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La construcción de la paz y la crítica a la masculinidad hegemónica: exploraciones sobre una relación poco iluminada


Resumen:

En este artículo se analiza cómo la violencia constituye uno de los ejes articuladores de la identidad masculina dentro de un mundo signado por la supremacía de los hombres y lo masculino. No obstante, este dispositivo se ha empleado fundamentalmente para describir e impugnar aquello que bajo la denominación violencia de género se ha concentrado en develar la violencia que los hombres ejercemos sobre las mujeres, violencia que además privilegia el espacio doméstico como aquel en donde se escenifica una amplia y diversa gama de actos y omisiones que buscan perpetuar el poder masculino.

En este texto se bosqueja el potencial de la violencia de género en tanto categoría para arrojar luz sobre otros fenómenos que, si bien son protagonizados por hombres, rara vez se leen desde una perspectiva que reconoce su trasfondo genérico. Eventos como la guerra, la delincuencia organizada o el pandillerismo por citar algunos de estos acontecimientos cuyas motivaciones tendrán, cada uno, su propia historicidad pero que se producen confabulados en la construcción social de la masculinidad.

Una vez planteada esa primera cuestión, se abre el entretelón para colocar la necesidad de revisar profunda y críticamente el modelo normativo de la masculinidad como un elemento fundamental para procurar, a distintas escalas, procesos de pacificación sostenibles.

Abstract:

This article analyzes how violence constitutes one of the articulating axes of masculine identity within a world marked by the supremacy of men and masculinity. However, this mechanism has been used primarily to describe and challenge, what under the name of gender violence has focused on uncovering, the violence that men exert on women, violence that also creates privileges or favors domestic spaces in which a wide and diverse range of acts and omissions seek to perpetuate male power.

This text outlines the potential of gender violence as a category to shed light on other phenomena that, although carried out by men, are rarely read from a perspective that recognizes their generic background. Events such as war, organized crime or gangs cite some of these events whose motivations will each have their own historicity but which conspire within the social construction of masculinity.

Once this first question is posed, it is opened to place the need to profoundly and critically review the normative model of masculinity as a fundamental element to seek, at different scales, sustainable processes of pacification.


Introducción

LA TESIS central del trabajo consiste en develar las implicaciones y consecuencias que guarda el concepto de violencia de género para reconocer en su origen el mismo entramado de donde se construye la identidad génerica de los hombres, las relaciones entre mujeres y hombres y las relaciones que mantienen los sujetos al interno de cada uno de estos campos. Una postura que abreva de la aspiración contenida dentro de la perspectiva de género que permite pensar que, en tanto productos sociales e históricos, la violencia así como las condiciones de desigualdad y de opresión genérica son factibles de desmontar.

Una de las ideas que hilvana la exposición de lo que aquí se presenta reconoce que, pensar críticamente la violencia masculina tiene una genealogía que lo liga indiscutiblemente con el pensamiento y la acción feminista. Sin embargo, es una postura tributaria tambien de diversas corrientes que a lo largo de la historia han pensado y contestado críticamente a la inevitabilidad de la violencia.

Así, para argumentar estas premisas, la exposición está pensada en tres secciones. La primera de ellas refiere a la gestación, en condición de poca o nula visibilidad, de aquellas manifestaciones que en distintos momentos se han gestado para pensar en formas no violentas de convivencia, expresiones que mirarán críticamente desde asuntos concernientes con los vínculos más proximos hasta eventos macros como las guerras.

El segundo apartado refiere al proceso de tematización de la violencia contra las mujeres y el arribo de la perspectiva de género. Recogo la propuestas que desde este campo se realiza para reconocer la violencia como un recurso del poder, esgrimible en el momento en que los consenso se agotan. Por eso, lejos de ser eventual o fortuita, tiene un carácter estructural.

Finalmente, la última parte del escrito se centra en reconocer como atributo y requerimiento de la masculinidad el ejercicio de la violencia, y por tanto se argumenta que toda violencia es una violencia de género, pues la violencia está intrísecamente vinculada al proyecto de masculinidad patriarcal. Pensar en la implicaciones que la violencia cobra en la vida de los hombres, pensada en primera persona, ya sea a través de las guerras, los enfrentamientos pandilleros, el narcotráfico y otras, puede abrir horizontes para desheroizar una narrativa que amplia y hondamente coloniza la subjetividad de los hombres.

Esa es la aspiración, a continuación presentamos los argumentos.

Revisiones críticas sobre la violencia

Una idea hondamente extendida en la cultura, sancionada a través de discursos religiosos, filosóficos e incluso fundamentada desde premisas científicas, reconocerá en la violencia una característica intrínsecamente humana. Un mecanismo de sobrevivencia y para visiones más proclives a su legitimación, un recurso central para nuestro éxito como especie.

A lo largo y ancho de nuestras sociedades, las narrativas de distinto calado, comenzando por aquella constitutiva de la historia moderna, no solo naturalizan la violencia sino la glorifican hasta la saciedad. La épica que tiñe estos discursos ha dejado signos perdurables en la identidad de las naciones y por tanto en la cultura popular. Basta recordar los festejos que marcan el calendario cívico en la mayoría de nuestros países. Conmemoramos y celebramos victorias, conquistas, derrotas y revoluciones, expresiones todas elocuentes de una violencia vuelta hito y fuerza dinamizadora del trascurrir de los pueblos.

En la heurística de la violencia confluyen cantos exaltados y otros tantos que ontologizan su condición, transformándola en inevitable y necesaria, pero también coexisten con lecturas que paradójicamente la tornan invisible, la velan y la convierten en tabú. Frente a este estado, las perspectivas que han pujado por convertirla en problema, colocarla en el centro de la reflexión crítica así como aquellas experiencias colectivas que procuran una vida libre de violencia navegan viento en contra. Continúan como expresiones marginales en medio de un mar de turbulencias que antojan hundir toda perspectiva alternativa que aspire a la pacificación humana.

Particularmente, dentro de un contexto en el cual las dimensiones pornográficas de la violencia tapizan las topografías humanas, arrojar luz sobre las miradas críticas, desencializadoras y propugnantes de otro tipo de vínculo puede resultar un esfuerzo ingenuo y de escasa sonoridad. No obstante, el argumento de la precariedad y la falta de viabilidad no las hace menos necesarias ni tampoco borra los esfuerzos diversos que desde tiempos remotos se han realizado para vislumbrar un mundo sin violencia.

En este apartado se realizará un breve recuento de estas otras expresiones que tienen dos dimensiones interconectadas. Por un lado, formas de interpretación que con distinto formato permitirán leer críticamente las visiones esencialistas y también aquellas que heroizan las manifestaciones de la violencia y, por el otro, los experimentos sociales que concentran esfuerzos opositores a las violencias y otros más que desarrollan modelos para resolver conflictos en distintos niveles sin que medie la fuerza, la destrucción o el sometimiento de las otras y los otros.

Así tenemos, por ejemplo, cómo en torno a la guerra, experiencia hiperbólica del acto violento, se han gestado fuertes cuestionamientos a lo largo de la historia. En efecto, en tanto fenómeno liminal, el paso de las guerras con su muerte, hambre y sufrimientos, ha provocado contrapuntos que recordarán con insistencia el horror y el error de las mismas. Las comedias de Aristófanes constituyen uno de esos momentos en los cuales el hartazgo de la guerra inspirará relatos satíricos y desacralizados de la empresa bélica. La Asamblea de Mujeres o Lisistrata pueden ser leídos como llamados a la paz pero también, con cierto atrevimiento, interpretarse como piezas en las que se asientan el protagonismo que los sujetos de género tienen en esos dos momentos, siendo los hombres los sujetos de la guerra y las mujeres los de la paz. A esta cuestión volveremos con mayor aliento en páginas subsecuentes.

Más cercano a nuestro tiempo y teniendo como escenario lo que Lenin denominó la etapa imperialista del capitalismo, el movimiento socialista nucleado en torno a la Segunda Internacional hizo una lectura de las conflagraciones que a fines del siglo XIX y principios del XX sacudían Europa. El consenso al interno de la organización caracterizó dichos conflictos como disputas imperiales por la posesión colonial dentro y fuera del viejo continente. El capitalismo era un sistema que inevitablemente conducía a la confrontación armada y el movimiento obrero, por tanto, debía propugnar por la paz y encabezar los esfuerzos por desbocar la carrera armamentista y los discursos chovinistas que hacían de las otras naciones, enemigas a las que se debía someter. En las postrimerías de la Primera Guerra Mundial las corrientes más radicales dentro de la socialdemocracia europea impulsaron campañas para boicotear eso que ya se vivía como inminente. No solo emprendieron manifestaciones públicas que habrían de enlazar hombro con hombro a quienes tiempo después se enfrentaron en las trincheras sino además impulsaron iniciativas contrarias a los bonos de guerra, al enlistamiento obrero en los ejércitos y a las políticas militaristas de sus estados. Advirtieron lo que muy prontamente se volvió una realidad: el engrosamiento de las huestes armadas con la presencia mayoritaria del proletariado y el costo que para esta clase tendrían los efectos de un evento de las dimensiones que esta guerra anunciaba. A pesar de las razones esgrimidas, los tambores de guerra y el estruendo patriótico socavaron toda resistencia; los partidos, sindicatos y organizaciones socialistas fueron absorbidos por la vorágine bélica y salvo algunas excepciones, terminaron avalando a sus gobiernos en esa empresa de resultados catastróficos.

No obstante, la incapacidad del movimiento socialista de cambiar el curso de la historia, la construcción del olvido en torno a estas acciones justamente ha sido uno de los acicates para perpetuar la idea sobre la inevitabilidad de la violencia. En el trabajo por desmontar dicha premisa, asentar estas otras experiencias y generar una memoralia sobre expresiones recurrentes, permite pensar en momentos que fraguan discontinuidades dentro de esas visiones monolíticas, por mínimas que estas sean. En esa línea, es imprescindible rescatar de los silencios el legado de los sufragismos norteamericano e inglés en aquello referido al repertorio de acciones que innovaron y heredaron a los movimientos sociales subsecuentes, en específico en lo que se conoce como actos de resistencia pacífica.

El sufragismo constituyó la respuesta colectiva que las mujeres en todo el mundo darán a la exclusión de la que fueron objeto de los proyectos de organzación social y política emanados de la Revolución francesa y del programa ilustrado burgués. A su exclusión de la ciudadanía y en general de la condición de sujetos sociales, portadores de derechos políticos, sociales y civiles. Así, ante las constricciones de una vida que se decantaba en la inmanencia1 del espacio privado, las sufragistas demandaron para las mujeres aquello que la modernidad burguesa colocó como promesas de los nuevos tiempos y que tendría en el ámbito de lo público un lugar preponderante por los recursos que ahí se ponían en juego tanto materiales como simbólicos. Es altamente significativo que justo en la disputa por su pertenencia al mundo de lo político, de la razón y los derechos, recursos apropiados monopólicamente por los hombres, las sufragistas haya incorporado al quehacer en torno a la cuestión pública formas de actuación que no persiguieron la destrucción, la marginación o el sometimiento de sus antagonistas, horizontes que fraguaban la actuación de numerosos movimientos sociales contemporáneos y que marcaron también el tono de una política que durante el siglo XIX y buena parte del XX aún no conocía de la institucionalidad democrática. En sintonía con esos matices, las sufragistas innovaron las formas de expresión a través de las cuales hicieron saber al mundo de sus demandas. No solo se lanzaron a las calles masivamente, sino que lo hicieron teatralizando la protesta, generando desfiles que a manera de grandes performances capturaron la atención de los públicos, que se debatió intensamente por la presencia de mujeres en la arena política y por la naturaleza de sus peticiones.

Pero no solo produjeron la estetización de estos actos masivos, desarrollaron estrategias como las huelgas de hambre, las sentadas en lugares públicos, los escraches contra legisladores y ministros, la firma de peticiones y cartas, el ejercicio de cabildeo, el encadenamiento en edificios y en actos de abierta provocación, realizaron simulacros de votación frente a las casillas electorales. Las formas de protesta tenían, además de los evidentes propósitos de llamar la atención y generar presión, la intención clara de no lastimar a ninguna persona, incluso en sus acto más agresivos como fue la colocación de explosivos y otros atentados contra la propiedad, se cuidaron de que en estos no hubiese vidas que lamentar.

Estas formas de resistencia y de acción política remergieron en el proceso de independencia de India a mediados del siglo XX. Mahatma Gandhi, uno de sus artífices, resultó gran conocedor de las estrategias empleadas por el movimiento sufragista inglés y las utilizó para procurar la descolonización de su país. La idea de que las acciones importaban más que las palabras y el arrojo de las mujeres, justo en un momento en donde la mística de la feminidad2 decimonónica hizo de éstas, fundamentalmente de las mujeres de la burguesía, la encarnación de la domesticidad, la abnegación y la pasividad, resultaron una fuente de inspiración para Gandhi. Este observó, con sorpresa y como un ejemplo, el arrojo de aquellas sujetas, sobre quienes se dio por sentada la debilidad física y sobre quienes resultaba clara su vulnerabilidad frente a los cuerpos policiacos y las formas de represión que se emplearon en su contra. Sin embargo, ello no impidió que se manifestasen y emplearan esos métodos de acción en el cual sus cuerpos constituyeron un recurso fundamental de la resistencia pacífica, exponiéndose a los golpes, las torturas, la cárcel y otras expresiones violentas de los gobiernos y de quienes desde la sociedad se alzaron como guardianes del sistema de privilegios masculinos. Si las sufragistas se enfrentaban con entereza a las fuerzas del orden, el pueblo indio también sería capaz de sortear a través de esas formas de oposición no violentas a uno de los ejércitos más poderosos de la era colonial (Castaño Dennyris 2016).

La independencia del país asiático se gestó implementado y adaptado algunas de las estrategias de quienes demandaron el voto para las mujeres, pero será este segundo movimiento el que se convertirá en uno de los escasos ejemplos rememorados, en los cuales se observa una fisura exitosa que pone en entredicho el relato epopéyico por el cual la violencia se reconoce como motor de las gestas humanas. En efecto, en la renuncia al uso de la violencia fincó, en buena medida, la victoria obtenida por Ghandi y su gente. El efecto causado alrededor del mundo de las imágenes y anécdotas en las cuales, las conductas disuasivas de las tropas inglesas adoptaron el símbolo inequívoco de un abuso flagrante de la fuerza y ayudaron a erosionar la legitimidad colonial se alimentaron de la postura política implementada por quienes masivamente participaron en los actos de resistencia y desobediencia civil. La autoridad moral y ética del movimiento independentista residió en esas acciones multiplicadas por cientos y miles en las cuales mujeres y hombres recibían estoicamente golpes, eran apresados sin oponer resistencia así como otras manifestaciones en donde el uso de la fuerza física no tuvo lugar. En el caso particular de la independencia india, una ecuación política se invirtió e hizo que la supremacía de la parte con el mayor arsenal bélico y los recursos para imponerse a través de la fuerza no fuesen el factor relevante en el resultado de dicha disputa. La apuesta por la paz pareció tender posibilidades históricas.

En los años sesenta del siglo XX, este aprendizaje rindió frutos en otro lado del mundo, retomado por otros sujetos sociales. Durante esa década, las y los jóvenes en los Estados Unidos y Europa articularon movimientos masivos que apropiándose de los insumos aportados por las sufragistas y los independentistas indios construyeron una forma de ver la guerra que por vez primera pareció adquirir un amplio y profundo consenso contrario al que había prevalecido en el corazón mismo de las metrópolis. Así, en lugar de la exaltación al poderío bélico, develaron las consecuencias devastadoras de las armas nucleares y acusaron a los líderes de las grandes potencias, a los complejos militares y a la industria ligada a la carrera armamentista de encaminar a la humanidad a un holocausto de dimensiones civilizatorias. Eran los tiempos de la guerra fría y de un mundo atrapado en la bipolaridad de bloques que política, ideológica y económicamente se disputaban la hegemonía histórica. Hegemonía que tendría como puntal el descubrimiento y la producción masiva de artilugios mortales que alimentaron guerras devastadoras, escenificadas convencionalmente en las naciones periféricas.

En ese marco, los pacifismos europeos y estadounidense marcharon en contra de la guerra en Vietnam e intercambiaron flores por armas. De forma masiva los reclutas se negaron a sucumbir ante las seductoras promesas del Tío Sam y se transformaron en objetores de conciencia. Este movimiento tiene diversas significaciones sobre las que vale la pena subrayar algunas implicaciones en materia de género. Como se ha escrito de forma reiterada, nunca antes en la historia contemporánea pero, igualmente, nunca después una guerra provocó los niveles de ilegitimidad que aquella escenificada en la Península Indochina. Entre otras circunstancias su prolongación y la falta de una victoria contundente por parte de los Estados Unidos posibilitó que las consecuencias indeseadas de evento crecieran exponencialmente. La llegada de bolsos plásticos que por miles aparecían con los cuerpos de jóvenes que habían caído en las selvas asiáticas impactó dolorosamente a la ciudadanía norteamericana. Esta ciudadanía presenciaba en vivo y en directo escenas televisadas que mostraban los lados tenebrosos y dramáticos de una guerra sobre la cual se ponía en duda sus intenciones nobles y justas. La lucha por la libertad y la democracia, monedas esgrimidas para generar el apoyo en otras intervenciones militares, resultaron insostenibles, por el contrario, la idea de una intromisión con tintes imperiales comenzó a ser la respuesta que la gente dio sobre la presencia estadounidense en esos territorios lejanos.

El cuestionamiento motivado por razones diversas trajo aparejada una serie de prácticas con un alto valor simbólico, y una de estas fue la aparición de jóvenes que se negaron a prestar su servicio militar. Estos actos masivos tienen relevancia no solo por lo que implicó específicamente en el proceso de descrédito de esa guerra sino como un hito en la historia de las masculinidades. En efecto, la insuflación de valores que había movilizado la participación de los hombres en las guerras resultaron vacíos para los jóvenes de esa generación para quienes la patria, la valentía, el honor y la misma violencia carecieron de significado y de asidero identitario. Las flores y el cabello largo simbolizaban la acogida de signos feminizados, adoptados en ese periodo para procurar modulaciones distintas de ser hombre menos hostil y más suave, menos dominante y más empático. Esos jóvenes dejaron en el imaginario estético y ético modelos alternativos de ser hombre que con mayor y menor éxito serán acogidos por las próximas generaciones.

Esas formas alternativas de lo masculino representarán uno de los acicates para colocar dentro de la reflexión crítica la masculinidad dominante o hegemónica que, como veremos en las próximas páginas, tendrá en la violencia uno de los ejes de problematización. Pero aunado a ello, en términos históricos, esta experiencia representó un parteaguas para el florecimiento de la profesionalización por la paz. Así, algunos segmentos de la bucólica juventud de los sesenta, además de reivindicar la bondad natural de los hombres3 se transformaron al paso del tiempo en investigadores por la paz, creando instancias académicas dentro o paralelas a las universidades existentes, particularmente en el norte de Europa. Desde ahí se generaron conocimientos alternativos a los emitidos por los centros del poder militar y se divulgaron ríos de información que fortalecían posiciones críticas, extendiendo su influencia más allá de los núcleos afines al activismo pacifista. Una de las contribuciones relevantes de estas investigaciones ha sido la creación de esquemas de resolución de conflictos basados en el diálogo y la negociación. Metodologías utilizadas con relativo éxito en diversas conflagraciones bélicas, disputas de índole laboral, de política parlamentaria y de aquellas emanadas del choque de intereses entre actores de la sociedad civil. Así, sintetizando evidencia empírica, desarrollando modelos de investigación participativa, los estudios por la paz, que continúan desarrollándose, han forjado un corpus teórico y metodológico. Enfoques que además de servir para denunciar y oponerse a la violencia, ensayan senderos alternativos en los que la conflictividad humana se pueda expresar sin la eliminación, la neutralización o el dominio de las otredades.

Mención aparte merecen los esfuerzos que desde la ciencia se han vertido para evidenciar la carencia de argumentos legítimos que justifiquen la guerra y la violencia. Uno de los ejemplos sobresalientes se expresó durante el VI Simposio Internacional acerca del Cerebro y la Agresión celebrado en Sevilla durante 1986 con la Declaración sobre la Violencia. Documento elaborado por 20 destacados científicos y científicas provenientes de diversas disciplinas y países del globo.4 A pesar de las intenciones explícitamente no políticas de sus autores, la propuesta ha regalado a los movimientos en contra de la violencia, sean cuales sean las dimensiones de su lucha, de la autoridad de sus creadores. Quienes suscriben el documento contradicen una a una las afirmaciones hechas desde sus propias disciplinas que fundamentan en el orden biológico y psíquico la agresión, la guerra y la destrucción humana. Es científicamente incorrecto decir, inician cada uno de sus alegatos, que la guerra y la violencia tengan su sustento en el legado evolutivo, en los genes, las mentes o que parta del instinto. Concluyen afirmando que “la biología no condena a la humanidad a hacer la guerra -esta- se podría librar de la esclavitud del pesimismo biológico y tener la confianza para realizar las tareas de transformación que se necesitan para este Año Internacional de la Paz (1986) y los años venideros” (Genovés Santiago 1996, 23-27).

Este otro movimiento sentó claves para releer la violencia desde visiones ajenas a las racionalizaciones que naturalizaron su propiedad. Dentro de estos aportes la distinción analítica entre violencia y agresividad, que solían considerarse sinónimos, ha resultado relevante. Xabier Lizarraga (2015), desde la antropología del comportamiento, retoma la agresividad como un imperativo comportamental enmarcado en dinámicas adaptativas, de supervivencia y sobrevivencia que hacen posibles reacciones, acciones, actividades y conductas por parte del individuo.

En contraste, para John Galtung el concepto de violencia resulta un proceso en el que “los seres humanos están influidos de tal forma que sus realizaciones afectivas, somáticas y mentales, están por debajo de sus realizaciones potenciales” (1984, 30), identifica mediante el triángulo de la violencia tres tipos: cultural, estructural (ambas con manifestaciones invisibles ya que están inmersas en estructuras sociales, culturales, económicas y políticas) y directa (manifestaciones directas). La violencia está encaminada a someter e imponer por medio de la dominación, da cuenta de un contexto histórico y disminuye la escala en medida que el sujeto la interioriza, naturaliza y la emplea en sus relaciones cotidianas.

Estas interpretaciones en torno al sustrato natural que podría encontrarse detrás de la agresividad humana y del contexto histórico que envuelve los vínculos violentos ha permitido, en efecto, relacionar la factura social de las relaciones y las estructuras de la violencia y colocar en el dispositivo del poder el origen de estas últimas. Como veremos con atención estas premisas han supuesto la posibilidad de pensar un mundo libre de violencia e ir desmontando sus múltiples expresiones.

Uno de esos ejemplos se puede observar en torno a un fenómeno originalmente nombrado Síndrome del menor maltratado, el cual debido a su incidencia preponderante en los espacios privados, quedó incluido en la categoría de violencia doméstica. De acuerdo con Jorge Corsi (1994) la situación de los niños violentados constituyó históricamente una de las primeras formas de problematización de la violencia, generando conmoción social planetaria, así como los primeros recursos institucionales para enfrentarlo. A mediados del siglo xix cuando el acelerado proceso de industrialización requería mayor cantidad de mano de obra, mujeres, niños y niñas pasaron a formar parte del ejército de obreros, quienes laboraban en condiciones lamentables y recibían salarios menores a los que se otorgaban a los adultos varones. Es en el marco de este capitalismo salvaje y en ascenso, también signado por la emergencia del movimiento obrero y el movimiento de mujeres, cuando la situación de los infantes en los espacios laborales comienza a ser tematizada (Corsi 1994, 16).

De esta manera, una nueva sensibilidad despierta en amplios sectores centró su atención en la explotación fabril de los infantes. Las primeras reformas sociales tuvieron el propósito de protegerlos mediante leyes que disminuían la jornada laboral, prohibían la realización de ciertas labores riesgosas o extenuantes, hasta que finalmente pudo declararse ilegal el empleo a menores. Contrariamente, los intentos por extender medidas similares que salvaguardaran la integridad de las mujeres no corrieron con el mismo éxito, debió aguardarse tiempo y sucederse numerosas luchas5 para que se lograra la promulgación de derechos específicos para las trabajadoras. A través de este proceso por el cual las y los menores de edad fueron separados del trabajo productivo se construyó la categoría infancia tal como la conocemos hoy en día. Es decir, un momento especial en el desarrollo de una persona que fue caracterizado por su fragilidad, inmadurez, vulnerabilidad y por tanto el requerimiento de atención y cuidad os especiales. Este sino de la infancia tendrá un papel relevante en la procuración de otro momento en el cual, en torno a estas personitas en ciernes se edificaron recursos institucionales, leyes, así como dispositivos culturales para evitar la violencia que se ejercía en su contra.

Durante el siglo XX, a inicios de los años 60, en los Estados Unidos comienzan a realizarse estudios médicos, enfocados en dar seguimiento a manifestaciones recurrentes en los cuerpos de niños menores de 5 años: hematomas, cicatrices y fracturas. Las pesquisas develaron el origen de dichas alteraciones y concluyeron que se derivaban del maltrato físico intencional. Las investigaciones pioneras del doctor Henry Kempe, determinantes para configurar el cuadro de lo que a partir de entonces se denominó Síndrome del Menor Maltratado, se replicaron en todo el mundo con resultados relativamente similares. En esta primera fase de problematización, el fenómeno quedó en manos de los profesionales de la salud y son las clínicas y hospitales infantiles los encargados de observar y detectar las dimensiones del maltrato. Posteriormente, con la incorporación de visiones más amplias provenientes de la antropología, la sociología y la psicología crítica, se enriquecieron los conocimientos y se logró descentrar de la familia la problemática, ubicando los vínculos de esta en contextos sociales más amplios (González et al. 1993). Con los datos recabados y la posibilidad de esquemas más complejos e interdisciplinarios, se cuestionaron los mitos de las familias disfuncionales y se observó, con alarma, las dimensiones cuantitativas del maltrato, las cuales rebasaban con mucho el carácter de excepcionalidad, tal como en un principio se pensaba.

A través de este recorrido en el cual la violencia, la agresión, la guerra y el maltrato infantil se colocan como fuentes de visiones alternativas (permitiendo visibilizar aquellas expresiones en las cuales se había arrojado un velo o bien generándose discursos críticos de las motivaciones y las consecuencias de estos actos) sirven de marco para comprender la perspectiva que nacerá de la mano del feminismo y que pondrá en el centro de la reflexión la violencia contra las mujeres. Tres elementos serán nutricios de este concepto, el proceso de visibilización, el de desnaturalización y el reconocimiento de su dimensión estructural. Ello abordará el apartado siguiente así como del derrotero que ha llevado a pensar la violencia contra las mujeres y su función de espejo en la configuración de la masculinidad.

La violencia contra las mujeres

La problematización de la violencia contra las mujeres y su conversión en tema de relevancia social guarda una vieja historia al menos en el mundo occidental. De forma puntual se pueden encontrar algunos de sus primeros registros en los albores de la Revolución francesa, en el marco de la convocatoria a la reunión de los Estados Generales. En ese contexto, algunas mujeres, en su mayoría burguesas ilustradas, denunciaron, a través de los cuadernos de quejas, las múltiples situaciones de la vida cotidiana que vivían con oprobio. En esos mismos demandaron a los legisladores realizar actos que procurasen una mejor educación, una defensa a los trabajos femeninos, el impulso a la dignificación de la imagen y el prestigio de las mujeres y por supuesto no faltó la exigencia relacionada con lo que hoy podríamos considerar, violencia contra las mujeres “el hombre brutal y feroz no deja de serlo y la dulzura no debe ser el único recurso contra la ferocidad. Hace falta una ley que la prevenga o que castigue sus excesos. 3. Su sexo es el más débil, deben estar sometidas al más fuerte. Sí, pero para ser protegidas y no oprimidas por él. El abuso de la fuerza es una cobardía” (Puleo 1993, 130).

El feminismo ilustrado de los siglos xviii y xix jugó con la analogía entre el poder despótico de los tiranos absolutistas con la situación que las mujeres padecían en sus hogares de la mano de sus autócratas particulares. En las obras de Marry Wollestoncraft pero también en las de D’Alembert y Condorcet se establece con matices este poderoso argumento como una forma de irracionalizar la desigualdad prevalente entre los sexos, pero también como un recurso descriptivo de esa vida carente de derechos, en el momento en que la filosofía de los derechos se volvía moneda corriente. Si bien, como se ha insistido, la violencia como tal no se encuentra tematizada sí que existen acercamientos que ya lo enuncian. Como parte de la herencia ilustrada, John Stuart Mill en su texto La sujeción de las mujeres (2005), realizará una operación teórica que desbordará las premisas del liberalismo dentro del cual inscribe el fundamento de su perspectiva, no obstante, el filósofo inglés se percatará de las consecuencias nocivas de hacer del espacio privado uno en donde prevalezca la libertad absoluta de los hombres. En efecto, dejar sin regulación el espacio privado en aras de proteger la intimidad, la privacidad y la individualidad de las personas posibilitó que esas personas libres, léase hombres, gozaran con exclusividad de las prerrogativas que, además de su claro corte liberal, resultaron en la práctica androcéntricas. En sentido inverso, en la medida en que las mujeres y la infancia no accedieron a la condición de sujetos de derechos dentro del mundo de lo público, el espacio privado se transformó en un territorio en donde carecían de cualquier protección. Esa desprotección los volvía seres vulnerable a los excesos de poder que los padres y maridos ejercían ante el amparo de la privacidad y la ausencia de instrumentos que regularan y posibilitarán la presencia estatal dentro de la sagrada familia. En ese sentido, Stuart Mill reclamará la generación de leyes para castigar e impedir los abusos del poder masculino perpetrados en el ámbito de lo íntimo y de las relaciones familiares.

Si bien, es de destacar la aparición intermitente del tema en la literatura, como dato en sí mismo puede sugerir la presencia regular de los abusos en la vida de las mujeres. Pero no será hasta los años sesenta y setenta del siglo xx cuando se cuente con una explicación alternativa que permita reinterpretar esa regularidad en el marco de una teoría que dará cuenta de la dimensión estructural. Una lectura a partir de la cual se comprenderá que la concurrencia de sus manifestaciones no son hechos aislados y mucho menos obedecen a la mala fortuna de alguna incauta, sino son expresiones generalizadas que se producen como resultado de las relaciones desiguales y opresivas entre mujeres y hombres.

Durante la oleada feminista de aquellos años, la violencia emerge como una preocupación central. Esta comienza a develarse a través de las experiencias acontecidas en los llamados grupos de reflexión, espacios creados por las jóvenes feministas en donde se fraguan ejercicios de autoconciencia en torno a la opresión vivida y la revisión crítica y colectiva del significado de ser mujeres en un mundo. En ese momento apareció con nitidez la idea de la violencia, nombrada de esa forma, en tanto vivencia que cruzaba la vida de todas las mujeres, incluso de aquellas que no la habían experimentado de forma directa. En todos los casos emergía como una posibilidad fáctica y latente, vivida como un miedo que de tan introyectado y naturalizado la mayoría de las veces pasa desapercibido, aun cuando este medio marcaba y alteraba las rutas de acción de las mujeres, su capacidad de movimiento física y personal tanto en los espacios públicos como en los privados.

De tal suerte, al mismo tiempo que mujeres implicadas en el activismo feminista, realizaban acciones y generaban documentos estrictamente políticos, muchas comenzaron a reflexionar y procurarse un espacio en las universidades y en los centros de producción de conocimiento. En esa sincronía elaboraron una teoría propia para explicar el origen y los mecanismos sistémicos de la opresión femenina. Es en ese contexto en donde se recupera la noción de patriarcado para describir e impugnar esa estructura de poder que marca las posiciones de mujeres y hombres y por supuesto sus relaciones.

Kate Millet (1995), una de las más destacadas intelectuales del aquel momento, reconoció en el patriarcado un sistema de poder que precedía en el tiempo y sobre todo estructuraba al resto de los sistemas de opresión. Pero quizá una de sus contribuciones más relevantes fue colocar la violencia como un mecanismo indispensable para la reproducción del mismo. Al hacer una analogía con el poder político, Millet consideró que el patriarcado descansa fundamentalmente en su capacidad de generar consensos, de colonizar la mente y el espíritu de las mujeres, pero agregará algo más, dirá, al igual que sucede con aquellos regímenes que se erosionan en su legitimidad, que el patriarcado puede experimentar momentos en que deja de hacer sentido y de convocar adhesiones. En esas circunstancias el recurso de la fuerza se pone en marcha para garantizar la prevalencia del estado de cosas.

De esa perspectiva se desprenden al menos dos reflexiones que ayudarán a comprender el carácter de la violencia y por tanto a su erradicación. La primera de ellas, enunciada en páginas anteriores, refiere al poder como precondición necesaria de las diversas expresiones de la violencia. Esta no ocurre en el vacío, no son respuestas espontáneas que aparecen simplemente porque resultan de una pulsión ingobernable o por la presencia de drogas, alcohol, la falta de educación, la marginación social y otros factores que podrían formar parte de episodios concretos. La violencia contra las mujeres develó con nitidez el funcionamiento de esta no solo para las relaciones entre los géneros sino, en general, para todo tipo de vínculo humano. Las diferencias naturales convertidas en desigualdades sociales representaron un espejo que con toda plasticidad permitió acceder al registro donde la violencia emerge convertida en prerrogativa de quienes detentan las posiciones de superioridad. Es, por tanto, una de las posibilidades, uno de los recursos que devienen de la existencia de posiciones desiguales que marcan el devenir entre los sujetos individuales y colectivos. Este rasgo puede leerse con facilidad al compararse mujeres con hombres y observar las dinámicas que establecen, en donde la hegemonía de los discursos de género encarnan en mujeres que se mantienen subordinadas y hombres que aparecen posicionados sobre ellas.

Pero, adicionalmente, la lectura de Kate Millet en torno a la función de la violencia como garante la desigualdad, avisora justamente cómo esta no se constituye de episodios excepcionales, que solamente comprometen a quienes viven en la pobreza, a personas disfuncionales, locas o alcohólicas. La violencia no tiene ese carácter anómico, tal como se suele interpretar, todo lo contrario, es un recurso profundamente funcional para el sistema, pero ello resulta una experiencia tan conocida para las mujeres, aun cuando esté velada y apuntalada por los sentimientos de vergüenza y culpa.

Finalmente, sacar del atrincheramiento privado y hacer de la violencia contra las mujeres un tema de discusión y relevancia social ha sido uno de los cambios sustanciales que el feminismo de la ola de los años sesenta y setenta trajo al mundo, al menos en el occidente. Esto a su vez procuró que esta quedara sometida al análisis riguroso mediante el cual se dio cuenta de sus diversas expresiones. Se reconoció que si bien existía como manifestaciones físicas, golpes, mordidas, puntapiés, existían otras formas menos evidentes, asumidas como parte del débito de ser mujeres como la violencia sexualizada, otras más que se valían de los recursos emocionales para someter y lesionar, así como manifestaciones que hicieron de la economía y el patrimonio herramientas de control. Asimismo, se comprendió el continuo de espacios y relaciones sociales en los cuales se verificaba la violencia contra las mujeres, un continuo que no garantizaba ningún territorio libre de la misma. De tal suerte, se develó cómo la calle, la escuela, el trabajo, el partido o la iglesia representaban territorios en donde el riesgo acechaba y, como siempre se supo, justo a partir de ese momento se denunció y documentó con precisión, cómo el hogar y los conocidos, incluso familiares cercanos igualmente se encontraban entre los victimarios de muchas niñas, adolescentes y mujeres adultas.

Si bien el tema ya había circulado con anterioridad, durante las últimas décadas del siglo XX, la violencia familiar, intrafamiliar o doméstica, como se le ha denominado indistintamente se colocó como el referente conceptual que subsumió las diversas manifestaciones e incluso las causas mismas de la violencia. Si bien esas décadas son también momentos de una febril construcción de institucionalidad global6 y local para eliminar todas las formas de violencia contra las mujeres, mucha de esta energía social se concentró en edificar leyes y organismos para enfrentar aquellas expresiones que, desgenerizadas, priorizaron los acontecimientos sucedidos en el hogar.

Será hasta entrado el siglo XXI, que en México, al menos, las críticas feministas al rumbo de las políticas estatales centradas en la familia tengan resonancia y vuelvan a colocar la condición de género como núcleo de relaciones violentas. No obstante, el contexto que estructurará la posibilidad de este movimiento político no será otro que la emergencia del fenómeno feminicida. Será este el marco que urja pensar cómo y por qué las mujeres son asesinadas, no solo en Ciudad Juárez sino en todo el país, como lo demostró la investigación diagnóstica sobre el feminicidio en México. En consonancia con la generación de conocimientos y la necesidad de ese concepto que dio cuenta de las especificidades genéricas que operaron en los crímenes en contra de las mujeres, se instrumentaron en el país leyes e instituciones7 así como una cultura que en ciernes, ha colocado el tema, lamentablemente sin la contundencia y la eficacia necesaria para acabar con esos flagelos.

El feminicidio regresó con todo su dramatismo y crueldad el papel de los hombres en la generación de la violencia, una responsabilidad que igualmente ya se encontraba nombrada desde tiempo ha y que de alguna manera constituirá el nudo problematizador de la masculinidad y los visos de oportunidad para la producción de hombres críticos y desmarcados de la supremacía. A eso llegaremos en la siguiente sección.

El género y los hombres vistos a través de la violencia

La modernidad consagró en el hombre la representación de la humanidad. En parte, esa condición de encarnar la universalidad ha sido causa de lo que Daniel Cazés denominó enajenación de género. Es decir, la falta de conciencia sobre las vivencias específicas de ser hombre en este mundo y por supuesto cualquier atisbo crítico frente al poder que se usufructúa. Serán estas características la tónica que marca la identidad, las prácticas y la cosmovisión de la mayor parte de los hombres. La norma no necesita explicarse, la norma simplemente es y ese ha sido parte de los derroteros que el privilegio concede a los hombres.

Sin embargo, el feminismo se ha significado como una impugnación contundente al poder masculino que, entre otros de sus efectos ha provocado pequeñas pero significativas fisuras a esa condición denominada androcentrismo. Este cuestionamiento ha dejado abierta la posibilidad de que los hombres confronten su propio ser genérico y con ello experimenten el descentramiento de la norma. Esto, lejos de ser un proceso terso, generador de elaboraciones igualitarias, ha provocado reacciones virulentas, algunos hombres y la cultura patriarcal leen la impugnación como una verdadera amenaza por parte de las mujeres en general y del feminismo en específico.

De entre los ejes que han propiciado las más importantes reacciones y elaboraciones variopintas, la violencia, junto con la paternidad se han significado porque se develan como dos de los elementos que sostienen la masculinidad. Al mismo tiempo, históricamente la violencia ha sido un punto de inflexión en la vida concreta de muchos hombres en términos de procesos reflexivos y de propuestas de intervención, acicate de procesos que persiguen caminos alternos.

En términos de la producción de pistas conceptuales para repensar el valor de la violencia, la introducción de la categoría género se constituyó en pieza fundamental. A partir de esta perspectiva se ha comprendido que la condición femenina, así como la masculina, es decir, la producción de los sujetos de la cultura y de las instituciones productoras del género refieren antes que nada a un proceso relacional. El hombre, lo masculino, la mujer y lo femenino, así como otras posiciones dentro de la trama genérica no se definen ni se contienen cada uno en sí mismos. La producción de esta dimensión definitoria de la humanidad resulta siempre de un juego especular en donde cada uno de los términos existe y se comprende, en relación con aquello que se presenta como lo otro, distinción que la propia ideología de género ha anclado en eso que se considera como la irrefutable y evidente distinción sexual.

De tal suerte, en el tránsito conceptual de la violencia contra las mujeres a la violencia de género, el énfasis fue colocado para dar cuenta de las relaciones que mujeres y hombres sostienen, pero con ello también se gestó una ranura para mirar la función de este dispositivo en la edificación y consolidación de las relaciones intragenéricas. Particularmente, este movimiento conceptual se volvió relevante para acceder al campo de la masculinidad y reconocer, en primer término, cómo este resulta un genérico que, con toda precisión desiguala sistemáticamente a los hombres. La condición racial, étnica, etaria, religiosa, nacional y las preferencias sexuales constituyen algunas de las posiciones que marcan el hilado de esa jerarquía, misma que se aceita con el uso de la violencia como una mediadora de los vínculos que se establecen entre varones. A eso regresaremos en próximos párrafos.

Antes debemos mencionar que si bien el género emerge como una categoría para revelar la presencia de las mujeres en el mundo y, por tanto, la necesidad de pensar sus relaciones con los hombres, la misma ha fungido como mirador que posibilita observar eso que definimos como la producción social de los hombres y la masculinidad. El género resultó una poderosa herramienta para desnaturalizar e historizar la condición femenina y masculina y, en consecuencia, se ha vuelto un insumo de primer orden para irracionalizar la desigualdad que marcan sus vínculos. En ese sentido, el cuestionamiento central planteado como eje de las investigaciones y los estudios a partir de los años ochenta del siglo XX en torno a los hombres ha sido pensar cuáles son esas condiciones históricas y sociales que articulan el imaginario de la masculinidad y configuraban a los hombres concretos. En consonancia con esa interrogante, uno de los ejes que suscitó gran interés y preocupación fue el de la violencia. En efecto, de la mano del feminismo los hombres emergieron como los sujetos responsables de los actos que lesionan y acotan las libertades, así como la integridad de las mujeres. Lo que estas afirmaciones hicieron fue reconocer de forma problematizada el papel de la violencia en la constitución de esta masculinidad. Si el sistema de dominación genérica tiene como rasgo la predominancia de lo masculino y los hombres, estos han resultado históricamente ser los sujetos que detentan el poder, sea de las dimensiones que sea. Los recursos que permiten hacer valer la capacidad de gobernar el campo de acción de otras, tal como definirá Michel Foucault (1988) al poder, pueden ser múltiples pero la violencia dentro de un sistema de poder tan jerárquico como el patriarcal se convierte en indispensable. Para el caso de los hombres, la violencia se constituye al mismo tiempo en una prerrogativa y un mandato. En ambas dimensiones se presenta como un fundamento indisociable del ser masculino. Los discursos que legitimen esta premisa varían, algunos apuntarán a la masa muscular más desarrollada entre los hombres, otras más recurrirán a la testosterona y más recientemente la evidencia empírica de la tesis tendrá su prueba definitiva en el ADN.

La perspectiva de género colocará violencia en el territorio de lo construido. Dentro de ese complejo de socialización se aprende tempranamente el valor de la masculinidad y al mismo tiempo, pese a que la ideología dominante señale que ello es fundamento natural, la masculinidad, como lo han develado especialistas en el tema, resulta en una suerte de carrera meritocrática cuya validación se realiza de la aceptación de quienes se asumen pares. Buena parte de las claves de esta serie de pruebas en torno a la hombría pasan por la expresividad de talante violento. De tal suerte, los hombres son sometidos desde pequeños a aprendizajes muchas veces contradictorios, por los cuales la violencia se coloca como acto legítimo, que ennoblece a quienes los esgrimen o simplemente se dan por hecho, resultan una respuesta esperada porque sencillamente los hombres actúan de esa manera.

En efecto, las posibilidades heurísticas y políticas de pensar la violencia a través de la mirada de género estriban en la insistencia de este reconocimiento para pensar estos actos como resultado de fuerzas sociales y pensarlas en contextos sociales que, además, tienen un marco histórico. Esto ha sido capital para el movimiento de mujeres y todas sus propuestas para erradicar la violencia contra ellas; sobre la premisa del origen aprendido, se ha supuesto igualmente la posibilidad de generar formas que desalienten, castiguen y erradiquen comportamientos opresivos. Pero como categoría también auxilió a descentrar del espacio doméstico la atención casi exclusiva en la violencia contra las mujeres y permitió acceder a esos otros registros en las que esta también acontecía.

Sin embargo y quizá aquí radica la tesis sustancial del presente trabajo, esta perspectiva replanteó la necesidad de volver a pensar la violencia en general, esa que se explica por un sinnúmero de variables y contextos como acciones que no se producen al margen de la constitución de la masculinidad. En consecuencia, fenómenos como la guerra, la delincuencia organizada, los enfrentamientos entre pandillas o bien aquellas escenas que encuentran a perfectos desconocidos liándose a golpes en la calle, todos ellos, así como la cultura que tolera, heroiza u oculta se encuentran imbuidos completamente de género. A pesar de que no logren tematizarse de esa manera.

Michel Kaufman (1998), en uno de sus textos más sugerentes, planteará la idea de la violencia de género vista como una triada indisoluble. Dirá que la violencia en contra de las mujeres, asunto central sobre el cual se expresó con urgencia la crítica a la violencia, nunca aparece aislada de otras manifestaciones que, como insistirá, también se fraguan en la producción genérica de los hombres. Una de estas serán aquellas expresiones múltiples que desencuentran a los hombres en conflictos que lesionan y vulneran su vida, su integridad y su dignidad.

La violencia entre hombres, como hemos mencionado anteriormente, constituye una de las mediaciones sistemáticas que cruzan los vínculos cercanos y de lejanía, individuales y colectivos, institucionalizados o bien producidos en condiciones de ruptura del tejido social, tal como acontece en nuestro país y en muchas partes del mundo. El hecho de que los hombres son quienes protagonizan de forma aplastante esos episodios podría resultar un fenómeno que de tan obvio parezca intrascendente, pero justamente aquí radica una pista para sospechar del modelo de masculinidad y trazar las rutas de ese enlazamiento con la violencia. De tal suerte, tal constante habla de esa configuración que con mayor contundencia política e investigaciones que la respalden problematicen las pautas que han hecho de los hombres el sujeto de las energías tanáticas y destructivas, mismas que no solo lesionan la vida de las mujeres sino también la de los hombres.

En este momento en donde las fuerzas que dinamizan la economía se nutren de jóvenes varones quienes, ante el agotamiento de la idea del futuro como promesa y frente a la marmita del tesoro ubicada aquí y ahora, el negocio de la sangre parece potenciar los valores más tradicionales y riesgosos de esa masculinidad. Así en esta sinergia entre el capitalismo gore y las fuerzas de patriarcado, parece insuflarse la valentía, el arrojo, el riesgo, y, por otra, el sometimiento cuando no la destrucción de quienes se convierten en enemigos. En estos momentos de saturación de sangre, la urgencia por construir la paz y por hacerla sostenible se presenta también como algo aspiracional honda y sentidamente. En su construcción, los hombres tendrán que poner en marcha su papel, porque, en su doble condición -de víctimas y victimarios de la violencia-, habría intereses propios para erradicar la violencia en todas sus dimensione y espacios. Pero justo la contribución desde este vector genérico requiere de esa revisión crítica y del desmantelamiento de pautas de sociabilizarse como hombre en los cuales la jerarquía y el dominio resulten fuertemente indeseables.

Referencias

1 

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2 

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3 

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4 

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5 

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6 

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Gerardo González Elena Azaola El maltrato y el abuso sexual a menores: una aproximación a estos fenómenos en MéxicoMéxicoUAM-Unicef-Covac1993

7 

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10 

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11 

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Alicia Puleo La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el siglo XVIIIMadridAnthropos1993

Notes

[1] Dentro de la filosofía de Simone de Beauvoir, el concepto de inmanencia se opone al de la trascendencia. La condición de la mujer sumida en la maternidad se encuentra atrapada en el ciclo de la repetición sin capacidad de proyectarse como sujeto creador, trascendente.

[2] Este concepto, acuñado por Bety Friedan, describe la sintonía de diversos procesos sociales empleados para conducir el retorno masivo de las mujeres al espacio doméstico después de haber sustituido la mano masculina en el espacio laboral debido a que estos fueron a luchar en contra de los países del eje durante la Segunda Guerra Mundial. Estrategias de convencimiento para desmantelar la memoria y la aspiración de las mujeres a ser independientes, tener un trabajo y aspiraciones más allá del hogar y la familia. Lo utilizo como un recurso descriptivo para dar cuenta de esos metadiscurso que de manera reiterada durante la modernidad asentarán la idea de una naturaleza femenina cuyas características esenciales marcarán su destino exclusivo como madres y esposas.

[3] De acuerdo con Johan Galtung, en la primera oleada pacifista de los años sesenta uno de los componentes esenciales del movimiento provenía justo de grupos religiosos que dotaban a la política por la paz de evocaciones morales ciertamente cristianas como la bondad de los hombres o la idea de la otra mejilla (Galtung Johan, 1984).

[4] La declaratoria ha sido adoptada por más de 100 organizaciones científicas y ha aparecido publicada en diversas revistas de todo el mundo, la Unesco la acogió e hizo suya en 1986. (Genovés Santiago 1996, 23).

[5] Una de las batallas emblemáticas por las cuales hoy celebramos el 8 de marzo como el día internacional de la mujer fue protagonizada por costureras norteamericanas. En 1908, 40,000 costureras industriales de grandes fábricas se declararon en huelga demandando el derecho de unirse a los sindicatos, mejores salarios, una jornada de trabajo menos larga, entrenamiento vocacional y el rechazo al trabajo infantil. Durante la huelga, 129 trabajadoras murieron quemadas en un incendio en la fábrica Cotton Textile Factory, en Washington Square, Nueva York. Los dueños de la fábrica habían encerrado a las trabajadoras para forzarlas a permanecer en el trabajo y no unirse a la huelga (ver www.lfsc.org/march8-s.htm).

[6] Me refiero, fundamentalmente, a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), suscrito en 1979, Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Convención Belém do Pará), adoptada en 1994, la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer (Conferencia de Beijing), 1995.

[7] Refiere aquí, fundamentalmente, a la Ley General de Acceso a una Vida Libre de Violencia, publicada en el Diario Oficial en 2007.