LA AGRICULTURA, palabra cuyo origen latín proviene de los vocablos “agri” referente
a campo y “cultura” respecto a cultivar, es un acto social inherente a hombres y mujeres.
Dicha actividad ha modificado su praxis y paradigmas a lo largo de la historia, dependiendo
de las condiciones climáticas, geográficas, topográficas, económicas, sociopolíticas
y culturales. Por lo anterior, sería imposible la existencia de una visión única de
la agricultura o un paquete tecnológico determinado que resolviera óptimamente los
objetivos diversos de un agrosistema, y menos aún, dentro del actual enfoque multifuncional
de la agricultura, que considera la producción de alimentos, forrajes, fibras y combustibles
en un entorno casi obligado de cuidado ambiental. El imponer la hegemonía de una sola
perspectiva en cuanto a praxis y generación de conocimiento en el ámbito agrícola
se convierte en una violencia estructural. Esta se genera por los intereses del poder,
que impiden la posibilidad de percibir y entender las raíces originales de la agricultura
como práctica social de la humanidad, ni tampoco entender los paradigmas que la rigen.
En un contexto como el de México, clasificado como un importador neto de alimentos,
el cuarto en el mundo (Villa-Issa 2011); donde el 80% de la población es citadina y del 20% rural; de la población rural
el 50% corresponde a pueblos originarios (CDI 2010), ¿será posible que haya una sola concepción científica, tecnológica, socioeconómica,
política o cultural que pueda explicar, afrontar y construir posibles soluciones,
locales, regionales y nacionales? La respuesta obvia es no, no obstante, actualmente
prevalece un modelo de sistema agroalimentario totalizador y homogeneizante, que incluye
no solo la agricultura como actividad productiva, sino también los múltiples aspectos
que giran en torno a ella: la investigación científica agropecuaria, el desarrollo
tecnológico, los sistemas de abasto y consumo, así como las políticas públicas de
fomento agropecuario y alimentación. Dicho modelo se centró inicialmente sobre la
matriz química, la mecanización, el uso excesivo del agua, la utilización de híbridos
y semillas mejoradas, la producción en grandes extensiones de tierra con altos insumos
y el fomento de créditos. La transferencia de tecnología se basó en el extensionismo
agrario, tanto de los centros de investigación cómo de los ministerios de agricultura,
hacia los agricultores, sin una participación activa de estos en el diseño de las
propuestas. Otro fenómeno importante fue la deslocalización y transferencia de los
procesos de transformación y comercialización de los productos agropecuarios, así
como de la provisión de insumos, equipo, maquinaria, crédito y asesoría a otros agentes
y a otros espacios extrarregionales o incluso trasnacionales. Esto supeditó el trabajo
realizado por el agricultor a las dinámicas de la industria alimentaria, los mercados
nacionales e internacionales de materias primas y los flujos de grandes capitales.
Lo anterior, en el caso de México, generó dependencia de insumos, alto impacto ambiental,
y, hasta la fecha, no se ha logrado resolver el abasto de alimentos para consumo nacional.
Este modelo ha sido denominado por muchos autores como agrobusiness o agronegocio.
Dicho término fue acuñado a mediados del siglo XX por Davis y Goldeberg (1957) quienes lo definieron como: “la suma total de todas las operaciones incluidas en
la producción y distribución de los inputs agrícolas, las operaciones de producción en la explotación agraria, el almacenaje,
procesamiento y distribución de los productos agrícolas y de sus derivados”. Complementario
a este término, podemos encontrar décadas después, en la version en inglés de la popular
enciclopedia “Wiki” (2017), la definición de industria alimentaria:
Es un complejo, global y colectivo de diversos agronegocios que abastece la mayor
parte de los alimentos consumidos por la población mundial. Solo los agricultores
de subsistencia, los que sobreviven con lo que cultivan y los cazadores-recolectores
pueden considerarse fuera del ámbito de la industria alimentaria moderna, que incluye
agricultura, manufactura, procesamientos de alimentos, mercadeo, ventas y distribución,
regulación, educación, investigación y desarrollo y servicios financieros.
Dicha definición muestra que lo que era campo de acción de la agricultura humana,
actividad ultrasocial, es ahora un terreno dominado por sectores poderosos involucrados
en ella, a través de la violencia estructural, de bloquear y destruir la conciencia
social, de negar su interdependencia con el biopoder campesino en todos los rincones
del mundo por lejanos y periféricos que parezcan.
Por eso es redundante usar la expresión agrobusiness (derivada de la expresión que en inglés denota el estado de ocupación) pues la agricultura
solo existe a través del trabajo y fuera de la naturaleza. En español “agronegocio”
tiene el mismo significado, la negación del ocio o la reducción de la ocupación a
su forma de mercado.
Ante esta dinámica totalizadora, desde la academia, instituciones académicas, organizaciones
no gubernamentales, organizaciones de productores y campesinos han tratado de generar
diferentes paradigmas y técnicas para responder a situaciones específicas, quizás
en ocasiones de forma contestataria, con objetivos puntuales en torno a la defensa
de derechos para decidir sobre el manejo de sus recursos naturales y productivos así
como de capitales naturales y territorio, entre otros. A la par, campesinos y productores
aislados han desarrollado diferentes estrategias de supervivencia y adaptación, algunos
apegados y dependientes de los programas institucionales y gubernamentales, otros
respondiendo al mercado y produciendo lo que este les obliga, otros conservando sus
saberes y transformándolos, lo cual les permite en un contexto adverso seguir produciendo
con los pocos insumos disponibles. La agroecología es uno de los paradigmas surgidos,
en un principio más desde el ámbito académico que social o económico, como una reacción
al modelo totalizador y hegemónico del agronegocio y la industria alimentaria moderna.
La pretensión inicial era cómo abordar el estudio de la agricultura y los espacios
donde se llevaba a cabo esta desde un enfoque sistémico, partiendo del análisis de
las relaciones ecológicas y los flujos energéticos en pos de entender los diferentes
agroecosistemas, sus impactos, relaciones y sinergias, desde una perspectiva ambiental
y no solo bajo la perspectiva de la matriz de insumos químicos imperante. Este enfoque
se fue complementando con propuestas de estudio más holísticas, en las cuales no solo
se incluyó el análisis de los componentes e interacciones biofisicoquímicas, sino
también las de orden económico, social y cultural. Visiones posteriores incluyeron
la revalorización y la sistematización del conocimiento campesino e indígena tradicional
e incluso el diseño de estrategias específicas para hacer una agricultura más limpia
acorde con las necesidades y problemáticas de los pequeños productores. Asimismo,
el enfoque de la agroecología, con sus múltiples perspectivas, ha sido adoptado por
numerosos movimientos campesinos y organizaciones no gubernamentales. Ello le confiere
una fisonomía de movimiento social y político, incorporando aspectos como la defensa
de derechos, capitales naturales, territorio, entre otros. Incluso, expresiones más
recientes de la agroecología definen el uso de ciertas técnicas e insumos para la
producción. Es así como la agroecología incluye diferentes concepciones y formas de
abordarla: para algunos es una técnica, para otros una ciencia, para otros un movimiento
social y político o una estrategia de desarrollo sustentable (Astier et al. 2017). Más recientemente, la agroecología se ha convertido también en parte del discurso
empresarial, institucional, de educación agropecuaria y política pública. Giraldo y Rosset (2016 y 2017) plantean una disputa por la agroecología entre las empresas, instituciones y gobiernos
y los movimientos sociales y campesinos, arguyen que esto se evidenció en el Simposio
Internacional de Agroecología para la Seguridad Alimentaria y Nutrición, organizado
por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO),
en 2014, llevado a cabo de nuevo en 2015 y 2016. Estos autores le denominan cooptación
de la agroecología, con la finalidad de dar una visión sustentable a la agricultura
industrial: por ejemplo, la FAO (2016) plantea el uso conjunto de herramientas agroecológicas como las ecotecnologías e
industriales como transgénicos, monocultivo y agricultura de conservación con herbicidas,
generando nuevos nichos de mercado. También existen ONG’s, fundaciones y organizaciones
internacionales que promueven esta visión, generando y/o preservando mecanismos que
provocan dependencia por parte de los campesinos y productores, no importa el tipo
de producto o técnica que se esté ofertando o promoviendo, en condiciones marginales
se les promete a los campesinos salidas corporativizadas mediante proyectos agroecológicos;
todo se convierte en mercancía, y la agroecología queda como una herramienta técnica
más que ayuda a renovar el discurso en los agronegocios. Holt-Giménez y Altieri (2013) denominan a esta dinámica nueva revolución verde, afirmando que la agricultura convencional
supedita a la agroecología a una serie de técnicas despojándola de su contenido político.
Nuevamente, África ha sido el campo experimental para ello, se han fomentado políticas
públicas, argumentando el impulso de una agricultura sustentable y agroecológica,
para proteger a la agroindustria privada en África, por medio de la formación de la
Alianza para una Revolución Verde en África (agra, por sus siglas en inglés, www.agra.org) iniciado y financiado por Bill y Melinda Gates, y Fundación Rockefeller en 2006
(FoEI Food Sovereignty Program, 2017). Las instituciones y corporaciones internacionales integran en su discurso el concepto
agroecología a la par de la biotecnología, por ejemplo, en el dialogo Norman Borlaug
2013, denominado “Biotecnología, sustentabilidad y volatilidad climática” (octubre
16-18, 2013, Des Moines, Iowa), plantean integrar herramientas biotecnológicas y agroecológicas
como una innovación para enfrentar problemáticas de seguridad alimentaria, salud y
resiliencia climática, descontextualizado de un entorno social particular y restándolo
al proceso agroecológico el componente comunitario y organizativo que proponen las
organizaciones sociales que la promueven.
No se pueden soslayar los esfuerzos realizados en numerosos casos por grupos de académicos,
campesinos, consumidores y organizaciones de la sociedad civil, por llevar las diversas
formas y expresiones del enfoque agroecológico a niveles altos de discusión e inclusión
en políticas públicas. Sin embargo, es evidente que este boom de lo agroecológico puede obedecer también a otro tipo de intereses, más asociados
al poder hegemónico del sistema alimentario global que a los intereses del campesinado
latinoamericano y de la propia ciudadanía. Este hecho pone al descubierto que el propio
discurso y quehacer de la agroecología en varios países de América Latina está siendo
impulsado, incorporado y utilizado por el mismo sistema agroalimentario hegemónico
que mencionamos arriba. Esta inclusión es parte de un proceso que busca el modelo
hegemónico y totalizador para adaptarse y permanecer como tal, pero ahora con una
matriz biocultural asociada a la conservación de la naturaleza y a la mercantilización
de los valores culturales y conocimientos indígenas y campesinos dentro de un mercado
globalizado. En Estados Unidos, el presidente Harry Truman, el 20 de enero de 1949,
ya esbozaba, en su primer discurso inaugural, lo que más adelante se entendería como
la diferencia entre agricultura moderna y agricultura de subsistencia:
Más de la mitad de los habitantes del mundo viven en condiciones que se acercan a
la miseria, su alimentación es inadecuada, son víctimas de la enfermedad, su vida
económica es primitiva y estancada, su pobreza es un obstáculo y una amenaza tanto
para ellos como para las áreas más prósperas. Por primera vez en la historia, la humanidad
posee el conocimiento y la habilidad para aliviar el sufrimiento de estas personas.
Los Estados Unidos son preeminentes entre las naciones en el desarrollo de técnicas
industriales y científicas. Los recursos materiales que podemos poner a disposición
para la asistencia de otros pueblos son limitados. Pero nuestros recursos imponderables
en conocimientos técnicos están en constante crecimiento y son inagotables.
Esta visión del gobierno estadounidense, planteó la siguiente situación: mientras
la agricultura moderna constituyó el paradigma de la agricultura científica y tecnificada
de las avanzadas y prósperas sociedades capitalistas, la única que podía ofrecer la
solución al sufrimiento del hambre para las naciones no desarrolladas, su contraparte,
la agricultura de subsistencia, se constituyó en el modelo de la agricultura de los
miserables, primitivos y subdesarrollados, es decir, de todo el resto de las formas
de hacer agricultura, que no fueran la del modelo hegemónico desarrollista. La moderna
ya aceptaba los nuevos insumos y tecnología del capital por lo que se instituía el
crédito; la de subsistencia era un nombre dado a la agricultura familiar de forma
despectiva para que aceptara más rápidamente los créditos que le permitieran adquirir
insumos y tecnologías. Así como hace más de dos siglos la moderna agricultura y la
de subsistencia se contrapusieron, ahora podemos ver cómo el agronegocio y la agroecología
también entran en oposición, con la diferencia de que antes, la agricultura moderna
condicionaba a la de subsistencia, a través del crédito, la extensión rural y la enseñanza
de las ciencias agropecuarias, pues la primera pretendía erigirse en modernizadora
de la segunda. Mientras tanto, hoy, en varios países, se empieza a vislumbrar cómo
el agronegocio y una forma particular de la agroecología, siendo aparentemente contradictorias,
finalmente coinciden en su reduccionismo de la realidad socioambiental y su sujeción
al mercado globalizado.
Ejemplo de ello es lo que está sucediendo en Brasil y algunos otros países de América
Latina, donde se da una gran diferencia o distancia entre el “discurso” y la “práctica”,
lo “real” y lo “ideal”, en tanto el poder del mercado y la industria de alimentos
ya controla la praxis y paradigmas de la agricultura, por lo cual también condiciona
las políticas públicas del sector. El antiguo modelo de producción continúa, solamente
existe una modificación en la matriz tecnológica que deja de ser química e industrial
y pasa a ser vida, biosíntesis, frecuentemente enmarcado en una postura ambientalista,
con una visión antropocéntrica y desarrollista. Esta ha sido aceptada y fomentada
por organismos internacionales relacionados con la producción agrícola y los sistemas
alimentarios, considerando a los seres humanos como los causantes del deterioro y
no a un sistema que basa su “desarrollo” en la acumulación de capital y en la propiedad
de los medios de producción. Las empresas superan a los Estados nacionales creando
dos referencias: el poder de los agronegocios frente al de la agroecología. El mercado
alimentario global se monta en este último nicho como estrategia de fomento a “una
agricultura limpia y agroecológica con agricultores grandes y medianos y pequeños”,
la cual genera productos orgánicos o ecológicos para un “mercado limpio” de consumidores
que poseen un poder adquisitivo lo suficientemente alto para comprar calidad y salud.
Todo ello mediado por una serie de servicios de financiamiento, abasto de insumos,
gestión tecnológica y comercialización controlados por las grandes empresas nacionales
y trasnacionales. De esta manera, lo agroecológico se vuelve una etiqueta que distingue
aquello que puede ser más sano, que conserva los recursos naturales, que recupera
lo indígena o el saber tradicional, que finalmente se convierte en una mercancía más
dentro del sistema agroalimentario globalizador. No solo como producto agrícola o
pecuario, sino también como conocimiento científico o paquete tecnológico, que puede
aplicarse como una receta bajo una lógica de insumos verdes; simultáneamente, se da
una deficiente formación de los profesionistas agroecólogos, con pocas bases tanto
de las ciencias biológicas como de las humanidades, especializados en posibles respuestas
técnicas ambientalmente más sanas, pero con poca capacidad de comprensión de las relaciones
de causalidad y de innovación junto con los propios productores. Del otro lado, en
aparente contraposición, se coloca a la agricultura del agronegocio con los mismos
cánones pasados de grandes extensiones para la producción industrial de alimentos
y materia prima a bajos precios, para abastecer a la mayor parte de la población urbana
de bajos ingresos, también mediada por los servicios de las grandes empresas agroalimentarias
y de fabricación de insumos.
En el caso mexicano específicamente, la cooptación no pareciera tan evidente ni sistematizada
como en los casos de África o Brasil, quizás porque el mercado agroecológico todavía
no ha representado un nicho evidente de oportunidad. Sin embargo, poco a poco se ha
ido incorporando al discurso oficial. Por ejemplo, la Secretaría de Agricultura, Ganadería,
Recursos Pesqueros y Alimentación (SAGARPA 2014) promovió un Programa de Capacitación Integral en Agroecología para la optimización
de recursos del suelo y agua en la producción, mencionando el objetivo de crear conciencia
agroecológica en productores, convocando a ONG’s y universidades (Chapingo y UAM-X)
para legitimizar su propuesta, sin embargo, no hay políticas públicas que materialicen
el discurso. Del mismo modo, SAGARPA, en 2015, a través de su titular, inauguró el
20 Encuentro Nacional de Economía Campesina y Agroecología en América, organizado
por la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo
(ANEC), aunado a un representante de FAO. D’Alessandro (2015) le denomina a este tipo de cooptación agroecología demagógica en contraparte a una
agroecología comunitaria, basada en la agricultura de las comunidades indígenas que
han desarrollado técnicas de producción en un contexto social, cultural y organizativo
en pos de un “buen vivir” por medio de la toma de decisiones en torno a su territorio,
específicamente se refiere a los caracoles zapatistas en Chiapas, Ostula y Cherán
en Michoacán, al Congreso de los Pueblos en Morelos, Sierra Norte de Puebla, Istmo
de Tehuantepec en Oaxaca, otomíes nañus de Xochicuatla, Atenco en el Estado de México
y pueblos yaqui, por solo nombrar unas cuantas de las cerca de 2 mil experiencias
en el país documentadas por Víctor Toledo. Con lo anterior, no podemos afirmar que
la anec ha sido cooptada por las instituciones oficiales, sin embargo, presenta un
modelo disímil al modelo agrícola de las comunidades mencionadas por Renzo D’Alessandro (2015). Dicha asociación está formada por productores de diferentes partes de México aglutinados
inicialmente por problemas coyunturales como la pérdida de precios de garantía, créditos
para el campo y programas para el sector, aunado, en 2008, a problemas ambientales
y de baja productividad. Shiney Varghese (2017) afirma que la anec experimenta un proceso de transición de productores que usaban
técnicas industriales hacia técnicas agroecológicas, concluye que “el enfoque adaptativo
y flexible de la agricultura sostenible desarrollado por la anec puede no estar de
acuerdo con todos los principios y prácticas sociopolíticas y ecológicas de un ideal
agroecológico”, lo cual no imposibilita que se esté gestando una transición hacia
un modelo más sustentable de agricultura con menor dependencia. La intención de esta
comparación, es mostrar cómo las instituciones gubernamentales en nuestro país pueden
valerse de las legítimas causas de reivindicación socioeconómica y ambiental de numerosas
organizaciones y movimientos campesinos para finalmente promover los intereses del
complejo agroalimentario globalizador, generando incluso programas y financiamiento
para acciones de tipo agroecológico, pero, al mismo tiempo, subsidiando y sosteniendo
el modelo económico y de investigación agropecuaria basado en la industria alimentaria
global. Por ello, es necesario abrir la discusión entre los diferentes actores relacionados
con el quehacer agroecológico sobre el tipo de agricultura que se quiere fomentar
y desde qué perspectiva se pretende hacer.
La agricultura no existe en la naturaleza, es una creación de un grupo de especies
denominadas “ultra sociales”, que producen los alimentos que necesitan. Bajo esta
perspectiva es importante darse cuenta de que la acción ultra social bajo el modelo
del sistema agroalimentario global es cotidianamente transferida del campesino hacia
la industria de alimentos; además, la importación de servicios resta el valor a los
productos agropecuarios y hace a los países centrales, a través de una docena de empresas,
monopolizar el comercio internacional de alimentos de calidad. En el contexto descrito,
la agroecología corre el riesgo de convertirse en una etiqueta más al servicio del
sistema alimentario global. La agroecología, los productos y conocimientos agroecológicos
son en varios casos parte del mercado globalizado y excluyente, que tienden a volverse
un contrasentido a la intención original con la que numerosos movimientos campesinos
la adoptaron. Además, desde las mismas universidades, la agroecología sigue apareciendo
como un espacio marginal o alternativo con poca incidencia en el resto de la estructura
curricular y, por tanto, con poca capacidad de debatir o interactuar con otras áreas
y posturas dentro del quehacer agronómico: en México se promovió en diferentes instituciones
de nivel superior, la carrera y posgrados de agroecología (Astier et al. 2015), lo cual abonó a la disgregación y parcialización del conocimiento, en vez de promover
una concepción integral y holística que impulsara una línea transversal en todas las
disciplinas agronómicas y que además influyera de manera más decisiva en el cambio
de paradigma de la agricultura a nivel institucional.
De igual forma, se ha dado una descontextualización del quehacer campesino cuando
académicos y técnicos se apropian de su saber y quehacer re-interpretándolo en un
contexto occidental. Esta situación imposibilita un diálogo de saberes que genere
alternativas de agricultura haciendo hincapié en la defensa del saber tradicional
y de los pequeños productores. Sin embargo, en muchas ocasiones pareciera responder
a los mismos cánones pasados, generando paquetes tecnológicos simplistas. Es evidente
que esta corriente de la agroecología, fomentada desde el sistema alimentario global,
que busca generar etiquetas agroecológicas frente a los productos convencionales,
nunca permitirá crear nuevas formas de hacer agricultura que validen los saberes originarios
para producir, sino, sobre todo, que permita dignificar el trabajo agrícola para empoderar
a todos los involucrados, desde el que produce hasta el que consume. Entonces, ¿cómo
democratizar el conocimiento generado en la academia para poder discutir propuestas
regionales con las comunidades? La agroecología con sentido crítico que no se ha plegado
a la dinámica del sistema agroalimentario global ha sido un paso en el camino, pero
es necesario replantear algunos paradigmas y formas de praxis, uno de ellos la visión
a mayor escala que no ha sido abordada (Delgaard et al. 2003). Las diferentes formas de hacer agricultura, así como su estudio e interpretación
nos han aportado ideas, técnicas, experiencias, nuevos caminos a explorar. Sin embargo,
consideramos necesario ser autocríticos para poder crecer, mirar un poco más a fondo
y plantear caminos autónomos en el cultivar el campo por medio del replanteamiento
de paradigmas.
Se ha enarbolado como paradigma el rescate del llamado “saber tradicional”. Muchas
voces lo centran en la reproducibilidad de alternativas tecnológicas, sin embargo,
dicho enfoque sigue careciendo de una visión integradora. Al no considerar ese cúmulo
de conocimientos como un legado científico de los pueblos originarios, digno de rescatar
y empoderar no solo como un resultado para su aplicación, sino como un legado conceptual
y metodológico, asumiendo un proceso dinámico de transformación. Los conocimientos
que han podido prevalecer después de años de conquista y sometimiento, que parecieran
simplemente intuitivos y empíricos, tienen un fundamento científico que en este momento
es necesario rescatar para reedificar y cambiar paradigmas. Es necesario ahondar en
este punto porque pareciese que estimular procesos participativos recae solo en rescatar
el saber tradicional o campesino, el cual ha sido erosionado por años de dominación.
Sin embargo, consideramos que la igualdad y equidad representaría una conjunción de
saberes en la que tod@s nos consideremos parte de una colectividad productiva de alimentos,
aportando ideas y experiencias para crear modelos regionales y locales que respondan
a las necesidades biogeofísicas, sociales y culturales específicas. Negar el conocimiento
y desarrollo tecnológico occidental implicaría no reconocer un cúmulo histórico de
conocimientos, tecnología y estructuras de pensamiento que podrían aportar soluciones.
Cerrar la puerta a las comunidades campesinas respecto a este saber puede constituirse
en una forma de subestimar sus capacidades. Por lo tanto, el reto que se nos plantea
está sobre todo en cómo generar las condiciones necesarias para que se dé este intercambio
de saberes en una co-creación y re-creación del conocimiento que transforme la realidad,
más que en rescatar saberes de forma aislada y plantearlos solo en términos occidentales.
Algunas corrientes y grupos agroecológicos han tenido relevancia en las últimas décadas,
en defensa de los conocimientos tradicionales, empoderamiento campesino y cuidado
ambiental, lo cual ha sido un avance en el re-pensar los paradigmas y praxis en la
agricultura, sin embargo, consideramos que hay un vacío en cuanto a un enfoque epistemológico
colectivo, y que dichas propuestas se han centrado principalemente en la reproducibilidad
de algunas prácticas y en el rescate de saberes existentes, dejando un vacío en la
generación de conocimiento colectivo. Toledo y Barrera-Bassols (2017) plantean que la agroecología está siendo liderada por las comunidades indígenas y
mestizas como una acción de resistencia al modelo agroindustrial y de negocios, algunos
científicos y organizaciones no gubernamentales han acompañado este proceso compartiendo
sus saberes, empero, los autores plantean que la base radica en la agricultura mesoamericana
y en el conocimiento milenario aunado a la adaptación a las nuevas condiciones. Ellos
ponen como ejemplos de sistemas agroecológicos la milpa, los cafetales diversificados
y los sistemas agroforestales, resultado del saber de las comunidades. Las prácticas
mencionadas son producto de pueblos resistiendo, entonces ¿por qué denominarlo agroecología?
¿Por qué no seguir llamándolo agricultura mesoamericana o simplemente agricultura?
Quizás esto ayudaría a construir otro enfoque y coadyuvar a contrarrestar la llamada
“nueva revolución verde”. Las etiquetas no permiten crear nuevas formas acordes con
las condiciones específicas de cada región, aunque la agricultura sí. Construyamos
modelos colectivos en diferentes contextos culturales, no solo validando el saber
originario para producir alimentos, sino dignificando el trabajo agrícola para empoderar
a todos los involucrado, desde el que produce hasta el que consume.
Volviendo al contexto nacional, no podemos perder de vista que se debe generar alimento
para 120 millones de personas con solo un 20% de ellas. Es necesario no solo una visión
local, sino diseñar una estrategia sobre cómo ir escalando a lo regional y nacional,
una visión de paisaje que implica echar mano de muchos saberes, por las condiciones
de dominación posiblemente el saber tradicional no haya incursionado en ello. Entonces,
la pregunta es ¿cómo democratizamos el conocimiento generado en la academia para poder
discutir propuestas regionales con las comunidades?, ¿cómo generamos alimentos sanos
para todos?, ¿cómo exigimos una producción agrícola limpia no solo para pobres? Consideramos
primordial salvaguardar la autonomía local y regional, mediante la producción suficiente
de alimentos por medio de la intensificación de la producción, lo cual no implica
descuidar el medio ambiente. Es necesario reapropiarnos y dignificar la agricultura,
considerando como su objetivo principal la producción de alimentos, y a la par generar
un proceso identitario como cultura, un colectivo no solo de campesinos o productores,
sino de académicos, ONG’s, técnicos, consumidores, porque todos somos parte del consumo
de alimentos. El proceso de generación de conocimiento tendría que venir de este colectivo
sin minimizar ningún saber, generación de praxis y conocimiento desde la colectividad,
solamente desde allí existirán estrategias y conocimientos acordes con las necesidades
de cada sitio específico. Así. la apropiación del mismo surge en su propia generación,
no en un taller de cómo hacer agricultura orgánica, donde se vierten una serie de
fórmulas que posiblemente dieron resultado en un lugar, pero quizá no en otro. Nos
referimos a un proceso dinámico que no tiene fórmulas, ni paquetes tecnológicos prestablecidos,
ni un solo paradigma de hacer agricultura. Cada colectividad genera su propuesta,
construye su conocimiento y praxis. Por ello decimos “más agricultura, menos etiquetas”,
hagamos agricultura acorde con las condiciones locales y regionales, desde la academia
tenemos mucho que aportar, hay mucho conocimiento que no ha sido compartido con las
comunidades, es difícil tener un poder de decisión si no hay argumentos teóricos que
ayuden a ello. Una de las condiciones fundamentales para lograr esto, sin que dicho
esfuerzo acabe siendo cooptado o truncado por el propio sistema agroalimentario global,
es trabajar en el empoderamiento del campesinado y la reapropiación de la actividad
“ultra social” por parte de la familia campesina. Empoderar implica que la academia
salga a la comunidad y trabaje en conjunto con las y los campesinos fomentando y propiciando
el desarrollo de sus propias capacidades, de su propio conocimiento, tecnología, organización,
administración y gestión de mercado, valiéndose tanto del conocimiento empírico de
ellos como del conocimiento científico y las nuevas tecnologías, escalando en los
diferentes niveles desde lo local hasta lo nacional.
Uno de los múltiples ejemplos exitosos de procesos de empoderamiento con agricultores
familiares es el trabajo desarrollado por la Corporación PBA en Colombia, bajo la
metodología de innovación rural participativa (IRP). Pérez y Clavijo (2002) mencionan
respecto a dicho proceso:
[...] involucra cambios sustanciales tanto en los agricultores -quienes deben reconocerse,
valorarse y convencerse de su papel crucial en los procesos de desarrollo con base
en su concepción o idea del mundo, en sus aspiraciones vitales, en su conjunto de
creencias, en su escala de valores, en su concepto de la calidad de vida, en sus propias
tradiciones -, así como en los acompañantes de dichas acciones. Estos últimos, desde
el momento en que toman el reto de formar parte de la innovación rural participativa
(IRP), asumen y desempeñan el papel de facilitador de procesos, lo cual implica no solo el desempeñar el rol que le ha sido asignado, sino vivirlo
y apropiarse de él como una filosofía de vida, pues, a diferencia de los clásicos
procesos de extensión rural, donde el transferencista llevaba mensajes y entrenaba
al agricultor para que aprendiese a hacer tareas, el facilitador de procesos es un diseñador, gestor, promotor y acompañante de estrategias frente a los cambios
en los entornos locales y con una visión global. Es decir, antes de que un especialista
en materias técnicas o científicas sea un acompañante de actores sociales productivos
en sus lecturas, interpretaciones y acciones frente a las señales del entorno.
Empoderar significa también generar redes de confianza y de cooperación entre diferentes
agentes de las redes alimentarias, donde el propósito o la intención central está
regida por la ética y el bien común y no por el afán de lucro y concentración de la
riqueza o el conocimiento. Por eso, hoy día hablamos de trabajar con el biopoder campesino
y en él, con espiritualidad. La actividad ultra social de la agricultura impone valores
espirituales (no confundir con misticismo y esoterismo), concebidos como resistencia,
como recuperación de la dimensión eticopolítica que concibe lo humano y lo natural
como interdependientes y en comunidad, más allá del propio sentido de individualidad
y separación, lo que implica un sentido de corresponsabilidad en el cuidado de la
vida y de nuestra propia evolución como sociedad humana. Empoderamiento es desmitificar
el papel de la academia como único generador de conocimiento válido y recuperar el
papel de esta como sujeto social crítico que trabaja con el campesino en la decodificación,
desmitificación y anticipación de la realidad ambiental y económica que el sistema
agroalimentario global ha impuesto.