histórico-hermenéutico y fenomenológico. Aun así, para efectos de una mejor comprensión, abordaremos algunos aspectos clave sobre la misma. León (2012, 3), refiriéndose a la ciencia de la agroecología, sostiene que “no existen cánones establecidos para fundar una ciencia ni tampoco momentos especiales para designar su origen”. Aunque cierta, no compartimos del todo esta afirmación, pues si bien no hay una vía rigurosamente establecida para fundar una ciencia, se sabe que esta se construye gradualmente, a consecuencia de, entre otros, las condiciones y transformaciones materiales e históricas de la época, lo cual permite entreverar aproximaciones a un posible origen. Esto se comprende mejor si se tienen en cuenta tres aspectos importantes de la pregunta planteada: argumentos que fundaron la necesidad de convertir -si se acepta el término- a la agroecología en una ciencia que la distinguiera de otras ciencias. ¿Qué argumentos? ¿Qué necesidad? ¿Qué distinción? Veamos.

A la agroecología, además de constituirse como una perspectiva crítica y propositiva, le correspondió construir un estatuto epistemológico propio para generar marcos teóricos que facilitaran la comprensión y transformación de las condiciones materiales e históricas de la época que provocó su emergencia, ya que la agronomía -y afines-, estaría lejos de asumir una posición rebelde y transformadora, y deberían pasar algunas décadas para hacer ese giro ecológico que hoy se aprecia, aunque tímidamente, en los currículos -agronómicos- universitarios. Así, diríamos que a partir de los años sesenta confluyen los argumentos que llevarían a construir un estatuto epistemológico agroecológico, dada la necesidad de transformar la situación ambiental generada por la industrialización de la agricultura y la biodiversidad, y así distinguirse de un conjunto de ciencias aplicadas condensadas en la agronomía -y afines-, como una ciencia dentro del amplio y complejo campo del conocimiento. Desde entonces se ha venido construyendo un abundante corpus teórico que no solo ha permitido comprender las relaciones culturales y ecosistémicas de la agricultura, sino también el cuestionamiento de los modelos hegemónicos que controlan y manipulan la vida. Compartimos el punto de vista que tiene León (2014) sobre la emergencia y construcción de la agroecología como ciencia, al decir que:

Las bases teóricas y la confrontación con la realidad a través de metodologías aceptadas por las comunidades académicas, se van forjando lenta y silenciosamente, dentro de determinados círculos epistemológicos y luego se abren al escrutinio público, en donde habrán de demostrar sus atributos, corregir sus errores o replantear sus formulaciones y aplicaciones. (León 2014, 3).

Sin embargo, la noción del autor, aplicable a todas las ciencias, convoca ciertas inquietudes en cuanto a ¿cuáles son esas bases teóricas y a qué tipo de realidad se refiere en el contexto de la agroecología?, ¿a partir de qué posturas epistemológicas se han forjado y contrastado las bases teóricas? Volveremos a estas preguntas más tarde, por ahora queremos decir que la agroecología ha construido un estatuto epistemológico propio que le ha permitido ubicarse como un campo de conocimiento, pero, pese a su origen rebelde, transgresor, crítico, propositivo, dicho estatuto epistemológico, o, si se acepta la distinción, una parte de él, fue construido a partir de métodos positivistas, por lo que, entre otros aspectos, aborda un objeto de estudio ordenado y comprendido desde la lente de la lógica, la objetividad, el dualismo ontológico occidental, lo que lleva a pensar que, en principio, la agroecología emergió como una postura crítica de la racionalidad moderna, pero volvió a ella en clave de ciencia y por vías positivistas. Sobre estos aspectos hablaremos en los párrafos siguientes, con la intención de aproximarnos a entender la tensión epistémica de la agroecología, y así poder llegar hasta el agroecosistema para cuestionar su legitimidad como objeto de estudio agroecológico.

El corpus teórico agroecológico, hasta ahora construido, deja ver una perspectiva ampliamente compartida por las comunidades académicas que lo han forjado, en cuanto a la(s) episteme(es) de la agroecología y su denominado objeto de estudio, el agroecosistema. Inicialmente la agroecología fue concebida como la ciencia que permitía incorporar la racionalidad ecológica en la agricultura. Así, por ejemplo, se le definía como “el estudio de fenómenos netamente ecológicos dentro del campo de cultivo, tales como relaciones depredador/presa, o competencia de cultivo/maleza” (Hecht 1983, 17). Como muchos autores lo han notado, la ciencia agroecológica ha mostrado un avance interesante en cuanto al abordaje gradual de una perspectiva más contenedora, al concebirse como la ciencia que estudia la estructura y función de los agroecosistemas tanto desde el punto de vista de sus interrelaciones ecológicas como culturales (León y Altieri 2010). Por tanto, deja de ser la “ciencia que se limita al estudio ecológico de lo que sucede al interior y al exterior de las fincas o de los campos de cultivo. [Para convertirse en] la ciencia que abarca los estudios simbólicos, sociales, económicos, políticos y tecnológicos que influyen en el devenir de las sociedades agrarias” (León 2012, 32).5

No haría falta construir una línea evolutiva de la agroecología como ciencia, para considerar que estas dos concepciones bastarían para sugerir el paso de una episteme técnico-agronómica -reduccionista-, hacia otra de carácter interepistémica.6 Pero no es así en tanto que ambas concepciones se mantienen vigentes. La una no es consecuencia de la otra. La primera, la reduccionista, es la concepción dominante, tal como puede notarse en el corpus teórico agroecológico en permanente construcción; así como en la preferencia por dicha concepción dominante por los círculos académicos, como puede notarse en los currículos, las investigaciones y la producción bibliográfica.7 Tenemos entonces una ciencia agroecológica en tensión debido a sus dos vertientes epistemológicas. ¿Puede una ciencia presentar estas particularidades?, ¿acaso una ciencia no es tal cosa precisamente por la definición de un estatuto epistemológico? Vamos por partes.

Conviene aquí volver a la acepción de León (2012, 3) acerca de que:

[...] las bases teóricas y la confrontación con la realidad a través de metodologías aceptadas por las comunidades académicas, se van forjando lenta y silenciosamente, dentro de determinados círculos epistemológicos y luego se abren al escrutinio público, en donde habrán de demostrar sus atributos, corregir sus errores o replantear sus formulaciones y aplicaciones.

Sobre esto nos preguntábamos ¿cuáles son esas bases teóricas y a qué tipo de realidad se refieren en el contexto de la agroecología? y ¿a partir de qué posturas epistemológicas se han forjado y contrastado las bases teóricas? Si esto se contrasta con lo dicho hasta ahora acerca de las dos concepciones científicas de la agroecología, entonces podría pensarse en la construcción de bases teóricas correspondientes a, en y desde dos posturas epistemológicas claramente diferenciadas en tanto reduccionista y compleja. A nuestro juicio, la reduccionista no puede ser considerada agroecología sino, más bien, una agronomía que intenta establecer una racionalidad ecológica en la agricultura, acorde con las dinámicas y las interacciones de la matriz biofísica en la que se efectúa, cuyo principal interés es estricta y normativamente productivista. Si de ciencia agroecológica se trata, entonces sería la segunda concepción, la compleja, la que supera la visión técnico-agronómica y aborda las interrelaciones ecosistémicas y culturales, desde donde se ha empezado a re-definir, re-pensar, re- construir un auténtico estatuto interepistémico agroecológico.

No estamos diciendo con esto que es a partir de las concepciones de León (2012) y León y Altieri (2010) que estas transformaciones ocurren. Estas son referencias como cualquier otra de los muchos autores que trabajan este tipo de ciencia agroecológica y que sirven para los propósitos de este escrito, pues tienen mucho en común con las anotaciones que pueden hallarse en el extenso corpus teórico agroecológico. En lo que queremos puntualizar es en el sentido de ciencia agroecológica al que aluden este tipo de concepciones y que plantean una episteme radicalmente distinta a la técnico-agronómica -mal considerada agroecología.8

Rivera y Restrepo (2014) hacen una aproximación similar a la que hemos planteado, al distinguir una agroecología clásica y otra radical, pero no a nivel de ciencia sino de praxis. Con agroecología clásica -o débil-, se refieren a aquella praxis agroecológica ampliamente ligada al discurso del desarrollo sostenible, el cual no pretende sostener a la naturaleza “sino [a] un modelo capitalista particular de la economía (…), una ontología dualista del individuo, la economía/mercado, la ciencia y lo real, el Mundo único tal como lo conocemos” (Escobar 2016, 61),9 para lo cual la agroecología clásica resulta estratégicamente útil al facilitar la optimización de los rendimientos agrícolas mediante la instrumentalización de los saberes locales, y el posterior uso de tecnologías agroecológicas milenariamente validadas. Esto es una visión utilitarista de la agroecología que, a juicio de este análisis, sería equiparable a la episteme técnico-agronómica de la ciencia Agroecológica antes mencionada, y que bien podría ser considerada parte de la gramática capitalista, por tanto, lejos de lo que se pensó inicialmente en el ámbito de esta ciencia dada su “occidentoxicación”.

La otra agroecología, la radical, las autoras la encuentran afín a la filosofía del buen vivir de la cosmovisión indígena, y al postdesarrollo, ya que:

[...] busca que las comunidades recuperen la autonomía y la autoestima que perdieron cuando su palabra quedó ocultada primero por la propagación de una forma de vida y una espiritualidad en nombre de un desarrollo y, más adelante, por demostraciones abstractas y expertas en nombre de las versiones económicas y políticas de los desarrollos que se han propuesto” (Rivera y Restrepo 2014, 430).

Esta segunda praxis muestra con claridad la esencia crítica, rebelde y propositiva de la agroecología. Una praxis agroecológica que reconoce mundos relacionales que se resisten a los imperativos hegemónicos. Cabría aquí entender la agroecología como “esas formas como los campesinos e indígenas imitan a la naturaleza para resolver sus existencias, creando pequeños mundos espaciotemporales en los que conjugan saberes, anhelos y sentimientos para obtener los frutos de la tierra” (Lugo et al. 2017, 37). Esta praxis, sin duda, estaría en correspondencia con la ciencia agroecológica compleja y dinámica a la que hemos hecho referencia.

Hasta este punto se ha intentado una aproximación al origen de la agroecología como ciencia, siendo esta el elemento central de análisis, por lo cual se mostraron dos vertientes epistémicas, la episteme técnico-agronómica y la interepisteme, que sugieren, a su vez, una tensión epistemológica. Dijimos que la episteme técnico-agronómica, lejos de considerarse agroecología, guarda mayores proporciones con la agronomía clásica, fundamentada en el productivismo para insertarse en el mercado y responder a sus imperativos, mediante prácticas que optimicen los rendimientos agrícolas en primer plano.

Esta tradición de la agroecología se ha mantenido desde sus comienzos, cuando se pensó en términos de lo que la palabra sugería: incorporar una racionalidad ecológica a la agricultura, tomando como referente el equilibrio ecosistémico que habría de incorporarse en la agricultura, pues de él se derivan los denominados principios ecológicos “que pueden ser aplicados a través de varias técnicas y estrategias” (Altieri 2001, 29) para minimizar efectos ambientales y optimizar los rendimientos, ya que cada una de estas técnicas y estrategias, según este mismo autor, “tiene diferente efecto sobre la productividad, estabilidad y resiliencia dentro del sistema de finca, dependiendo de las oportunidades locales, la disponibilidad de los recursos y, en muchos casos, del mercado” (pág. 29).10 Estas consideraciones, comunes en la literatura agroecológica, prueban el sentido productivista y utilitarista de la episteme técnico-agronómica propia de la agronomía clásica, como ya se ha dicho en repetidas ocasiones y como se ampliará más adelante cuando se vuelva a las preguntas sobre el agroecosistema. De momento solo quedaría por agregar la conveniencia y utilidad que la episteme técnico-agronómica encontró en los saberes locales para garantizar la productividad, estabilidad y resiliencia agrícola. Así, la naturaleza -reducida a ecosistemas- y los saberes locales -reducidos a categorías- fueron instrumentalizados para el diseño de agriculturas atrapadas en las lógicas del mercado.

Esto permite comprender por qué el corpus teórico agroecológico se ha robustecido con teorías incubadas en la matriz epistémica técnico-agronómica, a consecuencia de estudios que, bajo el rótulo de agroecología, apuntan a mejorar, optimizar, aumentar, manipular, estandarizar, comparar y así otras gramáticas productivistas que conllevan a la validación de tecnologías obligadas por las fuerzas mecanicistas del mercado. Esto, en efecto, no puede considerarse una episteme agroecológica sino más bien agronómica. Una agronomía que tiende a confundirse con agroecología por la racionalidad ecológica que imprime en las agriculturas, así como “(…) el uso del conocimiento tradicional y la adaptación de las explotaciones agrícolas a las necesidades locales y las condiciones socio económicas y biofísicas” (Altieri 2001, 33).11 Queda claro que este tipo de episteme cosifica e instrumentaliza la agricultura y el modo de ser, hacer y conocer del agri-cultor, y ratifica la aplicación de la agroecología como “un marco para reforzar, ampliar o desarrollar la investigación científica, firmemente arraigada en la tradición occidental y de las ciencias naturales” (Wezel et al. 2009 y Wezel y Soldat 2009 en Méndez, Bacon y Cohen 2013, 11) que objetiva la realidad para explicarla a través de jerarquías, categorías, niveles. Esto, insistimos, se comprenderá mejor cuando nos refiramos al agroecosistema.

Víctor Toledo (2012)), en un interesante ensayo sobre la agroecología latinoamericana, dice que “la ciencia (y sus tecnologías) al servicio del capital, es por fortuna una práctica dominante pero no hegemónica” (38) -esto bien podría ser aplicado a esa vertiente epistemológica dominante que se ha mencionado-. Contrariamente a lo que se pregona y sostiene, continúa el autor, no hay una sola ciencia (“La Ciencia”) sino muchas maneras de concebir y de hacer ciencia y producir tecnologías. Esta afirmación, para el caso que hemos expuesto, resulta problemática, pues llevaría a pensar que las dos vertientes epistemológicas podrían aceptarse como dos maneras de concebir y hacer ciencia agroecológica y esto no es así, toda vez que a la episteme técnico-agronómica se le re-conoce, re-ubica, o, si se quiere, se le otorga mayor correspondencia en el campo epistémico agronómico occidental. Decimos con el autor que, dentro de la gigantesca comunidad científica -que ha occidentalizado la ciencia agroecológica-, habría unas -grandes- minorías críticas de contracorriente “que buscan un cambio radical del quehacer científico y la democratización del conocimiento [agroecológico]” (Toledo 2012, 38)12 dadas las contradicciones que resultan frente al enfoque agronómico de lo que es estrictamente agroecológico.

En ese sentido surge lo que Toledo (2012) llama la ciencia a contracorriente, para referirse a la ciencia agroecológica que se nutre de un amplio campo disciplinar híbrido intersectado por la ecología. Sobre esto resaltamos la connotación de ciencia a contracorriente porque alude a la esencia revolucionaria, hereje, transgresora, de la agroecología, pero aceptamos con mucha precaución lo de las disciplinas híbridas por dos razones principales: primero, si bien la ciencia agroecológica ha retomado los enfoques de diferentes disciplinas, en la marcha estos enfoques la han occidentalizado; segundo, según la percepción del autor, la intersección de la ecología dentro de la agronomía engendró la agroecología, como si se tratara de un parto en el que nace una hija a la que se nutre -casi en exclusiva-, con el alimento que producen otras ciencias, sin abandonar, eso sí, la herencia genética de sus padres: la ecología y la agronomía. Esta podría ser una buena explicación del porqué a la agroecología se le ha confundido con lo que hemos denominado una agronomía ecologizada, esto es, una agronomía que debió incorporar la episteme ecologista en su estatuto epistemológico como respuesta al modelo civilizatorio que afloró en crisis en las décadas de los años sesenta y setenta. Más adelante se proporcionará una mejor descripción de la ecologización de la agronomía.

Reconocemos la importancia y la necesidad de los aportes que ofrecen las diferentes disciplinas a la ciencia agroecológica. Por supuesto. En lo que no estamos de acuerdo es en que, a partir de tales aportes, rigurosamente, se constituya una base epistemológica basada en la ontología dualista cartesiana, proveída de métodos positivistas que pretenden explicar la realidad y cosificar e instrumentalizar al sujeto y sus saberes, convirtiéndose así en una ciencia más, que se vale de la razón occidental para producir verdades ligadas a la objetividad. En contracorriente a esto aparece entonces la agroecología otra con una vertiente interepistémica construida a partir de saberes locales, científicos, filosóficos, la complejidad, la incertidumbre, la decolonialidad, la otredad, la relacionalidad, lo que trasciende la realidad occidental única y fragmentada para comprender las plurirrealidades que confluyen en los diversos mundos agri-culturales de los mundos otros, como diría Escobar (2015).

El estatuto interepistémico de la agroecología es una confluencia, como se dijo antes, de saberes locales y científicos, a lo que, por cierto, también alude la agroecología occidentalizada; pero a diferencia de esta, los saberes locales no son instrumentalizados para la optimización y el rendimiento agrícola, sino, más bien, abordados como un impresionante marco de comprensión de los mundos agri-culturales relacionales como formas de habitar la naturaleza, transformándola y dejándose transformar por ella desde sus lenguajes, sus místicas, sus texturas. Los saberes locales abren las puertas a estas plurirrealidades y enseñan otras formas de vivir por fuera de la idea de mundo paradigmático construido por la racionalidad moderna, con el desarrollo y la idea de progreso como principales cimientos.

Esto sugiere entonces el abordaje de perspectivas ya indicadas como la complejidad y la relacionalidad, ya que los mundos agri-culturales son una red de interrelaciones en donde nada existe en forma lineal, determinada y fragmentada, como lo creyó la razón occidental; de la incertidumbre, pues la sacralidad, los secretos y los celos de la naturaleza “a la razón siempre permanecen ocultos” (Giraldo 2013, 34). Algo que las comunidades ancestrales reconocen, respetan y rinden culto. La decolonialidad en tanto la necesidad de apartar los “(…) criterios eurocéntricos (de carácter científico, mecanicista y racional)” (Lozada 2010, 249), para dar lugar, reconocer, legitimar, otras formas válidas de ver, conocer, comprender y actuar en los mundos. El habitar poético o interrelación del hombre con la naturaleza, las grafías y poéticas que efectúa en clave de agri-culturas para habitarla y dejarse habitar por ellas. La filosofía, la literatura y la otredad también están presentes en el estatuto interepistémico de la llamada ciencia agroecológica. Estos tres aspectos también se tratarán cuando lleguemos al agroecosistema.

La interepisteme que aquí abordamos se entiende como una ruptura con la episteme técnico-agronómica, pero no por ello se excluye lo técnico-agronómico. Todo lo contrario. Hace parte de su estatuto interepistémico aunque con pretensiones distintas a la convencional, pues se concibe más allá de los métodos y las técnicas eficientes para optimizar el rendimiento y la productividad, y se aborda como una dimensión contenedora de prácticas tradicionales que posibilitan la configuración de entramados agri-culturales -¿agroecosistemas?- armonizados con la naturaleza y la espiritualidad de la tierra, y conexionados a las complejidades biofísicas y culturales de los territorios en los que dichos entramados ocurren. Evidentemente la base epistémica de esta dimensión son los saberes campesinos e indígenas acumulados por milenios, que hacen de la agri-cultura mundos de vida, contrario a los saberes occidentales que sostienen a la vertiente epistemológica técnico-agronómica, enmarcada en una rigurosa matriz agronómica que homogeneiza la agri-cultura mediante métodos corporativos, para acoplarla al amplio espectro del mercado como una más de las mercancías estandarizadas.

La interepisteme agroecológica atiende entonces al llamado que hacen Castro-Gómez y Grosfoguel (2007, 17) acerca de la necesidad de “entrar en diálogo con formas no occidentales de conocimiento que ven el mundo como una totalidad en la que todo está relacionado con todo (…)”; una trama compleja de la que los lenguajes occidentales no pueden dar cuenta, pero sí las cosmovisiones ancestrales y sus narraciones sobre la relacionalidad de la vida y la naturaleza. Esto ayuda a entender lo que se dijo antes en voz de Castro-Gómez (2011), sobre las legitimaciones que deja por fuera la ciencia, en este caso la vertiente epistemológica técnico-agronómica, y que son abordadas por la interepisteme agroecológica que acabamos de describir. Quizá esta sea una de las razones por las que este autor considera que “es hora ya de que entendamos que el devenir de las sociedades latinoamericanas no puede ser comprendido desde “la lógica de las ideas” de las élites intelectuales, sino desde el estudio de múltiples e irreductibles racionalidades y prácticas que deben ser apreciadas en su singularidad” (Castro-Gómez 2011, 36). Racionalidades y prácticas singulares que acabamos de anotar, y que, de paso, sugieren que, para una mejor concepción de la agroecología, es necesario salir de ella como paradigma, y circunnavegar en esas “otras aguas” epistemológicas, como se dijo al comienzo y como se ha pretendido mostrar hasta ahora.

Dejamos aquí, por ahora, esta breve disertación sobre las dos vertientes epistemológicas de la agroecología, una agronómica y otra agroecológica, para entrar en el complejo terreno del agroecosistema, su denominado objeto de estudio. De no hacerlo, creemos que este análisis quedaría cojo, pues cada una de estas vertientes ofrece concepciones distintas sobre este supuesto objeto de estudio, que merecen ser retomadas para complementar y contextualizar lo que hasta ahora se ha dicho sobre la tensión epistemológica de la agroecología, en la que cabrían algunas preguntas importantes para esta discusión como: ¿qué sucede con el agroecosistema como supuesto objeto de estudio de una ciencia agroecológica en permanente tensión epistemológica?, ¿el agroecosistema debería abordarse como un objeto de estudio para ambas vertientes epistemológicas? Si no es así, ¿cuál debería ser el objeto de estudio tanto de la agroecología occidentalizada como de la interepistémica?, ¿sería apropiado y pertinente hablar de objeto o de sujeto de estudio de la agroecología interepistémica? En la siguiente sección se espera dar una posible respuesta a estos interrogantes, además de complementar y contextualizar lo dicho hasta ahora, lo que permitirá ubicar a la agroecología interepistémica en las orillas de la episteme moderna, para re-significar su carácter científico.

El agroecosistema como objeto de estudio de la agroecología. ¿Qué agroecosistema? ¿Cuál agroecología?

La pregunta por el agroecosistema es la pregunta más simple que haya podido formularse en, desde y para la agroecología, debido, por un lado, a la ligereza con la que se aborda y, por el otro, al carácter reduccionista al que conduce su definición, lo que la convierte en una pregunta riesgosa y problemática, pues a partir de ella se ha entendido -y orientado- a la agroecología como una agronomía ecologizada que oculta, reprime, deja al margen, otros sentidos, otras naturalezas, otros alcances, otros significados, otras referencias, otras agroecologías que permiten una mejor comprensión, o redefinición, si se quiere, de la ciencia y la praxis agroecológica. La tradición agroecológica, si se acepta el término, ha concebido al agroecosistema como un objeto desde el cual la agroecología deriva su estatuto epistemológico. Un objeto que define, describe y reduce como una cosa con atributos y funcionalidades que pueden ser comprendidas e intervenidas paradigmáticamente. Si se mira bien, la tradición agroecológica ofreció una concepción reducida del agroecosistema que se ha mantenido hasta la actualidad, pese a la incorporación de algunos matices que sugieren una supuesta evolución tanto de la agroecología como del agroecosistema, pero que en el fondo la lógica agronómica ecologizada sigue intacta.

Nuestra intención no es hacer un recorrido histórico para demostrar lo anterior. Bastaría simplemente con decir que, en términos generales, el agroecosistema ha sido históricamente considerado como ese conjunto de plantas y animales domesticados y controlados por el hombre para la producción y obtención de productos y subproductos de consumo humano y animal. Esto es, “un trozo de naturaleza que puede ser reducido a una última unidad como arquitectura, composición y funcionamiento propios y que posee un límite teóricamente reconocible (…)” (González de Molina 2011, 18). ¿No es esto una inconfundible descripción de la agronomía clásica? ¿Por qué se le considera un objeto de estudio agroecológico cuando, realmente, es de tipo agronómico?, ¿qué es lo que lo convierte en un objeto de estudio de la agroecología? Algunos lectores dirán que la diferencia estriba en la racionalidad ecológica con la que se diseña y maneja el agroecosistema, pero, de ser así, ¿no sería ello más bien una reconversión de la agronomía a una agronomía ecologizada? Dicha reconversión no podría confundirse con agroecología por más que esta sea una palabra compuesta por los signos agro y ecología. Ello sería caer en el semántico error de confundir agroecología con agricultura ecológica.

Sea este el momento oportuno para referirnos a la ecologización de la agronomía, ya que proporciona argumentos clave para la crítica que aquí se aborda.13 A mediados del siglo XX, la agronomía se constituyó en un dispositivo estratégico para la revolución verde, al punto de convertirse esta, de la mano con el Estado, en “el principal referente de los currículos profesionales y el principal orientador de la investigación agropecuaria” (Nieto 1999, 8), lográndose así la incorporación en los currículos de un lenguaje técnico en el que se soportaba el uso de insumos de síntesis química y de maquinaria agrícola.14 Así, el “ingeniero agrónomo típico de la época pasó a tener como función casi absoluta llevar ‘el progreso’ al campo, o sea, transformar la agricultura tradicional, adoptando los insumos y las técnicas de origen industrial” (Ceccon 2008, 23) sustentadas por el paradigma de la revolución verde. Sin embargo, cuando el fracaso de dicho paradigma se hizo patente ante la crisis ambiental en la década de los años sesenta y setenta, como dijimos antes, la agronomía debió incorporar una racionalidad ecológica en su haber científico y práctico como respuesta a dichas crisis, esto es, debió ecologizarse. En este punto nos apoyaremos en un argumento de Enrique Leff (2014) para reforzar la distinción de una agronomía ecologizada:

Hacia la década de los años sesenta, las transformaciones sociales, los cambios culturales y la crisis ambiental se reflejan en la inestabilidad del campo de la ciencia, de las ciencias sociales y la sociología. [...] Los principios de evolución, de estabilidad institucional, de norma y función social, son problematizados para abrir las compuertas a la configuración de una episteme ecologista [...]”. (Leff 2014, 223).

Hay aquí un hecho importante que queremos destacar y es la emergencia de la episteme ecologista en la década de los años sesenta que habría de influir en la agronomía atada a las lógicas de la revolución verde, lo que llevaría a su transformación mediante la inclusión de la racionalidad ecológica a la que nos referimos hace un momento o, de nuevo, a la ecologización de la agronomía. Nieto (1999) señala que entre las recomendaciones que en los años setenta se hicieron a las instituciones de educación agrícola superior de México estaban la inclusión de materias de ecología, conservación de suelos, de geografía económica, uso de mejoradores de suelos y control integral de plagas. Dichas recomendaciones pueden interpretarse como una respuesta a los efectos ambientales de la revolución verde, así como a la presión que hizo la episteme ecologista para cuestionar, por un lado, el papel de la agronomía en tanto producción de saberes corporativos al servicio de la revolución verde, y, por el otro, promover la racionalidad ecológica en sus currículos, pues la “formación de profesionales en agronomía se da en [el] escenario de explotación de los recursos naturales y de consideración de la naturaleza como objeto de cálculo con fines económicos” (Giraldo et. al. 2015, 210).15

Esto ayuda a entender que en la década de los años sesenta y setenta ocurrieran dos importantes hechos: por un lado, la agronomía dio apertura a la racionalidad ecológica como campo epistemológico, y, por el otro, emergió la agroecología en las tres acepciones ya referenciadas. Distinguimos así una agronomía ecologizada y una agroecología claramente distintas y referenciadas. La agronomía ecologizada es una ciencia basada en el dualismo moderno, como se ha venido insistiendo, que, si bien incorpora la racionalidad ecológica, reproduce la visión occidental de la naturaleza al considerar, por ejemplo, que “el agrónomo o ingeniero agrónomo debe contribuir al desarrollo de la agronomía, y, en el campo de la práctica agrícola, debe estudiar las relaciones planta-suelo-clima-técnicas, para optimizarlas considerando las finalidades del agricultor” (Sebillote 1987 en Díaz et al. 2015, 213). En esta anotación puede verse claramente una agronomía ecologizada en función de un propósito eminentemente productivista.

Si la agronomía hizo lo que llamamos un giro ecológico y su lente paradigmático llevó a mirar al agroecosistema desde la racionalidad ecológica, entonces es momento de empezar a re-pensarla como un elemento constitutivo de la agroecología, desligada, naturalmente, de la marcada influencia que sobre ella ejerció la revolución verde. Dicho de otro modo, es momento de pensar en concebir a la agronomía ecologizada como un componente técnico de la scientia y la praxis agroecológica.

Sobre esto último algunos autores han dicho bastante. Sin embargo, como se indicó antes, en la literatura agroecológica abundan estudios “agroecológicos” que, lejos de tal consideración, son estudios notablemente agronómicos con una marcada racionalidad ecológica, centrados en la optimización de la producción agraria para la competitividad y el mercado, dirigidos a ciertos productores insertos en estas lógicas -¿no es esto agronómico?-, dejando por fuera a campesinos, indígenas y afrodescendientes con estilos de vida indirectamente -y en algunos casos ajenos- a la estandarización, la competencia y el mercado. Estos no pueden ser considerados estudios agroecológicos sino agronómicos, pues, en este caso, el objeto a partir del cual se derivan sí debe ser llamado agroecosistema, por las razones que ya hemos expuesto y sobre las que insistiremos un poco más. La agroecología no se aprende por fuera de la realidad sociocultural y biofísica de los sujetos rurales, a menudo llamados tradicionales por ser los portavoces de ese mensaje del pasado, pues es allí donde convergen estilos de vida que emergen de la complejidad de sus territorios, y que difícilmente puede ser comprendida desde la episteme técnico agronómica en la que se ha enmarcado a la agroecología y, por extensión, al agroecosistema.

Al comienzo de esta última sección advertíamos que la pregunta por el agroecosistema es una pregunta simple, riesgosa y problemática. Simple porque obliga una respuesta que resuelve la intención de la pregunta cosificando y reduciendo todo un entramado agri-cultural mediante una categoría que refiere a un conjunto de plantas y animales; riesgosa porque reduce a la agroecología a una episteme técnico agronómica que lleva a confundirla con una agronomía ecologizada; y problemática porque al cosificar el entramado agri-cultural y al considerar a la agroecología como una agronomía ecologizada, nuevamente, decimos, se oculta, reprime, deja al margen, otros sentidos, otras naturalezas, otros alcances, otros significados, otras referencias, otras agroecologías. Detengámonos un momento en este punto para retomar cada uno de los tres aspectos que implica la pregunta por el agroecosistema.

La agroecología occidentalizada ofrece -y se conforma-con una respuesta explicativa a la pregunta por el agroecosistema, cosificándolo como un conjunto de plantas y animales, ordenados y administrados por un sujeto instrumentalizado -productor-, en una configuración espaciotemporal con fines de explotación mercantilista. De hecho, para Giraldo et al. (2015, 213) “la agronomía (…) tiene definido como objeto de estudio el agroecosistema entendido como el modelo específico de intervención del hombre en la naturaleza, con fines de producción de alimentos y materia prima”. Aquí la importancia, según el autor, que tiene la ecología para la agronomía, al permitir “ver la totalidad del agroecosistema”. Esto ayuda a entender, entonces, por qué la agronomía ecologizada tiene allí más correspondencia que la agroecología. Segundo, la pregunta por el agroecosistema no puede ser planteada desde la agroecología, pues esta, más allá de ofrecer explicaciones, pretende hacer descubrimientos de diferentes mundos agri-culturales; acercamientos a los saberes locales mediante los cuales “se construyen mundos culturales, al tiempo que los mundos culturales construyen saberes locales” (Lugo et al. 2017, 67); aproximaciones a otras formas de ver y entender el mundo y la vida; reelaboraciones de nuevos marcos teóricos para la comprensión basados en la complejidad de las pluri-realidades agroecológicas.

Lo anterior lleva a pensar que una diferencia de enfoque no basta entonces para hacer una distinción entre agronomía y agroecología, pues esta última aborda una ontología de la agricultura que la hace “ir más allá” de la producción, del cultivo, el abono orgánico, los insectos, por lo que el agroecosistema, tal como ha sido entendido por la tradición agroecológica, limita el sentido propio de la agroecología. ¿Quiere esto decir que la agroecología debe superar un objeto de estudio y pensar en un sujeto de estudio que sugiera una perspectiva más compleja que sistémica? Es probable, ya que el concepto de agroecosistema refiere a una realidad mecánica y lineal que requiere de explicaciones simples. Entendiendo lo simple como “todo aquello que puede analizarse” (Maldonado 2011, 23). Este autor dice también que todo análisis implica “fragmentación, división, segmentación, compartimentación del sistema o fenómeno [agroecosistema] de que nos ocupamos” (p. 23).16 Si se mira bien, el corpus teórico agroecológico al que hemos hecho referencia incluye estudios que fragmentan, dividen, segmentan y compartimentan al agroecosistema tal como lo hace la episteme técnico agronómica. Esto es común tanto en la agronomía convencional como en la ecologizada; por tanto, insistimos en la necesidad de cuestionar y revisar el concepto de agroecosistema como objeto de estudio de la agroecología, ya que este, por tratarse de un concepto estrecho, reduccionista, paradigmático, guarda mayor proporción con cualquiera de los dos tipos de agronomía ya indicados.

En este punto resulta conveniente la lectura que Arturo Escobar (2016) hace de Rappaport (1991), quien, dice el autor, “advirtió contra la reificación del concepto de ecosistema haciendo hincapié en que debe tomarse como una categoría de análisis y no como una unidad biológica” (152). Diríamos entonces que en la naturaleza, “ese limitado e imperial concepto [que] reduce la diversidad del vivir en el planeta a una entidad fuera de nosotros” (Mignolo 2016, 39),17 existen los ecosistemas únicamente para los intereses de una estructura paradigmática rígida que la analiza en fragmentos llamados ecosistemas, lo que, de entrada, obliga una lectura simple de una trama tan compleja como la naturaleza. Algo muy parecido ocurre con el concepto de agroecosistema, lente paradigmático que obliga a los agroecólogos a recortar, dividir, fragmentar, unidades biológicas complejas, al punto de objetivarlas como unidades susceptibles de deducciones lógicas, tal como se ha hecho desde esa agroecología occidentalizada cuya episteme técnico-agronómica la reduce a una agronomía ecologizada.

Hasta ahora se ha intentado comprender, más que responder, el sentido de dos de las preguntas que han orientado esta reflexión: ¿qué es un agroecosistema? y ¿por qué es el agroecosistema el objeto central de la agroecología? Tendríamos que añadir otra pregunta que ayude a comprender para cuál agroecología el agroecosistema se constituye como objeto central de estudio. Sin duda, diríamos que para la agroecología occidentalizada y su vertiente técnico-agronómica, por las razones que hemos expuesto en párrafos anteriores. Es momento ahora de hacer una lectura desde la agroecología otra que hemos denominado interepistémica, para comprender nuestro último interrogante: ¿qué deja por fuera la agroecología como ciencia al abordar al agroecosistema como objeto central?

Creemos que para entender a la agroecología como ciencia es preciso salir de ella. Buscar en otros lenguajes, otros mundos, otras narrativas, otros saberes que aporten a su complejidad. Cuando el paradigma científico no es suficiente para comprender el mundo y la vida, surge la necesidad de explorar en otras formas de pensamiento como la filosofía, la literatura, la poesía, la música, el arte, las narrativas y las historias locales o cosmovisiones, que, en conjunto, permiten una perspectiva compleja de la connaturalidad del mundo y la vida. La interepisteme de la agroecología permite estas aproximaciones al entrar en diálogo con otras formas no occidentales de ser, hacer y conocer en el mundo, por lo que el agroecosistema, tal como lo hemos visto, no encaja como objeto de estudio en este tipo ciencia agroecológica interepistémica. Lo que la vertiente técnico agronómica de la agroecología occidentalizada llama agroecosistema, la agroecología interepistémica llama mundos agri-culturales, esto es, una trama abigarrada de vida que el campesino y su familia tejen para habitar la naturaleza. Este entramado va más allá de ser una simple mezcla de plantas y animales ordenados en una unidad espaciotemporal, administrada por un productor para efectos de una marcada intencionalidad mercantilista. El mundo agri-cultural refiere a una forma de ser, hacer y conocer campesino. Castro-Gómez dice que “la experiencia más inmediata de conciencia que tiene un pueblo es la de reconocerse como un ‘nosotros estamos aquí’, es decir, como un sujeto instalado vitalmente en un paisaje geográfico del cual deriva su existencia” (Castro-Gómez 2011, 69). En este caso, el mundo agri-cultural refiere a ese entramado de sentido que el campesino y su familia erigen como un signo de representación, una forma de decir “nosotros estamos aquí” instalados en un territorio que llevan encarnado como parte constitutiva de sus visiones de mundo.

El mundo agri-cultural difícilmente podría cosificarse como el agroecosistema, por tratarse de un entramado de relacionalidad en la que confluyen prácticas agri-culturales, estilos de vida, visiones de mundo, saberes, configuraciones de sentido, ordenes estéticos, formas de habitar y transformar la tierra, historias, narrativas, rituales, uso de tecnologías y otra suerte de expresiones que aumentan su complejidad. Un cultivo, que en el lenguaje técnico agronómico sería un agroecosistema, no puede separarse del mundo agri-cultural que lo constituye, pues está anclado a una trama de sentido, a una racionalidad campesina y a una visión de mundo, por lo que su comprensión no puede ser resultado de fragmentaciones. Sin embargo, el carácter científico de la agroecología interepistémica permite, en gran medida, abordar un sujeto de estudio y no un objeto, como exige la ciencia occidental. Decimos sujeto de estudio partiendo de que “la condición de nuestra existencia es la relación intersubjetiva con todo lo demás, es decir, el vínculo profundo con otros sujetos plantas, otros sujetos animales, otro sujeto agua o aire, e incluso otros sujetos como los minerales o el petróleo” (Giraldo 2012, 7).

En tal sentido, diríamos que los mundos agri-culturales están presentes en lo que comúnmente se conoce como finca, o, como preferimos llamarlo (Lugo et al. 2017) patria cultural, en la que el mundo agri-cultural se constituye en un mundo “entendido como universo ordenado por la actividad humana” (Giglia 2012, 12) campesina, en el que el sujeto campesino interexiste con otros sujetos naturales. Con esto no queremos decir que la finca sea el sujeto de estudio de la agroecología interepistémica, sino, más bien, el mundo agri-cultural contenido en ella, por lo que se requiere el abordaje de los saberes otros, no occidentales,18 que permitan una aproximación y comprensión de la relacionalidad de estos mundos agri-culturales como sujetos de estudio agroecológico, los cuales, al ser llamados sujetos, se constituyen en lo que Giraldo (2012, 9) denomina “una afrenta directa contra el discurso hegemónico moderno” reproducido por la agroecología occidentalizada.

Podría decirse que lo anterior es oficio de la antropología, la sociología, los estudios culturales o similares, frente a lo cual preguntaríamos ¿acaso la agroecología no es una ciencia inter y transdisciplinaria o, desde esta lectura, interepistémica, que, por tanto, retoma para su haber interepistémico estas y otras ciencias?19 La agroecología interepistémica estudia los mundos agri-culturales para comprender su complejidad, sus sentidos y sus aportes en procura de transformar nuestra interrelación con la naturaleza mediante una de las prácticas más constitutivas del ser humano: hacer agri-culturas como expresión de un lenguaje más de la naturaleza que habitamos y que nos habita. De allí la necesidad de superar el concepto agronómico de agroecosistema y endilgarlo como objeto de la agroecología, dada su limitación para abordar la complejidad que se propone con el de mundo agri-cultural, pues la agroecología no solo debe estudiar aspectos técnico-agronómicos sino también filosóficos, estéticos, culturales, poéticos, artísticos, místicos, lo que sugiere la necesidad de erigirla “como una ciencia que vaya más allá del reduccionismo y se instale en la complejidad, mediante la construcción de una ‘epistemología difusa, mutable, poética, mística, operativa, predictiva, comprometida y contemplativa, más o menos organizada en una suerte de sinfonía con temas disonantes, variaciones de lo mismo, sutiles crescendos e impetuosos llamados a la emancipación’” (Martínez 2015, 27 en Lugo et al. 2017, 35).

Dejamos hasta aquí este análisis advirtiendo que estas anotaciones requieren de un amplio debate. Lo que hemos intentado hacer, partiendo de tres preguntas centrales, ha sido mostrar la tensión epistemológica de la agroecología, y la necesidad de cuestionar y revisar el agroecosistema como concepto y objeto de estudio. No es tarea fácil. Más cuando la agroecología occidentalizada se ha instituido como la ciencia de los agroecosistemas, y a partir de ello se ha fundado un estatuto epistemológico robusto, así como una institucionalidad que lo encarna en sus accionares. Creemos que entre la agroecología occidentalizada -o agronomía ecologizada- y la agroecología interepistémica hay notables diferencias que urgen de un profundo debate, pues de ello depende la generación de nuevos marcos teóricos para la comprensión de las plurirrealidades rurales y agrarias, así como la redefinición de la agroecología como una ciencia que supera el reduccionismo al que la ha llevado la racionalidad ecológica agronómica, y se constituye en una ciencia que desobedece el mandato epistémico occidental para erigir una interepisteme con otras formas de ver y concebir el mundo y la vida.

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Toledo, Víctor. «La agroecología en Latinoamérica: tres revoluciones, una misma transformación.» Agroecología, 6: 37-46. Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México, 2012.

Víctor Toledo La agroecología en Latinoamérica: tres revoluciones, una misma transformaciónAgroecología63746Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México2012

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Walsh, Catherine. «Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y posicionamiento “otro” desde la diferencia colonial.» En Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel (comps.), El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global . Bogotá: Siglo del Hombre Editores , 47-62, 2011.

Catherine Walsh Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y posicionamiento “otro” desde la diferencia colonial Santiago Castro-Gómez Ramón Grosfoguel El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo globalBogotáSiglo del Hombre Editores47622011

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Zibechi, Raúl. Descolonizar el pensamiento crítico y las prácticas emancipatorias. Bogotá, D.C.: Ediciones Desde Abajo , 2015.

Raúl Zibechi Descolonizar el pensamiento crítico y las prácticas emancipatoriasBogotá, D.C.Ediciones Desde Abajo2015

Notes

[1] Los corchetes son nuestros.

[2] Podríamos decir, con cierta precaución, que estas tres emergencias se trastocan y complementan entre sí, pues la racionalidad científica en la que se sustenta la orienta hacia fines utilitaristas, como se deduce de un sinnúmero de estudios e investigaciones “agroecológicas” al servicio del capitalismo. No podemos desconocer, ni más faltaba, los estudios que abordan otras perspectivas, a nuestro juicio, acordes con esa agroecología otra a la que hemos hecho referencia y que ampliaremos más adelante.

[3] Este modelo fabril al que se refiere el autor incluye, por demás, el “dispositivo” agronómico del que las corporaciones se dotaron para influir en agricultores, gobiernos y currículos universitarios. Sobre estos últimos se fundó una episteme basada en la racionalidad agronómica occidental, sustentada en la industrialización de la agricultura, de la biodiversidad y de la vida en su conjunto, si se tiene en cuenta el nuevo paradigma de “revolución verde” basado en la manipulación genética para la optimización y los rendimientos.

[4] La racionalidad científica occidental moderna ha construido una realidad única, universal, ordenada, matematizada, que, además de ser explicada objetivamente, puede ser instrumentalizada para su control y manipulación —entre otras cosas con fines capitalistas—, apartando de ella lo que no puede ser abordado experimentalmente, como la mítica, la mística, la poética. Esto permite reconocer que la ciencia moderna “supone la posibilidad de un conocimiento del mundo natural y social que no recurre a legitimaciones teológicas o cosmológicas, sino a un análisis inmanente de los fenómenos, que opera gracias a la experimentación y a la autocorrección permanente” (Castro-Gómez 2011, 32). En párrafos posteriores retomaremos algunas consideraciones importantes que hace este autor respecto a las legitimaciones que deja por fuera la ciencia, y que ayudará a aproximar una respuesta a las preguntas que orientan esta crítica.

[5] Los corchetes son nuestros.

[6] Término que emplea Catherine Walsh (2007) para referirse a “la construcción de un nuevo espacio epistemológico que incorpora y negocia los conocimientos indígenas y occidentales (y tanto sus bases teoréticas como experienciales (…)” (52), más allá de una mezcla o hibridación de conocimientos. Encontramos oportuno el término para hablar de una interepisteme de la agroecología, en la que confluyan esos saberes occidentales y no occidentales, y se supere lo que desde inicios de la modernidad se llamó obstáculo epistemológico, esto es, “los olores, los sabores, los colores, en fin, todo aquello que tenga que ver con la experiencia corporal” (Castro-Gómez 2007, 82) ya que interfieren en la generación del “verdadero” conocimiento proveniente de la objetividad científica.

[7] Rivera y Restrepo (2014) indican que el “movimiento agroecológico encuentra uno de sus nichos más fértiles en la universidad hegemónica debido a la posición crítica que algunos miembros de la comunidad académica asumen frente al discurso científico y a su diálogo con otros saberes” (432). La marcada preferencia de la universidad hegemónica por los métodos positivistas para comprender la realidad —única y homogénea según la concepción occidental— lleva a la colonización de los currículos dispuestos al servicio del capitalismo. Así, dicen las autoras, que la universidad hegemónica apunta a beneficiar proyectos políticos y económicos que destruyen la vida de las comunidades indígenas, negras, campesinas y de todos aquellos grupos que no nutren el capitalismo y el desarrollo. Algo parecido ocurre con el currículo agroecológico, a menudo confundido por enfoques netamente agronómicos enmarcados en métodos positivistas.

[8] Quizá este era el tipo de ciencia agroecológica en el que pensaron los intelectuales cuando le hallaron un nicho en la academia, dado el inconformismo frente a una agricultura de corte industrial, y a “una crítica contundente a la academia en la que se formaron, por su actitud de réplica del discurso empresarial, el cual señalaba un solo camino: el de la excelencia calificada según los estándares de ganancia de la agricultura industrializada” (Rivera y Restrepo 2014, 432).

[9] Los corchetes son nuestros.

[10] El subrayado es nuestro.

[11] El subrayado es nuestro.

[12] Los corchetes son nuestros.

[13] Para conocer el origen y la institucionalización de la agronomía como campo de conocimiento y de formación académica, recomendamos Nieto (1999).

[14] Este es un buen ejemplo de lo que, en el marco del pensamiento decolonial, Lozada (2012, 71) describe como colonialidad del poder, entendida como “la interacción entre formas modernas de explotación y dominación”, evidenciada en la hegemonía corporativa para establecer modelos industriales de agricultura; y colonialidad del saber, esto es “el rol de la epistemología y las tareas generales de la producción del conocimiento en la reproducción de regímenes de pensamiento coloniales” (Lozada 2012, 71), como puede verse en la formación de ingenieros agrónomos —y afines, como los agroecólogos formados en este mismo paradigma— mediante currículos colonizados por la racionalidad —agronómica— instrumental que excluye la dimensión humana y se centra en una amplia dimensión técnica homogénea y reduccionista. Sobre esto conviene darle la palabra a León (2014, 6) cuando dice que “la dimensión cultural prácticamente desaparece del marco epistemológico de la agronomía, en tanto ella es dominada por las variables tecnológicas o económicas”, para responder con mayor facilidad y comodidad a la lógica productivista.

[15] Los corchetes son nuestros.

[16] Los corchetes son nuestros.

[17] Los corchetes son nuestros.

[18] Esto es lo que comúnmente se conoce como un diálogo de saberes que permite “tender puentes entre los conocimientos científicos con los no científicos (…) [lo que] implica una relación de construcción conjunta, en donde la agroecología nutre y se sustenta de estas otras racionalidades, y los conocimientos campesinos construyen y se reconstruyen gracias a la propuesta de la agroecología” (Morales et al. 2014, 6). Sea este el momento para decir que si hay algo que permite entender la relación —e interacción— entre la agroecología como ciencia, estilo de vida y movimiento social, es precisamente el diálogo de saberes, pues este permite aproximaciones a las múltiples formas de ver e interpretar la rica diversidad de las plurirrealidades culturales de las que hay mucho por aprender en tanto otras formas de ser, hacer y conocer en los territorios, en las que la ciencia, el activismo y las prácticas agroecológicas tienen mucho tanto por entender como por aportar. Si partimos de que la agroecología emergió como respuesta a la crisis generada por un modelo civilizatorio construido sobre la racionalidad moderna eurocéntrica, hallamos entonces una relación estrecha con la “reivindicación de los saberes locales y la propuesta de un diálogo de saberes [que] emergen de la crisis ambiental entendida como una crisis civilizatoria; de una crisis de la racionalidad de la modernidad y del proceso de racionalización del proceso de modernización” (Leff 2010, 88). (Los corchetes son nuestros).

[19] Con la debida precaución, eso sí, de evitar una posterior “occidentoxicación”, lo cual no sería posible por tratarse de una ciencia interepistémica fundada en el diálogo entre los saberes occidentales y no occidentales.