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La agroecología como conocimiento necesario para transformar la mutua determinación sociedad-naturaleza

 

Introducción

LOS AGROECOSISTEMAS son, en principio, un tipo particular de ecosistemas orientados a la producción -a partir de la tierra- de bienes materiales útiles a los seres humanos. Su estudio dista de ser simple. Consideremos que para la ecología, incluso al margen de los agroecosistemas, el estudio de los ecosistemas y de los diferentes niveles de organización de las comunidades bióticas y su interacción con el medio abiótico planteaba ya un reto tal que en los años sesenta del siglo XX el ecólogo Richard Levins (1966) hablaba de la necesidad de un nuevo programa de investigación al que Levins y Lewontin nombraron biología de poblaciones (Levins 2004; Lewontin 2004). Este programa debía ser capaz de abordar simultáneamente los diferentes niveles de heterogeneidad (fisiológica, genética y de estructura de edades) de sistemas en los que muchas especies interactúan entre sí, con cambios demográficos que afectan la propia estructura de las comunidades y que alteran los patrones de heterogeneidad ambiental. En el caso de los agroecosistemas tenemos que la totalidad concreta en cuestión incorpora una dimensión más a su complejidad en la medida en que el trabajo de los seres humanos se vuelve un factor clave en la estructuración de los mis

mos y en la determinación de sus flujos de materia y energía. Así caracteriza dos, los agroecosistemas se distinguirían del resto de los ecosistemas en la naturaleza en dos niveles: aquél de los fines que orientan su existencia (la reproducción de la vida material de los seres humanos) y aquél del propio proceso -histórico- de su conformación -mediada por el trabajo- como sistemas social-naturales. Y es esta mutua determinación (producción orientada por el consumo y consumo condicionado por la producción) la que lleva a la necesidad de conceptualizar los agroecosistemas como sistemas complejos en los que determinaciones provenientes de diferentes planos (biológico, del medio físico, social, económico y cultural, por mencionar algunos) se trenzan y cuya comprensión demanda una aproximación efectivamente interdisciplinaria.1

Diferentes fuentes de la agroecología

La agroecología, comprendida como disciplina científica o, quizá de forma más precisa, como campo interdisciplinario tiene un dominio claro: el estudio y comprensión de esos tipos peculiares de ecosistemas donde Homo sapiens es la especie dominante en términos de estructurar los flujos de materia y energía. Es la determinación recíproca sociedad-naturaleza la que en última instancia reclama el concurso de diferentes disciplinas para su análisis, y de hecho este concurso lleva ya un camino andado, donde se han generado diferentes aproximaciones agroecológicas.

La comprensión de las propias dinámicas de interacción entre especies desde el punto de vista ecológico y evolutivo no es una tarea nueva para las ciencias biológicas. A partir de la obra de Vavilov (1926) podemos encontrar ejemplos en los que el conocimiento evolutivo y ecológico se usó para comprender rasgos particulares de la agricultura (tales como su origen y las claves del proceso de domesticación), así como las posibilidades para orientar la transformación de la producción agrícola. Se suele reconocer (ver, por ejemplo, Wezel et al. 2013) en la obra de Basil M. Bensin (1930, 1935) uno de los primeros usos modernos del término agroecología,2 entendida como la aplicación de métodos y conceptos de la ecología en el estudio de la agricultura y en particular -para este agrónomo- de los cultivos comerciales. Entendidos en una forma más amplia, si los agroecosistemas son el dominio de estudio de la agroecología, una de las aproximaciones disciplinares a la misma sería justamente la de la “ecología de los agroecosistemas”. La agroecología como ciencia estudia la composición, estructura y función de esos ensamblajes peculiares de especies que ocurren alrededor de los campos agrícolas del mundo. Esto comprende una diversidad enorme de factores bióticos, incluyendo microorganismos, plantas animales, hongos y diferentes escalas de integración en traspatios, parcelas cultivadas, paisajes o regiones completas (Gliessman 2015). Justamente en este terreno, el de la escala, los agroecosistemas y la ciencia que los estudia heredan de los ecosistemas, en general, el problema de determinar o definir la escala a la que las interacciones son suficientes y significativas para especificar grupos de propiedades generales de los mismos. Dependiendo de la escala a la que estos sean definidos, podrán observarse patrones de diversidad más o menos contrastantes al comparar unidades agroecosistémicas diferentes.

Así, por su propio origen en tanto que aplicación de la ecología al estudio de problemas agrícolas y al margen de si se desarrolló desde la agronomía (Wezel señala como ejemplo de esto el caso alemán) o desde la ecología, la agroecología como ciencia puede ubicarse hasta cierto punto como parte de la tecnociencia en el sentido de González Casanova:

Tecnociencia es un término que denota la ciencia que se hace con la técnica y la técnica que se hace con la ciencia por los investigadores y que son a la vez técnicos y científicos o científicos y técnicos, y que trabajan en los más distintos niveles de abstracción y concreción, tomando en cuenta sus mismos o parecidos métodos de platear o resolver problemas. La tecnociencia corresponde al trabajo interdisciplinario por excelencia. (González Casanova 2004, 30).

Más aún, los orígenes reconocidos de la agroecología como ciencia interdis ciplinaria coinciden en el tiempo (década de 1920-1930) con la época que el propio González Casanova ubica como un primer auge de los enfoques interdisciplinarios, impulsado desde diversas instancias por los Estados-Nación (González Casanova 2004, 41) y que se manifestó en las formas más duras del extensionismo agronómico. Pero esta no era ni es la única tecnociencia posible, y el desarrollo ulterior en la segunda posguerra se encargó de plantear desde el poder una salida tecnocientífica unitaria a dos problemas planteados por la producción capitalista. La llamada revolución verde como modelo de capitalización del campo dio salida a los excedentes en la capacidad mundial de producción industrial de nitratos y cuyo mercado para la producción de altos explosivos se contrajo súbitamente al terminar la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo el uso -devenido en dependencia- generalizado de insumos industriales (incluyendo, pero sin limitarse a los derivados del amoniaco sintético) pretendió discursivamente “resolver el problema del hambre en el mundo” sin mencionar nunca la acumulación de capital como fuente de dicho problema, lo cual resultaba muy oportuno en décadas en las que los movimientos de liberación nacional emergían en África y América Latina. Quizá la mayor ironía es que la “solución del amoniaco” intenta paliar una fractura metabólica ocasionada por el propio capitalismo y que en el caso de los suelos se manifiesta -hasta nuestros días- en la ruptura del flujo de materia orgánica de regreso al suelo, flujo que sucedió durante unos 9,500 años de historia de la agricultura y cuya ruptura fue originada por la demanda de las ciudades capitalistas de más y más materia orgánica. Esta ruptura metabólica ubicada ya por Marx precisamente en torno a la fertilidad del suelo a mediados del siglo XIX,3 no ha hecho sino ahondarse, al punto de poner en riesgo la supervivencia de la humanidad.

La fijación de nitrógeno atmosférico (N2) en amoníaco (NH3) mediante el proceso Haber-Bosch permitió, a partir del siglo xx, la producción de fertilizantes sintéticos. Pero la dependencia que se generó respecto a estos fertilizantes es quizá una de las peores falsas salidas que la agricultura industrial capitalista ha generado para la agricultura, compitiendo en sus consecuencias degradadoras con la aplicación masiva de herbicidas e insecticidas. Aproximadamente el 40% de las proteínas que consumimos hoy en día provienen del proceso Haber-Bosch (Smil 2002), el cual significa aproximadamente el 2% del consumo global de energía y el 2% de los gases de efecto invernadero. Pero solo aproximadamente la mitad de la masa de nitratos que se utilizan como fertilizantes son asimiladas por las plantas (Cassman et al. 2002 estiman 37%; Liu et al. 2010, el 55%; Sebilo et al. 2013, el 60%), lo que ocasiona un flujo de estas especies reactivas hacia los cuerpos de agua o bien su volatilización como óxidos de nitrógeno hacia la atmósfera incrementando el calentamiento global. De acuerdo con Rockstörm y colaboradores (2009) la extracción de nitrógeno supera hoy 4 veces el límite sostenible, poniendo en riesgo el ciclo biogeoquímico completo (y a la vida humana junto a él). Mientras tanto, a escala local y regional, los fertilizantes químicos no resolvieron el problema de la disrupción de la estructura de los poros físicos del suelo, acarreando problemas colaterales por pérdida de capacidad de retención de agua y de intercambio iónico, en última instancia, los fertilizantes no han resuelto el problema de la erosión del suelo. Un completo escenario de “perder-perder”, redondeado si consideramos que los insumos agrícolas circulan hace tiempo, en la forma de mercancías capitalistas. La mejor apuesta del capital ha sido hasta ahora dilapidar la tierra y la fuerza de trabajo, hoy con la posibilidad de erosionar brutal y ampliamente las condiciones de existencia de la agricultura.

La agroecología como movimiento (e indirectamente su auge como ciencia) es una respuesta al modelo de producción que tendió, de manera global, a homogeneizar y simplificar los agroecosistemas así como a erosionar a diferentes niveles la diversidad genética presente en los cultivos (primero a través de las semillas híbridas y, posteriormente, a través de las semillas transgénicas), de la mano de la autodenominada revolución verde.4 Así, un conjunto de movimientos sociales y académicos se comenzaron a denominar a sí mismos agroecológicos a partir de comenzarse a constatar las nefastas consecuencias ambientales del uso generalizado de plaguicidas, herbicidas y fertilizantes químicos (la obra de Rachel Carson The silent spring, de 1962, suele situarse como un punto de ruptura respecto al optimismo tecnológico de la posguerra). Wezel y colaboradores (2009) señalan que a partir de los años 1960-1970 los movimientos agroecológicos se desarrollaron relacionándose en mayor o menor medida con los grupos académicos que comenzaron a interesarse por alterativas al modelo agroindustrial (veáse en este número Dussi y Flores, 2018). En la búsqueda de esas opciones cobran relevancia tanto el conocimiento científico generado por la ecología (que en el caso de Europa occidental y Estados Unidos avanzó y se generó mayormente por fuera de la agronomía), como un conjunto de prácticas agrícolas llamadas a veces tradicionales, mantenidas, modificadas y adaptadas a través de los siglos por comunidades campesinas, particularmente las indígenas, no solo, pero de manera muy importante en Latinoamérica (Altieri 2002).

Las consecuencias negativas de la agricultura industrial han sido uno de los principales detonantes del auge de la agroecología como disciplina, como lo manifiesta la reflexión de uno de los agroecólogos más conocidos:

La relevancia de la diversidad biológica en el sostenimiento de estos sistemas no puede exagerarse. La diversidad de los cultivos sobre el terreno así como la diversidad de la vida en los suelos debajo del terreno, proveía protección contra los caprichos del clima, los cambios en los mercados, así como contra los brotes de enfermedades o de plagas de insectos. Pero conforme progresó la modernización agrícola, el vínculo ecología-agricultura se rompió frecuentemente conforme los principios ecológicos fueron ignorados o anulados. Numerosos científicos coinciden en que la agricultura moderna enfrenta una crisis ambiental. (Altieri 2000, 77-78).

La relevancia de estos movimientos se incrementó a partir del cambio en el modelo de acumulación capitalista. Al pasarse de una etapa histórica en la que los Estados Nacionales fueron el marco central para dicha acumulación (y con ello, sujetos centrales de la llamada revolución verde) a un modelo o época en la que los medios del despojo se convirtieron en un borde cortante con el que la vida misma es reconfigurada en función de la acumulación, la tasa de pérdida de agrobiodiversidad se incrementó justo en el momento en que se volvió el objeto de nuevas formas de mercantilización. Al mismo tiempo, la biotecnología que utiliza las técnicas de dna recombinante trató de materializar el deseo neoliberal de “superar los límites ecológicos y económicos al crecimiento asociados con el fin de la producción industrial, a través de la reinvención especulativa del futuro” (Cooper 2008, 11).

La agroecología como ciencia que estudia los agroecosistemas y como movimiento en busca de recuperar la soberanía alimentaria (entendida esta no solo como capacidad cuantitativa de producción de alimentos, sino como capacidad de decisión sobre las características de dicha producción en función de ciertos sistemas de necesidades) cobra una vigencia aún mayor en la época de lo que los zapatistas han llamado la IV Guerra Mundial5 (SCI Marcos 1997; 2004). Esta vigencia de la agroecología obliga a una revisión de los niveles de organización de la materia para los cuales la agroecología como ciencia puede aportar información científica relevante para delimitar cuáles son los subsistemas dentro del agroecosistema y de qué manera se determinan mutuamente.

Los niveles biológicos de organización agroecosistémica

Hemos señalado que incluso desde un punto de vista estrictamente biológico, los agroecosistemas constituyen sistemas complejos, que incluyen diversos niveles de organización y ensamblajes particulares de especies, con elementos de continuidad y discontinuidad respecto a la estructura de las comunidades ecológicas tradicionalmente estudiadas por la ecología. Desde algunas aproximaciones derivadas de la agroecología como movimiento o corriente incluso se ha planteado como un horizonte deseable el de la emulación, el de replicar tanto como sea posible la complejidad de ecosistemas naturales6 (Altieri 1999). Este planteamiento es debatible desde el punto de vista histórico, por cuanto otras disciplinas, como la ecología histórica han mostrado hasta qué punto el impacto transformador del trabajo humano ha moldeado a escala paisajística las comunidades ecológicas incluso en zonas presuntamente prístinas como el Amazonas (Erickson 2008). Pero más allá de lo debatible de la existencia del ecosistema prístino, surge una necesidad cognoscitiva fundamental, ¿qué aspectos de la ecología y de la biología en general resultan relevantes en el estudio de los agroecosistemas y qué niveles de organización biológica deben ser mejor comprendidos para emprender la transformación de la agricultura?

De nuevo, es el contexto de un modo de producción específico el que ha planteado la necesidad de una cierta ciencia, en este caso para tratar de superar las limitaciones impuestas por el propio modelo agroindustrial. Frente a la sobresimplificación de los agroecosistemas asociada al monocultivo, la ecología de comunidades, la ecología de las interacciones y el estudio del impacto de las diferentes prácticas agrícolas sobre la diversidad de las comunidades bióticas presentes en los agroecosistemas se volvieron centrales para tratar de entender las bases del funcionamiento de los sistemas de policultivo. Así sea en la forma de un reto (derivado de la homogenización y pauperización producto de la agricultura capitalista) que demanda una comprensión más profunda de la estructura y función de los agroecosistemas, el planteamiento de Engels (1883) sigue siendo vigente y es infinitamente más lo que la ciencia le debe a la producción.

Aparece así uno de los campos de estudio y luego una de las necesidades de diálogo en la agroecología. Comprender cómo y de qué manera determinadas prácticas agrícolas permiten el surgimiento y permanencia de determinados patrones de biodiversidad (a nivel genético, fisiológico, organísmico o de las comunidades ecológicas) asociados a agroecosistemas con estructuras y redes funcionales propias. Convergiendo con las reivindicaciones de la agroecología como movimiento, pero también y de manera central con la persistente presencia de prácticas campesinas7 alrededor del mundo, sigue siendo posible, el estudio comparativo de los patrones de diversidad y asociados a diferentes regímenes de manejo agroecosistémico.8

En este sentido una tarea relevante de la agroecología como ciencia parecería ser la de explicar, la de dar cuenta de los procesos biológicos subyacentes a las prácticas de manejo agrícola que hasta hoy mantienen una diversidad ubicada históricamente en la base de las culturas alimentarias del mundo. Esta tarea, a veces minimizada al tratar de reivindicar otras formas de conocimiento popular (por ejemplo, el rico conocimiento empírico de las comunidades campesinas; ver Hecht 1999) es, sin embargo, de crucial importancia para poder construir estrategias colectivas que permitan la conservación in situ de la agrobiodiversidad.

Sobre todo, este papel de la agroecología como generadora de conocimiento científico (a veces se confunde erróneamente la ciencia con la academia) es fundamental para la supervivencia en un momento en el que la velocidad del cambio climático y el carácter global del mismo hacen que el solo conocimiento tradicional no sea suficiente para sobrevivir a la crisis estructural del capitalismo.9 Pero aparece rápidamente allí la necesidad de distinguir la naturaleza de dicha diversidad no solo como una descripción estática de la misma, sino como parte de comprender la propia interdefinibilidad de los componentes de los agroecosistemas y a estos como parte de procesos evolutivos.

Desde la ecología de comunidades, Perfecto y colaboradores han planteado la distinción entre la agrobiodiversidad planeada y la agrobiodiversidad asociada, donde la primera correspondería a aquéllas plantas y animales efectivamente introducidos, criados o sembrados por los campesinos y, la segunda, al cúmulo de “biodiversidad que arriba espontáneamente” al agroecosistema (Perfecto et al. 2009). La utilidad de estos conceptos estriba no solamente en el poder distinguir la presencia de una alta diversidad planeada dentro de los agroecosistemas de manejo campesino, donde varios cultivos coexisten de manera intencional y una parte importante de la diversidad asociada tiene un valor de uso (como es el caso de los quelites y otras arvenses como el tomate verde en los campos de cultivo del altiplano mexicano). Su poder heurístico radicaría justamente en ser una “cabeza de puente” desde la cual construir un camino que permite analizar la mutua determinación entre la estructura de las comunidades de los agroecosistemas y la producción de valores de uso dentro de los mismos.

Así, más allá de la caracterización de los agroecosistemas en términos de su diversidad, de la pertinencia o no de que algunas aproximaciones agroecológicas busquen imitar complejidad de los ecosistemas naturales, se abre la cuestión del significado de esa diversidad como diversidad planeada o asociada para los trabajadores del campo. En ello se juega la posibilidad de que esa diversidad agrobiológica produzca en sus diferentes configuraciones valores de uso específicos y la producción de valores de uso aparece como un factor evolutivo relevante (Jardón-Barbolla 2015).

Esta consideración puede enriquecer en el futuro el estudio de los patrones de diversidad genética presentes en los cultivos. Desde los estudios pioneros de Vavilov (1926) y Harlan (1975) hasta los avances de los estudios genómicos contemporáneos (ver, por ejemplo, Meyer y Purugganan 2013), el estudio de la diversidad genética presente en variedades locales de cultivos en sistemas milpas, traspatios y huertos ha sido relevante no solo para la comprensión del proceso evolutivo de domesticación, sino que diferentes disciplinas científicas han emprendido su estudio en busca de adaptaciones a condiciones ambientales particulares. Reconociendo que la adaptación a ambientes locales es un factor muy relevante en la diversidad presente en las variedades locales de cultivos, el estudio de la diversidad genética como registro de la producción de valores de uso, como resultado del juego recíproco entre diversidad planeada y diversidad asociada en el agroecosistema, no solo permitirá comprender de mejor manera la naturaleza de los procesos evolutivos de la domesticación (Jardón Barbolla 2015, 2016; Mercer y Perales 2010; Mercer 2018, en este número) sino que permitirá generar otro espacio de convergencia e interacción para la conformación del campo interdisciplinario de la agroecología.

Existen otros tópicos en los que la perspectiva evolutiva es sumamente relevante para el fortalecimiento de la agroecología. Sobre ello escribe en el presente número Kristin Mercer, centrando su colaboración en la necesidad de complementar el componente social -agroecología como movimiento y como rescate de prácticas campesinas- mediante la incorporación de la perspectiva evolutiva como un elemento útil en el mejoramiento práctico de los sistemas productivos. Desde otra perspectiva, Mariana Benítez colabora discutiendo las aportaciones del campo de la ecología evolutiva del desarrollo y sus posibles implicaciones en aspectos como las estrategias de conservación de germoplasma. En ambos trabajos se manifiesta, desde ópticas complementarias, la posibilidad de que la relación con otros sujetos dentro y fuera del ámbito académico transforme la actividad científica y abra nuevas avenidas de investigación en los estudios agroecológicos.

No es la intención de este número sobre aproximaciones agroecológicas, ni la de este ensayo editorial, hacer una presentación exhaustiva de las aproximaciones a la agroeocología, y mucho menos de los temas de estudio de la misma. Mucho se ha escrito ya al respecto. Sin embargo, lo que sí nos interesa es señalar algunos de los posibles puntos de intersección y, sobre todo, ubicar algunas de las preguntas generadoras que aparecen dentro del campo interdisciplinario y sus posibles implicaciones más allá del espacio académico.

Los agroecosistemas como producto del trabajo humano

Todos los organismos vivos son capaces de modificar en mayor o menor medida el ambiente alrededor de ellos; estas modificaciones pueden tener efectos transgeneracionales en las condiciones de vida de los diferentes organismos, dichos efectos pueden ser positivos o negativos; el conjunto de estos procesos es llamado construcción de nicho (Lewontin 2000; Odling-Smee et al. 2003). Este hecho permitiría, de entrada, dejar atrás la noción de un “equilibrio” entre los organismos y el medio, tal equilibrio no existe y no ha existido pues el medio y los organismos en realidad son continuamente transformados, alterados en su relación recíproca. En este sentido, hay una continuidad entre el proceso de construcción de nicho que está presente en todos los ecosistemas y el proceso específico mediante el cual los seres humanos participan en la conformación de los agroecosistemas. Sin embargo, hay diferentes elementos de discontinuidad siendo central la aparición, específica en Homo sapiens, de una mediación nueva en su interacción con la naturaleza, en la construcción de su nicho: el trabajo humano (Vandermeer 2011; Jardón-Barbolla y Gutiérrez Navarro 2017 en prensa). Esto hace que la llamada construcción de nicho humana corresponda más bien a la actividad orientada a fines (i.e. praxis sensuSánchez Vázquez 2003). El trabajo como mediación socialmente organizada en la relación sociedad-naturaleza hace que la construcción de nicho humana se comporte de formas únicas y a veces contradictorias con el resto de los procesos de construcción de nicho en la naturaleza (para algunos ejemplos de esto véase Vandermeer 2011).

En paralelo se puede apreciar un fenómeno interesante. Una de las grandes aportaciones de la teoría de construcción de nicho (Levins 1968; Levins y Lewontin 1985; Lewontin 2001; Odling-Smee et al. 2003) ha sido la de identificar los casos y los mecanismos en los que procesos que afectan el tiempo ecológico tienen un impacto en el tiempo evolutivo. Adicionalmente, la aplicación de la teoría de construcción de nicho al estudio de la agricultura y de la domesticación (p. ej. Piperno 2017) ha abierto la posibilidad de hacer mutuamente inteligibles procesos propios del tiempo histórico y el tiempo ecológico, funcionado como una especie de “doble bisagra”, que articula diferentes escalas temporales en las que los seres vivos evolucionan.

Pero entonces tenemos que los agroecosistemas son por una parte un ensamblaje peculiar de ecosistemas, interesante por su estructura y por la velocidad e intensidad con la que ocurren procesos evolutivos y ecológicos dentro de ellos (por ejemplo, la ligada a la velocidad a la que los suelos son enriquecidos o degradados, según sea la forma en que se realiza la agricultura). Pero también, los agroecosistemas en tanto tales, implican referirse a una forma de actividad específicamente humana, a la praxis productiva (en el sentido de Sánchez Vázquez 2003). Tanto para Gliessman (2015) como para Altieri (1999), el rasgo distintivo fundamental del agroecosistema es la existencia de nuevas entradas de energía y materia, aquéllas que introducen al agroecosistema los seres humanos y los animales. Es Vandermeer (2011) quien nombra esa entrada con su nombre propio -trabajo- y problematiza con más amplitud el trabajo como una propiedad emergente que altera los procesos ecológicos, empezando por aquél de la construcción de nicho.

Ciertamente, la tecnociencia10 ligada al poder no ha logrado comprender la dimensión social del agroecosistema y mucho menos ha logrado comprender las determinaciones sociales, culturales e históricas que han permitido a las formas de manejo agroecosistémico llamadas tradicionales persistir. El vínculo que tiene la tecnociencia de las grandes empresas agroindustriales con la acumulación de capital hace imposible plantear desde allí respuestas y preguntas que permitan realmente superar la crisis socio-ambiental. Frente a esta falta o carencia de la tecnociencia, una respuesta posible es la de negar al agroecosistema como unidad de análisis y práctica y de pasada, rechazar la aproximación occidental al conocimiento (véase por ejemplo Lugo y Rodríguez en este número), sin embargo, existen otras posibilidades, que quizá resulten metodológica, conceptual, científica y políticamente más fructíferas. Si en lugar de renunciar a la categoría de agroecosistema nos aproximamos a ella dialécticamente, tratando de ubicar las relaciones significativas que lo conforman y reparamos en aquéllas de la conformación social del trabajo, podemos enriquecerla o, usando la noción de García (2005), nos permitimos ir modificando los márgenes del recorte de la realidad en el curso del proceso de investigación (y acción), sin perder el rigor científico, podremos tener una agroecología que en lugar de cerrarse (sea desde la agronomía ligada al poder o bien desde un relativismo epistemológico donde “todo vale”), pueda dar cuenta de mejor manera de la realidad y, en última instancia, transformarla. Políticamente hablando, no podemos olvidar que el occidente y el llamado pensamiento occidental han tenido también un abajo y un arriba.

Consideremos entonces que la forma que adquiere esa actividad humana, esa praxis productiva, que es siempre una forma socialmente determinada, es indispensable para la comprensión cabal de los agroecosistemas. El trabajo humano es pues constitutivo de los agroecosistemas tanto como lo es la matriz biológica, producto del tiempo largo (evolutivo y geológico) con el cual se interpenetran las sociedades a través del trabajo, lo cual se encuentra en la base de la forma propiamente humana de la historia.11 Por eso también la necesidad de la agroecología por dialogar con o incorporar activamente a quienes realizan la praxis productiva: campesinos, jornaleros agrícolas, pequeños productores, cooperativistas, etc. Es a partir de ese diálogo que se puede construir otra forma de orientar dicha praxis, esto es, de modificar no solo su momento cognoscitivo sino también su momento teleológico. Pero al mismo tiempo el incorporar a los trabajadores del campo como sujetos de la agroecología permite, al menos potencialmente, resolver el problema de la escala, pues la unidad relevante a estudiar en los agroecosistemas estaría al menos en parte determinada por la extensión, cuyas interacciones biológicas son relevantes para los sujetos del trabajo, sean estos comunidades campesinas, pequeños agricultores, por mencionar algunos.

Este diálogo no puede partir del abandono del conocimiento científico bajo la acusación de ser occidental o mero producto del colonialismo. Se trata, en todo caso, de reconocer que el realismo y precisión del conocimiento sobre el agroecosistema que suelen desarrollar los trabajadores del campo y la generalidad y realismo que alcanza el conocimiento científico pueden complementarse mutuamente. Pero este diálogo de saberes (utilizando la expresión de Mariela Fuentes y colaboradores en este número) exige el desarrollo de una forma de pensamiento crítico de las ciencias en su relación con el conocimiento empírico campesino, en palabras de Richard Levins:

Cada grupo, cuando pretende resolver un problema, lleva consigo su conocimiento y su ignorancia. El primer paso cuando tratamos de unir grupos de procedencias sociales diferentes es preguntar: ‘¿Cuál es el tipo de error típico que ustedes van a hacer y cuáles son los errores típicos que yo voy a hacer?’ Una vez que están sobre la mesa, podemos ir con la autoconciencia de una ciencia crítica de sí misma. (Levins 2015, 25-26).

Esto tiene la virtud de abrir caminos por transitar. Si los agroecosistemas son producto del trabajo humano y las prácticas de manejo llevadas a cabo por los campesinos son una de las fuentes de la agroecología como movimiento social al tiempo que tarea de investigación para la agroecología como ciencia, esto es, si la totalidad concreta a la que nos referimos incluye necesariamente su dimensión social, entonces se abren otros problemas, como los abordados en varios de los trabajos incluidos en este número (Fuentes et al. 2018; Krohling y González 2018; Lugo y Rodríguez 2018; véase también la entrevista a John Vandermeer publicada en este número). Está por una parte la consideración de las determinaciones y formas sociales que reviste el trabajo que hace posible la existencia de la agrobiodiversidad. De ahí surge la necesidad de reflexionar formas de construir nuevo conocimiento dialogando con los sujetos del trabajo en el campo. De este último tema se deriva también la necesidad de reflexionar y generar nuevas prácticas de investigación, lo cual es el tema central del libro Agroecology: A transdisciplinary, participatory and action-oriented approach cuya reseña publicamos ahora en INTERdisciplina (Gutiérrez-Navarro 2018).

Los agroecosistemas y la crisis socioambiental

Este número de INTERdisciplina intenta conjuntar diferentes aproximaciones al estudio de los agroecosistemas, partiendo de que la conformación del campo interdisciplinario de la agroecología ha sido y seguirá siendo producto de la interacción continuada entre las diferentes disciplinas involucradas en ella. Pero la urgencia de la agroecología por comprender de una manera más integral los factores ecológicos y sociales que se entrelazan en la estructura, función y en última instancia coevolución en los sistemas de producción agrícola, con especial énfasis en los sistemas agrícolas campesinos (Altieri 1999; 2002) no surge solamente de un interés académico. Surge de un momento en la historia en el que la crisis socioambiental, manifestada entre otras cosas en el calentamiento global, la tasa de pérdida de biodiversidad y la acidificación de los océanos ocurre como parte de una guerra global del capitalismo contra la humanidad. Esto hace que todo intento serio por problematizar la relación sociedad-naturaleza requiera nombrar y problematizar al capitalismo, el cual ha sido una “categoría prohibida” para las ciencias naturales, incluyendo la corriente dominante dentro de las llamadas ciencias de la complejidad (González Casanova 2011).

Necesitamos reubicar el papel del conocimiento agroecológico ante una etapa nueva, más peligrosa, del capitalismo. Hemos dicho que en sus orígenes como movimiento la agroecología surge de la dicotomía entre los sistemas de producción diversificada (milpas, y otros sistemas campesinos de policultivo) todavía orientados por la producción de valores de uso y los sistemas de monocultivo de altos insumos orientados a la producción de valores de cambio. Esto es, surgió de la confrontación con el modelo de agricultura industrial y sus consecuencias a diferentes niveles. El momento actual, en el que la contradicción valor de uso-valor se expresa de manera más desarrollada que nunca en el predominio del capital financiero especulativo en el capitalismo mundial (ver, por caso, Husson 2009; Rodríguez-Lascano 2017) tiene como consecuencia o “daño no colateral” que los determinantes de la composición de los agroecosistemas de monocultivo se hallen no solamente por fuera de las necesidades inmediatas de los trabajadores del campo, sino incluso por fuera del terreno de la acumulación típica del capital productivo y se traslade hacia el terreno de la especulación y de la incorporación de la “naturaleza barata” (Moore 2016) al proceso de acumulación global de capital.

Lewontin (1998) acertó al señalar que en el modelo de agricultura industrial “clásico” (es decir, aquel con el que se desarrolló la revolución verde hasta los años 1970-1980) al capital lo que le importa es controlar el proceso agrícola (incluyendo la producción y venta de los insumos, así como la comercialización de la producción) y no necesariamente o no siempre la propiedad de la tierra. Pero hoy en día enfrentamos una etapa diferente, en la que el carácter total que reviste la guerra de capitalismo contra la humanidad hace que algunas de las tendencias seculares de capitalización del campo se agudicen, al tiempo que surjan puntos de quiebre respecto a estas.

La restructuración del capital agroalimentario impacta no solamente los procesos de circulación de los llamados commodities agrícolas, sino que impacta en las relaciones sociales de producción, alterando en última instancia hasta el agroecosistema, pero antes y sobre todo la estructura del trabajo agrícola (Garrapa 2017; Garrapa en este número). El desarrollo de empresas transnacionales, la modificación que ocurre en la estructura del capital comercial en la etapa del capitalismo actual y la aceleración al límite de la circulación traen consigo rasgos de la producción bajo demanda en tiempo real (real time) a los campos de cultivo, de las especies perennes de frutales de la cuenca del Mediterráneo, a las efímeras fresas y moras de los valles de California y Baja California. El cambio en las mediaciones entre el capital comercial y el capital productivo en la producción de cultivos para la exportación introduce hoy en día escenarios en los que la determinación de la composición de la comunidad vegetal del campo de cultivo escape incluso al terrateniente que explota salvajemente a los jornaleros agrícolas del noroeste de México; el poder está en otro lado y no es el viejo Estado Nacional y sus políticas agrícolas.

Pero en paralelo, la fase actual de la acumulación capitalista hace que la confrontación en el campo adquiera nuevas aristas y modalidades. Como nos advierte Elkisch Martínez en su artículo, las líneas de conflicto expresadas alrededor de la producción agrícola tienen también determinantes en el capital financiero especulativo, que ata la producción actual a los precios del futuro de los commodities agrícolas, agudizando la vieja paradoja capitalista en la cual la producción es subordinada hasta extremos absurdos a la lógica de la valorización del valor. Y al mismo tiempo, la expansión de la acumulación por despojo hacia intersticios que operaron como una frontera interna del capitalismo, agudiza su confrontación con las economías naturales y las economías campesinas (usando la categoría de Rosa Luxemburgo) que subsisten. Incluso más allá, al abrirse la posibilidad tecnológica de ejercer control y de mercantilizar partes de la naturaleza que antes resultaban impracticables, el capital se lanza en una búsqueda casi desesperada de la renta diferencial. Todo lo anterior obliga a que el estudio de los agroecosistemas requiera comprender, o por lo menos considerar las formas emergentes del conflicto en la etapa actual. Ello plantea un reto, pues estos nuevos determinantes de lo que acontece y se vive dentro de una parcela no estaban presentes hace 40 o 50 años, cuando el discurso agroecológico comenzó a formarse académicamente.

Este es el contexto de la crisis socioambiental actual. La degradación ambiental a escala planetaria debe ser nombrada con nombre propio, capitalosceno (Moore 2016), por cuanto ha sido en esta época de la historia de la humanidad en la que la disrupción de los ciclos biogeoquímicos ha ocurrido y por cuanto ha sido la acumulación de capital el principal motor de la devastación. Como punto álgido del capitalosceno la crisis socioambiental actual se manifiesta en aspectos claves para a la agricultura como el cambio climático o la erosión genética, y se manifiesta también en un incremento en el despojo de tierras y recursos naturales alrededor del globo como estrategia del capital para intentar paliar la tendencia decreciente en la tasa de ganancia. Esto, sin olvidar que la guerra del capital contra la capacidad de las comunidades campesinas para reproducir sus vidas y contra la reproducción cultural de los pueblos indígenas se intensifica día con día. Es decir, las fuentes mismas de la agroecología (los agroecosistemas y la diversidad de prácticas de manejo que van aparejadas a la diversidad cultural) están siendo destruidas.

Esto hace que el cambio global se acelere, que lo nuevo no pueda ser tratado simplemente como lo viejo (i.e., las formas clásicas de confrontación entre el modelo agroindustrial vs la agricultura tradicional), y hace necesario que como parte de su praxis autoconsciente (en el sentido de Levins 2007), el campo interdisciplinario de la agroecología problematice al capitalismo y tome posición frente a él. Sin esta reflexión, el riesgo no es solo aquél de la cortedad de miras en el terreno epistemológico, sino incluso el de que la agroecología se vuelva una marca más, en una moda a comercializar o en un nuevo paquete tecnológico (Giraldo y Rosset 2016; Fuentes et al. en este número). Para el capitalismo la devastación o la destrucción es siempre y en todo caso una oportunidad para ampliar su control, reconstruyendo su propia versión de paquetes tecnológicos agroecológicos que puedan ser comercializados, vendidos como respuesta a la crisis.

El horizonte: la necesidad de transformar el mundo

Como ha señalado González Casanova (2004), una ciencia o un campo interdisciplinario que aspire al estudio de la complejidad no puede darse el lujo de dejar la política a las puertas del todo, por lo que tomar posición frente al sistema capitalista se vuelve necesario. Pero para esto más que mirar la agroecología como un movimiento social en sí mismo, es necesario mirar su relación como práctica científica con los movimientos sociales. Allí es donde este conocimiento se vuelve una herramienta en el proceso por recuperar el control colectivo de la producción, para orientarla en los espacios y territorios que estos movimientos arrancan al capital. Es en su relación con los movimientos sociales que el conocimiento sobre los agroecosistemas puede ayudar a transformar la producción de la vida material al tiempo que participa del proceso de producción de la propia vida social humana.

Por eso la categoría de agricultura tradicional parece insuficiente para describir el crisol de prácticas que aparecen opuestas al modelo agroindustrial. En este número podemos acercarnos a través del trabajo de Krohling y González a la experiencia, genuinamente poiética del Polo Sindical la Borborema y la Cooperativa de Produção Agropecuária União da Vitória en Brasil. Ambos casos ilustran cómo en la contradicción valor de uso-valor, la lucha de los movimientos sociales por recuperar al valor de uso como eje de la producción, se puede articular en la práctica con el conocimiento agroecológico, al tiempo que poner de manifiesto la importancia de la acción colectiva para transformar la relación con la naturaleza.

En resumen, nos interesa comprender los agroecosistemas como momento cognoscitivo de una praxis, es decir, como conocimiento necesario para transformar al mundo, para transformar nuestra mutua determinación con la naturaleza. Hasta hoy, la forma dominante de dicha relación sociedad-naturaleza ha sido orientada no por los fines de la humanidad, sino por el telos fundamental de la valorización del valor. Lograr que la transformación de esta relación sea orientada por la humanidad demanda ambos extremos, el de la acción colectiva más allá de la academia y el de un conocimiento científico que supere su propia condición de enajenación, misma que hasta hoy ha limitado la acción de las ciencias naturales.

Dicho esto, confiamos en que este número plantee problemas que contribuyan a la constante conformación del campo interdisciplinario de la agroecología. Y esperamos esto no tanto o en todo caso no solamente como un ejercicio académico. La expectativa es que el conocimiento agroecológico que pueda generarse a partir de este campo nos sirva para lograr la coincidencia del cambio de las circunstancias y de la actividad humana o la autotransformación, nos interesa pues como praxis revolucionaria (Marx, 3º Tesis sobre Feuerbach). Solo anotemos que la transformación de la mutua determinación de la sociedad y la naturaleza desbordará la labor académica y ni siquiera podrá circunscribirse al papel del conocimiento agroecológico por sí solo. Presentamos este número de la revista INTERdisciplina en un momento en el que frente al capitalismo, peleamos como humanidad por la vida en colectivo, ni más, ni menos. Esa es la posición política desde la cual escribo estas líneas.

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Notes

[1] Agradezco a los participantes en el Seminario Interdisciplinario sobre Domesticación y Agroecología del CEIICH-UNAM. El trabajo de edición de este número se nutrió también de la experiencia de enseñanza-aprendizaje en el curso “Agroecología y metabolismo sociedad- naturaleza”, construido en la carrera de biología y en el Posgrado en Ciencias Biológicas de la UNAM, en particular agradezco a Alonso Gutiérrez y a Emilio Mora el compartir esa tarea. Gracias a Tania Lara García, Mariana Benítez y Rogelio López Torres por los comentarios que ayudaron a mejorar este ensayo editorial. A Rogelio López le agradezco también su apoyo en la revisión de los artículos que integran este número. El trabajo de investigación impulsó la coordinación del presente número y contó con el apoyo de los proyectos PAPIIT IA202515 e IN-400416 por parte de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM.

[2] “La ‘complejidad’ no está determinada aquí sólo por la heterogeneidad de las partes constituyentes, sino, sobre todo, por la interdefinibilidad y mutua dependencia de las funciones que desempeñan dentro de una totalidad. Un complejo agrario rara vez cuenta con límites geográficos precisos y con un número de componentes bien definido. Las características de sus elementos, además, difícilmente pueden ser registradas y clasificadas de una forma inequívoca. Lo que caracteriza un complejo es un comportamiento particular, es decir, un número determinado de actividades que, juntas, conforman el funcionamiento de la “totalidad”. Las actividades del complejo (la producción de cultivos particulares, la importación de elementos para la producción, el consumo de agua y nutrientes del suelo, el trabajo de los campesinos, migraciones, entradas económicas —créditos— comercio, etcétera) se interrelacionan de manera tal que el conjunto funciona como una totalidad organizada.” (García 2006,137).

[3] Resulta interesante desde el punto de vista histórico que uno de los trabajos pioneros realizados por Bensin donde se menciona por primera vez el término agroecología en un contexto moderno, fue realizado precisamente en Soto La Marina, México (Bensin 1930). La diversidad de prácticas de manejo y la diversidad de plantas y animales asociada a estas prácticas plantea la necesidad de su comprensión científica y de la abstracción de patrones y procesos generales. El papel central de Mesoamérica (entendida de forma amplia) en la comprensión del origen de la agricultura, del proceso de domesticación y de la necesidad del estudio científico de los agroecosistemas, está indisolublemente asociado con la diversidad cultural, entendida como una diversidad de formas de producir la vida material en la interacción sociedad-naturaleza.

[4] “…la agricultura no encuentra más las condiciones naturales de su propia producción dentro de sí misma, surgidas naturalmente, espontáneas, a la mano, sino que estas condiciones existen como una industria separada de ella - y con esta separación el complejo sistema de interconexiones en el que esta industria existe es traído a la esfera de las condiciones de la producción agrícola.” (Marx C., Grundrisse (1857-1858). Penguin Classics, p. 527; traducción LJB. La sección corresponde a las páginas 16-17 del tomo II de la edición mexicana publicada por Siglo XXI Editores).

[5] No está de más señalar que este proceso dislocó también muchas relaciones de la producción pecuaria con la producción agrícola, haciendo que ambos campos interactúen preferentemente a través del mercado. Por razones de espacio no podemos abordar esto con detalle.

[6] “No solo eso, el fin de la ‘Guerra Fría’ trajo consigo un nuevo marco de relaciones internacionales en el que la lucha nueva por esos nuevos mercados y territorios produjo una nueva guerra mundial, la IV. Esto obligó, como en todas las guerras, a una redefinición de los Estados Nacionales. Y más allá de la redefinición de los Estados Nacionales, el orden mundial volvió a las viejas épocas de las conquistas de América, África y Oceanía. Extraña modernidad que avanza hacia atrás, el atardecer del siglo XX tiene más semejanzas con sus brutales centurias antecedentes que con el plácido y racional futuro de algunas novelas de ciencia ficción. En el mundo de la Posguerra Fría, vastos territorios, riquezas y, sobre todo, fuerza de trabajo calificada, esperaban un nuevo amo.” (Subcomandante Insurgente Marcos 1997,102).

[7] “En la agricultura convencional, la tendencia natural hacia la complejidad se detiene utilizando productos agroquímicos (Savory 1988). Al sembrar policultivos, la estrategia agrícola acompaña la tendencia natural hacia la complejidad; el incremento de la biodiversidad del cultivo tanto sobre como debajo del suelo imita la sucesión natural y así se requieren menos insumos externos para mantener la comunidad del cultivo”. (Altieri 1999, 58-59), las cursivas son mías.

[8] A finales del siglo xx John Berger escribía: “…independientemente de que cultiven arroz en Java, trigo en Escandinavia o maíz en Sudamérica, en todas partes se puede definir al campesinado como una clase de supervivientes. Durante el último siglo y medio, la tenaz capacidad de los campesinos para sobrevivir ha confundido a los administradores y teóricos. Todavía hoy se puede decir que los campesinos componen la mayor parte de los habitantes del globo. Pero este hecho oculta otro más importante. Por primera vez en la historia se plantea la posibilidad de que esta clase de supervivientes pueda dejar de existir.” (Berger 2006, 234). El interés de estudiar y comprender esa agrobiodiversidad no puede desligarse del interés por la comprensión de los factores y estrategias que han permitido a esta clase social sobrevivir, más aún en un momento en que la sobrevivencia de la humanidad es puesta en riesgo por la acumulación capitalista.

[9] En términos muy generales la primera, la diversidad a, se referiría a la riqueza y diversidad de especies presente al interior de una unidad de área, mientras que la segunda o diversidad b se referiría al recambio, a las diferencias en la composición, por caso, de especies vegetales entre dos o más unidades presentes en un sistema.

[10] “2. Todos los modos de descubrimiento se aproximan a lo nuevo tratándolo como si fuese lo viejo. Dado que muchas veces lo nuevo es como lo viejo, la ciencia es posible. Pero lo nuevo a veces es muy diferente de lo viejo; cuando la simple reflexión sobre la experiencia no es suficiente, necesitamos una estrategia más autoconsciente de descubrimiento. Entonces la ciencia creativa se hace necesaria” (Levins 1996, 101-112), traducción del fragmento del autor.

[11] “La interdisciplina parece un fenómeno académico y es mucho más que eso. En realidad se encuentra ligada a la tecnociencia que, de por sí, corresponde al vínculo de las disciplinas científicas y tecnológicas. Interdisciplina y tecnociencia han recibido el máximo apoyo del complejo politico-empresarial o militar-industrial que ha dominado en Estados Unidos y en el mundo por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial.” (González Casnova 2004, 30).

[12] Pablo González Casanova expresa con claridad este concepto al señalar que la conformación de campos interdisciplinarios requiere distinguir la existencia de diferentes sistemas complejos: “unos que son naturales, otros que son artefactos humanos construidos para determinados fines, y otros más que son combinaciones de los dos anteriores y que corresponden a sistemas históricos de la materia, la vida y la humanidad. Los sistemas complejos artificiales son producto de construcciones tecnológicas, tecnocientíficas, políticas, artísticas, económicas, sociales, culturales, que aprovechan las leyes, tendencias y estructuras naturales para lograr sus objetivos. En los sistemas complejos históricos de nuestro tiempo aparece el impacto de los sistemas complejos construidos por los seres humanos y las clases o grupos en que se dividen.” (2004, 99). Es justamente la presencia de una historicidad humana, como juego de elementos deterministas y estocásticos a lo largo del tiempo, pero sobre todo en el caos humano, como resultado de la praxis y por ende de la acción orientada por fines socialmente construidos, el factor clave en la comprensión de los agroecosistemas. Si ya en el caso de los sistemas biológicos la dimensión histórica evolutiva hace imposible su reducción a sistemas de auto-organización simple, esta propiedad se exacerba en los agroecosistemas donde la evolución se sucede vertiginosamente en el marco de la historicidad humana, marcando un caso clásico de cambio cuantitativo que deviene en cualitativo.