Consideraciones sobre la violencia en Colombia
EN LA ORGANIZACIÓN social capitalista, el cúmulo de relaciones que dimensionan la
vida social es organizado y articulado por una actividad unificadora que no puede
revelarse sin negarse a sí misma. A saber, por la lógica del capital, cuyo despliegue
imprime de manera diferencial y jerárquica la carga excedente del significado de la
relación capital-trabajo a la totalidad de las relaciones sociales que envuelve. Esto,
que en todo caso se traduce en explotación y dominio de clases, pone de manifiesto
que la estructura misma del orden social necesita, como condición de existencia y
medio de reproducción, de una violencia que le posibilite dirigir sus finalidades
a la expropiación del trabajo social para la acumulación y la reproducción del capital,
así como a la imposición e interiorización social de las condiciones que reclama su
proyecto civilizatorio.
Sin embargo, ya que el capital presenta distintos niveles de abstracción y de concreción,
el análisis de su movimiento y de la violencia que lo dinamiza en situaciones concretas,
implica considerar un mayor número de determinaciones históricas y sociales e, incluso,
reconocer los matices derivados de la incidencia de la lucha de clases local. Pues
el modo en el que las tendencias generales de la reproducción del capital se sintetizan
“en espacios geoeconómicos (economías centrales o dependientes) y momentos históricos
específicos [...] no solo reproduce la relación social capital-trabajo, sino que también
reproduce y recrea formas específicas de aquella relación” (Osorio 2014, 85).
En ese sentido, consideramos que la noción de patrón de reproducción del capital,
elaborada en Latinoamérica por diversos teóricos marxistas de la dependencia,1 constituye una herramienta teórico-metodológica de relevancia para el análisis de
los diferentes países que conforman la región, ya que da cuenta de la tendencia del
capital a asumir formas particulares y a establecer pautas en sus aspectos centrales
(como en las modalidades de explotación, en las transferencias de valor y en las relaciones
de subordinación) que funcionan, en ciertos espacios y tiempos, para resolver las
contradicciones propias de la reproducción mundial del capital. Además, creemos que
el carácter concreto de dicha noción, puede ser de utilidad para comprender que, si
bien la violencia constituye una característica esencial del desarrollo del capitalismo,
la manera en la que se manifiesta y se ejerce (ya sea por medios materiales o simbólicos)
en situaciones particulares, guarda una estrecha relación con la manera en la que
se sintetiza la reproducción del capital y, por lo tanto, el patrón que establecen
sus proyectos imperantes.
De ese modo, a continuación presentamos algunos elementos que permiten identificar,
en el caso de Colombia, las diferentes tendencias y las mediaciones históricas que
ha seguido el capital para su reproducción mundial, regional y sobre todo, para su
síntesis en este país. Tendencias y mediaciones que, por su naturaleza subordinada,
tienen en común el detrimento ampliado (e incluso la puesta en cuestión) de la vida
de la población, mediante la acción de una violencia indisociable de la lógica del
capital que condiciona y rebasa sus expresiones más visibles. Pues a pesar de que
desde mediados del siglo pasado la violencia colombiana ha sido tema de polémicas
teóricas y políticas, así como de discusiones cotidianas entre investigadores, instituciones,
organizaciones civiles y la sociedad en general, muchas veces se han analizado sus
causas, sin considerar la relación que guardan con la historia del capitalismo en
la región y, más aún, con el proceso propio de la reproducción del capital en el país,
el cual subyace en sus diferentes manifestaciones y determina, de alguna u otra forma,
el contexto en el que se desarrolla, los objetivos que persigue y la participación
de los sujetos implicados en ella.
Cabe mencionar que desde mediados del siglo pasado las aproximaciones a la violencia
en Colombia han sido diversas, tanto en enfoques, temas y metodologías, como en el
énfasis de su definición y de sus variaciones históricas. Es por ello que en un esfuerzo
por sistematizar la heterogeneidad de fuentes sobre el tema, Gonzalo Sánchez (2015) las distingue y caracteriza en dos grupos: el primero, que enmarca textos de comienzos
y mediados del siglo xx, comprende la literatura apologética de la violencia elaborada
por las élites y las instituciones asociadas a ellas; la literatura testimonial constituida
por las narraciones de sus protagonistas o de víctimas en periodos muy cortos y en
lugares específicos2 y los nuevos estudios sobre la violencia que giraron en torno a la reinterpretación
de la obra de Germán Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna La violencia en Colombia,3 la cual fue el “primer intento de globalización descriptiva del fenómeno elaborado
con base en informaciones de primera mano, puesto que los autores tuvieron la oportunidad
de recorrer las zonas más afectadas” (Sánchez 2015, 22).
Dicha obra no solo sería un precedente importante para la posterior institucionalización
universitaria de los estudios sobre la violencia, sino también para el comienzo de
interpretaciones en las que se vincula el origen y los efectos sociales del fenómeno,
con el desarrollo económico nacional. A decir de Sánchez, los estudios que se desprendieron
de ello están vigentes en la actualidad y conforman un segundo grupo de fuentes,4 caracterizadas por el redescubrimiento de la violencia en el amplio espectro de las
ciencias sociales, y por el interés en profundizar en los contextos (políticos, económicos,
sociales) generales y particulares en los que se produce, la pluralidad de sus manifestaciones
y sus diversas interrelaciones desde perspectivas que enfatizan la coyuntura, la larga
duración o las continuidades-discontinuidades históricas a diferentes escalas.
Sin embargo y pese a su diversidad, destaca que entre las fuentes comprendidas en
el segundo grupo que plantea Sánchez, prevalece el reconocimiento explícito o implícito
de por lo menos tres aspectos: 1) del papel del Estado y la configuración bipartidista
de su aparato que, desde el siglo XIX hasta la actualidad, caracteriza, por una parte,
las disputas entre los proyectos de las diferentes fracciones de la clase dominante
y el constante conflicto con los dominados y, por otra, los diferentes medios (coercitivos
o consensuales) para saldar las rivalidades; 2) de la emergencia de una de las más
grandes insurrecciones contemporáneas en Colombia, producto de las contradicciones
de lucha de clases a mediados del siglo XX, como proceso determinante de la guerra
continua entre grupos armados: guerrilla, paramilitares y poder político-ejército,
con tensiones y/o vínculos complejos; y, 3) de las diferentes manifestaciones de la
violencia, ya sea por su connotación escalar (nacional, regional o local), por las
estrategias y los impactos de los grupos implicados, o bien por la caracterización
cuantitativa o cualitativa de su brutalidad.
Aunque estos aspectos han estado presentes en varios momentos de la historia y la
historiografía colombianas, consideramos que es pertinente profundizar en las diferentes
manifestaciones y los matices que la violencia ha presentado a partir de la funcionalidad
y la relación que han tenido en distintos momentos con el establecimiento de las condiciones
para la realización histórica de ciertos proyectos de clase. En ese sentido identificamos
que, en un primer momento, posterior a la consolidación de la independencia política,
el origen de los conflictos sociales y de las guerras civiles en Colombia tuvo que
ver con la fuerte división entre las oligarquías locales, la Iglesia y el Estado,
con la particularidad de que en las representaciones partidistas de estos grupos (liberal
o conservadora), había desde entonces muy pocas diferencias en materia política y
económica. Además de que en “este tipo de guerras las fracciones de la clase dominante
participaban proporcionando no solo la orientación político-económica, sino también
la dirección militar” (Sánchez 2015, 18).
Ello aseguró las condiciones políticas necesarias, tanto para el sometimiento y
disciplinamiento de la fuerza de trabajo, como para el cercamiento de tierras
que
caracteriza el proceso general de inserción dinámica de las naciones
latinoamericanas en la división internacional del trabajo, como productoras de
materias primas y alimentos. En este marco, Colombia en particular presenció una
fuerte disminución de las exportaciones de minerales como oro y plata (fuente
principal de la riqueza extraída hasta antes de 1850) y una demanda creciente
de
producción agrícola (tabaco, algodón, quina, añil y, sobre todo, café y plátano)
por
parte de los mercados externos, la cual se dio junto al incremento de las
importaciones de bienes de consumo (LeGrand
2015). A decir de Renan Vega
(2002), aunque este proceso se inició en ciertas regiones y ciudades,
hacia 1870 y 1930 se extendería por todo el territorio, apoyado de la construcción
de infraestructura de transportes (ferrocarriles, puertos, carreteras) y de la
implantación de “enclaves imperialistas”, en los cuales se produciría petróleo,
banano y caucho en las condiciones de trabajo extremas que definen las formas
que
asumió la violencia cuando el patrón de la reproducción del capital en Colombia
giraba en torno a la exportación agro-minera. Pues estos sectores, como es el
caso
de la producción cauchera (emplazada en la Amazonía colombiana), solo pudieron
sostenerse por el sometimiento de una gran número de indígenas a un “sistema
esclavista y criminal de trabajo que [terminó por aniquilarlos] por completo no
solo
de Colombia, sino de otros países de la cuenca amazónica” (Vega 2002,16).
Todo ello estableció la pauta para la reproducción del capital en el país hasta las
primeras décadas del siglo xx, en términos de una triple dimensión que cambiaría más
adelante: “de los valores de uso en los que encarna, de los procesos de explotación
que establece, y de la subordinación y dependencia en que se mueve frente a los capitales
de las economías imperialistas” (Osorio 2005, 4). De manera que, en un segundo momento, uno de los más álgidos en la historia colombiana,
la violencia adquirió nuevas formas producto de la creciente diversificación social
que trajo consigo el avance de la industrialización. Dentro de la historiografía colombiana,
este periodo, comprendido entre 1940 y 1960 aproximadamente, ha sido denominado “La
Violencia” debido al reconocimiento de una confrontación mucho más evidente entre
las clases dominadas (sociedad civil, obreros y, sobre todo, campesinos) y las diferentes
fracciones de la clase dominante. Aunque en este conflicto, “la guerra misma, su conducción
en el plano militar, la hizo el pueblo y principalmente el campesinado” (Sánchez 2015, 18), disputando, en principio, su representatividad partidista en el aparato estatal.
Destaca pues, el carácter insurgente que tomó el conflicto y, sobre todo, su esencia
agraria que contrastaba fuertemente con el predominio industrial que experimentó la
economía colombiana durante ese periodo. Por lo demás, consideramos que en esta contradicción,
escasamente reconocida, es posible encontrar algunas pistas para interpretar los vínculos
entre la lucha de clases de la que da cuenta la periodización de la llamada “Violencia”
y las formas, los medios y los efectos producidos por el cambio del patrón con el
que se reprodujo el capital en Colombia en ese momento.
Al respecto, Ruy Mauro Marini (1973) señala que la
industrialización latinoamericana da cuenta de una nueva jerarquización de la
economía mundial capitalista, basada en la redefinición de una división
internacional del trabajo en la que, producto del progreso técnico, las etapas
inferiores de la producción fueron transferidas a las periferias en condiciones
de
mayor explotación, tanto en términos de intensificación y de elevación de la
productividad del trabajo, como de la tendencia a remunerar al trabajador en
proporción inferior a su valor real, lo que permitió que la
“acumulación [dependiera] en lo fundamental más del
aumento de la masa de valor -y por ende de plusvalía- que de la cuota de
plusvalía”, pues el hecho de que las mercancías producidas estuvieran
destinadas a realizarse en el mercado mundial, terminó por separar al interior
de
las economías “el aparato productivo de las necesidades de consumo de
masas” (Marini 1973,
72). De modo que el auge industrial en la región implicó
la agudización de las relaciones de dependencia frente al capitalismo central,
bajo
modalidades nuevas, vinculadas con la reducción de las importaciones “de bienes
de
consumo y su reemplazo por materias primas, productos semielaborados y maquinaria
destinados a la industria” (Marini 1973, 66),
es decir, por la importación de capital para ramas, en su mayoría, productoras
de
bienes suntuarios (tanto manufactureros como agroindustriales).
Sin embargo, debido a que en algún momento ello supuso serios problemas para la realización
del volumen creciente de mercancías, mediante el intervencionismo estatal y la inflación,
verificados como tendencias generales en Latinoamérica, se dio un acercamiento relativo
y corto de las capas inferiores nacionales al consumo, incluyendo al de bienes suntuarios.
En Colombia en particular, ello incentivó una urbanización acelerada y la migración
masiva de población rural que buscaba -de manera forzada o “voluntaria”- nuevas oportunidades
en los núcleos regionales industriales (de textiles, cemento y energía), acompañada
de una reconfiguración de la agricultura de exportación (principalmente y ahora de
manera ampliada e industrial, de plátano y de café) que se desarrolló en medio de
disputas abiertas entre colonos, terratenientes y empresarios por la propiedad de
la tierra y el tipo de trabajo.
Esto último puso de relieve la transformación del fundamento de la “diferenciación
espacio-temporal entre lo rural y lo urbano” (Echeverría 2013, 13) en el país, es decir, el cambio en su estructura productiva-consuntiva según las
tendencias de un patrón de reproducción del capital, fundado en una industria o agroindustria
carente de bases jurídicas o políticas que posibilitaran la incorporación plena de
la tierra y la fuerza de trabajo para la producción en la totalidad del territorio,
pues el despliegue de dichas tendencias se dio sin afectar el régimen -defendido por
la clase terrateniente conservadora- de la gran propiedad privada de la tierra,5 que se había concentrado en Colombia desde el siglo anterior y que excluía a la clase
trabajadora rural y a las mayorías campesinas.6
Ello condicionó, por una parte, “la insuficiente capacidad de respuesta de la producción
agrícola frente a las demandas de materias primas y alimentos propias del proceso
de industrialización” y, por otra, la emergencia de “dinámicas de relación espacial
a través de procesos de toma de tierras y de colonización campesina, los cuales, además
de ampliar la frontera agrícola, terminaron sometidos a la activación recurrente de
dispositivos de violencia y despojo de las tierras así valorizadas” (Estrada 2015, 7). Esto dio pie a la insurrección y al conflicto brutal de la guerrilla colombiana,
del movimiento obrero y en sus comienzos, de la sociedad civil con el Estado, ya no
solamente para la incorporación popular al aparato estatal, sino incluso para la transformación
radical de las condiciones económicas, políticas y sociales que imperaban.
En ese sentido, la introducción de formas industriales en Colombia se acompañó de
una reconfiguración del territorio que trajo consigo la emergencia de nuevas formas
de explotación, de violencia y de despojo que, agravadas por la permanencia del latifundio
improductivo, especialmente ganadero, [y] la propiedad minifundista” (Estrada 2015, 7), terminaron por golpear con especial fuerza a los trabajadores agrarios, tanto a
los que permanecieron en el campo como a los que fueron desplazados a las ciudades
para favorecer el abaratamiento del conjunto de la fuerza de trabajo. Sin embargo,
los efectos más significativos de este proceso se presenciaron en la producción cafetera,
la cual se posicionó como la principal actividad exportadora y generadora de las divisas
requeridas por el avance de la industrialización, convirtiéndose así (aunque no sin
conflictos con las demás fracciones de la clase dominante) en el sector en torno al
cual girarían las políticas económicas durante este periodo.
Pese a ello, como menciona Jairo Estrada, lo anterior no fue indicativo de un programa
de industrialización continuo y sistemático dirigido por el Estado colombiano, sino,
más bien, de uno que profundizaba la dependencia, es decir, el “predominio de la exposición
a la economía mundial y la apertura a la inversión extranjera” (2015, 8), lo que devino
en el control y la monopolización del mercado interno por parte del capital transnacional,
así como en la creación de políticas proteccionistas que intentaron dirimir el antagonismo
entre las burguesías agrarias, industriales y los antiguos terratenientes (tanto los
partidarios del partido conservador como del liberal) para dirigir su atención hacia
las demandas crecientes de café. No obstante, esta medida estatal se enfrentaría con
el problema que sugerían los “pequeños y medianos productores [de otros bienes], los
sectores intelectuales, los obreros y empleados urbanos, es decir, la clase trabajadora”
(Estrada 2015, 9) que estaba en formación y crecimiento.
En términos generales, lo anterior constituye lo que de manera mayoritariamente peyorativa
y vaciada de contenidos de clase define la periodización oficial de este momento en
la historia colombiana y cuya función ideológica ha sido central para asignar “a la
Violencia el carácter de un Gran Sujeto Histórico trascendente, exterior a los sujetos
implicados en el conflicto y que como tal, […] permite despersonalizar las responsabilidades”
(Sánchez 2015, 19) de quienes la hicieron fungir, según los proyectos que representaban en el aparato
estatal, como mediadora para la transformación económica, política y cultural que
demandaba el capital para su reproducción en Colombia. Aunque, a decir de Estrada (2015), además de que en este periodo de despliegue y expansión industrial capitalista se
activaron mecanismos de disciplinamiento y de control mu cho más extremos que desestructuraron
algunas luchas, se dio pie a otras con cualidades totalmente distintas.
En efecto, si la acusada “Violencia” había cobrado la vida de por lo menos 200 a 300
mil personas, y el desplazamiento forzado de otros 2 millones (Rueda 2000), para darle
fin a este periodo, el Estado requería encontrar vías para solventar las disputas
constantes entre los partidos Liberal y Conservador. Una de ellas fue la conformación
en 1958 del Frente Nacional, que acordaba la alternancia del poder, la división equitativa
de los cargos burocráticos y la realización concertada de los proyectos burgueses
de las fracciones de clase implicadas. Sin embargo, con el debilitamiento del proceso
de industrialización al que se asistió a finales de la década de los cincuenta, producto
del agravamiento de la crisis de sobreacumulación del capital en el mundo, las medidas
tomadas por el Frente Nacional generaron rápidamente una gran acumulación de demandas
por la escasa representatividad política-económica de los grupos subalternos, que
llevaron a los movimientos populares (rurales y urbanos) a distanciarse de los núcleos
guerrilleros liberales a los que se habían anclado para enfrentar el conservadurismo
estatal.
A partir de entonces, la violencia que se había ejercido con especial rigor contra
el campesinado tomó un sentido distinto que, siguiendo el estímulo político de los
levantamientos socialistas y comunistas que se desarrollaron en otros puntos de Latinoamérica
durante ese periodo, estuvo dirigido “a la contestación armada, en la forma de autodefensa
y de guerrilla campesina” (Estrada 2015, 10). Indudablemente, el ejemplo más significativo de ello lo constituye la conformación
en 1964 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de
Liberación Nacional (ELN), que elaboraron planes militares con una fuerte impronta
de transformación agraria y de empoderamiento campesino, justamente en un momento
en el que el patrón industrial que había asumido la reproducción del capital en el
país estaba por entrar en un nuevo proceso de reestructuración que parecía reposar
en el deterioro aún mayor de las condiciones de vida no solo de los campesinos, sino
del conjunto de la fuerza de trabajo colombiana.
La actualidad de la violencia para la reproducción del capital
A decir de Estrada, a partir de los sesenta comenzaron a hacerse notorios los signos
del deterioro y el fracaso político del patrón industrial que había seguido el capital
para su reproducción en Colombia, no solo porque entonces la economía debió abrirse
al comercio, pues no logró consolidar la esperada producción de bienes intermedios
y de capital; sino también, porque registró la pérdida de la centralidad de la producción
cafetera, que presionó “la generación de rentas sustitutivas para compensar los efectos
sobre la balanza de pagos [...] y la política macroeconómica” (2015, 11), lo cual
tuvo fuertes impactos en materia de producción e ingresos, sobre todo en los trabajadores
agrícolas, que se vieron obligados a buscar otras vías de supervivencia. Es por ello
que, a comienzos de los años sesenta, el Estado enfrentó el problema rural con una
propuesta de reforma a la Ley Agraria, que no prosperó debido a las pujas de los latifundistas
ganaderos y de los que en las décadas anteriores habían impulsado la tecnificación
capitalista en la producción agrícola. Con ello, se “selló cualquier posibilidad de
democratización de la propiedad sobre la tierra por vía institucional [y] la única
opción que quedó al campesinado desposeído” (Estrada 2015, 11) fue dar continuidad a los procesos de colonización y toma de tierras, a lo que el
gobierno respondió con políticas de desarrollo rural inspiradas en el Banco Mundial.
Lo relevante de lo anterior es que colocó al sector agrario en una posición secundaria
dentro de la política estatal, la cual al principio centró su atención en la industria
de la construcción de vivienda, debido a que tenía una gran necesidad de acumulación
especulativa y financiera para salir de esta época de profundo estancamiento económico;
y, en la década siguiente, en la producción y el comercio de drogas ilícitas (primero
de marihuana y luego de coca), que se convertían “en un factor indispensable de la
estabilidad macroeconómica” (Estrada 2015, 12), en la medida en que estimulaban la especulación inmobiliaria, la concentración
de la tierra y la dinamización del sector financiero mediante el lavado de dinero.
Esto sentó las bases para que en la década de los ochenta, se produjera el vuelco
de la economía de las exportaciones (concentradas en el café), hacia la exportación
por ramas especializadas como las drogas, los recursos mineros-energéticos7 y, en fechas recientes, la agroindustria,8 producidos para satisfacer las demandas del mercado exterior. Esta situación, a su
vez, contrasta con la decadencia de la industria manufacturera, e incluso, con el
desplazamiento relativo de sectores que fueron fundamentales en los momentos anteriores
-como el café, aunque en la actualidad sigue siendo relevante-, y aquellos que garantizaban
parte del consumo interno, que ahora debe ser satis fecho en buena medida con la importación
de mercancías.
En especial, la cuestión de las drogas permite develar otro de los elementos fundamentales
en el desarrollo de la violencia en Colombia: la intervención imperialista de Estados
Unidos en la supuesta lucha contra el narcotráfico. En este sentido, en 1999 se concibe
el Plan Colombia como un acuerdo bilateral entre el gobierno colombiano y estadounidense
con el objetivo aparente de combatir la producción y comercialización de drogas. No
obstante, consistió realmente en un amplio programa de contrainsurgencia que buscaba
el fortalecimiento de las fuerzas militares colombianas para la lucha contra las guerrillas,
bajo la excusa de su nexo con el negocio de las drogas,9 pero que además, ocultaba otros intereses geopolíticos por parte de Estados Unidos;
ante todo de control de la región latinoamericana y sus recursos,10 y de establecimiento de alianzas políticas que derivaran en beneficios económicos
(como la firma del TLC con Colombia, y los beneficios comerciales obtenidos por los
productores de armas estadounidenses a los que el país realizaba compras importantes)
(Vega, 19-03-16). De esta manera, la injerencia de Estados Unidos y, en general, la bandera de la
lucha contra el narcotráfico en Colombia, fue un elemento central en el recrudecimiento
del conflicto armado en la década de los noventa, e incluso ha mantenido su centralidad
en la actualidad; un indicador de ello es el espacio que la lucha contra el narcotráfico
ha tenido, tanto en la política de Seguridad Democrática del gobierno de Álvaro Uribe,
como en los Diálogos de Paz encabezados por el gobierno de Juan Manuel Santos.
Estas nuevas tendencias geopolíticas y de producción, que rigen la forma actual en
que se reproduce el capital en Colombia, han ocasionado el despliegue de una reorganización
territorial de la que se hablará más adelante y cuyos fines principales son: adecuar
el territorio nacional para la producción, extracción y exportación de los bienes
estratégicos para el capital mundial -a los ya mencionados se suman otros como la
biodiversidad, el oxígeno y el agua, cuya consolidación como ejes de reproducción
apenas se empieza a poner en marcha (Estrada 2010)-, y, de manera simultánea, establecer las condiciones más favorables para la acumulación,
con el objetivo de atraer la inversión de capital extranjero necesaria para el desarrollo
de esas actividades económicas centrales, en pocas palabras, constituir al país en
un “lugar óptimo” para la acumulación de capital.
Las condiciones antes expuestas dan cuenta de una nueva configuración del Estado capitalista
colombiano, que coincide con la emergencia generalizada de lo que Joaquim Hirsch denomina
“Estado nacional de competencia”, un Estado “cuya política y estructuras internas
son determinadas decisivamente por las presiones de la ‘competencia internacional
por el lugar óptimo’” (2000, 100) y que implica dos hechos: en primera medida, que
la principal función del Estado es ahora configurar las condiciones óptimas para el
proceso de acumulación de capital en el marco de un proceso global en el que compite
con otras naciones que buscan ser “lugares óptimos”, por lo que ya no tiene en cuenta
los intereses sociales y políticos al interior de la nación, el bienestar material
de la sociedad, ni el crecimiento de la economía nacional; y, en segunda medida, que
son necesarias modificaciones estructurales, principalmente un proceso de “des-democratización”,
pues la política estatal queda supeditada a las presiones del capital internacional,
los movimientos del mercado mundial, y en especial a los intereses del capital transnacional,
por lo que las decisiones políticas importantes son desvinculadas de los procesos
democráticos (aunque estos siguen funcionando, cada vez tienen una menor injerencia
real) y de los intereses de la sociedad al interior de la nación. Por ello, el Estado
nacional de competencia presenta un alto grado de autoritarismo.11
En Colombia, el cambio de forma de Estado se ha acompañado de la inclusión de nuevos
actores al conflicto, como los paramilitares que se consolidaron en la década de los
noventa con el surgimiento de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y que aún
siguen operando bajo otros nombres, en alianza con las fuerzas militares y el capital
privado (latifundista e industrial, tanto extranjero como nacional); y los narcotraficantes
que emergieron en la década de los ochenta con los grandes carteles de Medellín y
Cali, agregando mayor complejidad al conflicto, como mencionamos anteriormente. A
partir del surgimiento de estos nuevos actores, se generan también nuevas formas de
ejercicio de la violencia que, aunque parecen desvinculadas u opuestas, mantienen
relación con el Estado y tienen la función de mediar el establecimiento de las condiciones
objetivas y subjetivas óptimas para la llegada del capital transnacional. De manera
que, a pesar de su cambio de forma, el Estado sigue siendo una mediación necesaria
para la consecución de las condiciones económicas, políticas y sociales que permiten
la concreción de la reproducción del capital en una ESCA la nacional, como parte del
proceso de reproducción global del capital. Pero, por otra parte, el cambio del patrón
de reproducción y, por lo tanto, de los ejes de acumulación que se ha presenciado
en fechas recientes, también ha implicado un reacomodo al interior del aparato de
Estado, pues en medio de este proceso, las burguesías minera, agroindustrial y financiera
han tenido que ampliar su poder político para imponer sus intereses y proyectos como
ordenadores de la vida social.
Esto fue especialmente notorio durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010)
y más aún durante el de Juan Manuel Santos (a partir de 2010), quienes asumieron la
presidencia como representantes de alguna de esas fracciones de clase. De manera que
las medidas y políticas desplegadas por el aparato de Estado que personifican estos
presidentes han respondido a dichos proyectos que se encuentran en consonancia con
las necesidades de la nueva forma de reproducción del capital y con el tratamiento
que esta última requiere dar al conflicto en particular y a la violencia en general.
En el caso de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, existe un claro pilar político en
cada uno de sus proyectos, que determina la forma que adopta la ilusión de comunidad
y la manera en la que ésta se construye: la guerra en el primer caso y la paz en el
segundo. Dichos pilares se vieron materializados en la Política de Defensa y Seguridad
Democrática por un lado, y en el proceso conocido como Diálogos de Paz por el otro.
La Política de Defensa y Seguridad Democrática consistió en la implementación, con
la ayuda de Estados Unidos, de una amplia y sistemática ofensiva militar contra los
grupos insurgentes y otros grupos armados ilegales, que debía ir acompañada de un
apoyo activo de la sociedad civil en las tareas de los órganos de seguridad del Estado12, con el fin de lograr la consolidación del control estatal del territorio, la protección
de la población y la eliminación del narcotráfico en Colombia. Por su parte, los Diálogos
de Paz hacen referencia a las conversaciones que se desarrollaron entre el gobierno
nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP)
desde septiembre de 2012. Su resultado fue la firma del Acuerdo de Paz en noviembre
de 2016 y el proceso de implementación del mismo, que se adelanta en la actualidad
en los seis frentes que fueron discutidos para acordar la terminación del conflicto
armado: política de desarrollo agrario integral, participación política, fin del conflicto,
solución al problema de las drogas ilícitas, víctimas, e implementación, verificación
y refrendación.
Los proyectos políticos de guerra y paz: lo común en las diferencias
Hasta el momento hemos hecho un somero recorrido por la historia del conflicto armado
en Colombia, desde sus orígenes en la época de La Violencia, pasando por el surgimiento
de las guerrillas de izquierda y la consolidación del conflicto armado -del que también
participó el Estado con sus fuerzas militares y paramilitares, así como los grupos
ligados al narcotráfico-, hasta la actual etapa de declive del conflicto, afianzada
con la firma de los Acuerdos de Paz con las FARC y la negociación en curso con el
ELN. A la llegada a esta última etapa, tuvieron injerencia tanto las medidas guerreristas
del gobierno Uribe, como las estrategias de negociación del gobierno Santos. Ahora,
en este momento en el que parece haberse alcanzado el objetivo común de paz, propuesto explícitamente por los dos proyectos -a pesar de sus diferencias en cuanto
a los medios para alcanzarla-, vale la pena plantearnos algunas preguntas. ¿Realmente
la finalización progresiva del conflicto armado y, en específico, de la existencia
de las guerrillas, trae consigo la paz? ¿Qué tipo de paz era la que esperaban conseguir estos proyectos políticos? ¿Para qué y para quién
era necesaria la consecución de esta paz?
El carácter violento del capitalismo
El capitalismo es un sistema violento por naturaleza, en tanto requiere para su reproducción
de la jerarquización y el ordenamiento de la sociedad en clases antagónicas, así como
la imposición de manera efectiva de dichas relaciones de poder en todos los espacios
de la vida social (Osorio 2014). Estos procesos de explotación y dominio son violentos en sí mismos, en tanto implican
la apropiación y el control de la vida misma de los trabajadores por parte del capital,
pues mantienen la ficción de que estos últimos deben vender su fuerza de trabajo en
ese marco de relaciones. A su vez, la reproducción y expansión de este orden social
desigual e injusto requiere “mecanismos materiales e ideológicos de control extremadamente
fuertes y eficaces, que por un lado sirvan de contención al descontento y las movilizaciones
sociales y por el otro presenten la desigual vida cotidiana como un proceso histórico
irrefutable e inmutable” (González 2012, 352); esto es, requiere de la violencia en sus más diversas manifestaciones. En ese sentido, Slavoj Žižek (2009) propone identificar dos formas de expresión de la violencia: la estructural u objetiva, es decir, la violencia inherente al sistema, que parece anónima porque no es atribuible
a individuos concretos, “las más sutiles formas de coerción que imponen relaciones
de dominación y explotación incluyendo la amenaza de la violencia” (p. 20); y la subjetiva, que es la violencia física e ideológica ejercida por agentes sociales o aparatos
represivos (Žižek 2009), que constituye “una expresión de la estructural, es su forma más visible, pero
también es una manifestación que encubre y desvía la atención de los fundamentos de
la violencia estructural” (González 2012, 352).
El conflicto armado colombiano se presenta, en ese sentido, como violencia subjetiva,
en tanto que tiene sus raíces -como lo deja claro su historia retratada líneas más
arriba- en la violencia estructural latente en la jerarquización de la sociedad para
la constitución y mantenimiento en el tiempo de una clase trabajadora sometida y disciplinada,
así como en el dominio sobre los recursos necesarios para la acumulación, y el acomodamiento
del territorio para la misma en diferentes épocas. Por tanto, constituye también una
expresión de esta violencia de carácter estructural que se oculta tras los actos más
visibles propios de la violencia subjetiva: el despojo, el desplazamiento, el secuestro,
la tortura, la desaparición, la muerte perpetrada con las armas de los actores del
conflicto.
Así, los discursos aparentemente distintos de los últimos gobiernos, pero tejidos
en torno al objetivo común de la consecución de la paz -o el fin de la violencia-, presentan una concepción limitada de la misma, ya que
al personificar la violencia en el conflicto armado, mostrándolo como su única expresión,
velan la violencia de carácter estructural, e incluso los otros actos de violencia
subjetiva que se presentan como desligados del conflicto y que persistirían una vez
superado este último.13 En este sentido, el fin del conflicto armado, y especialmente de las guerrillas como
uno de sus protagonistas centrales, no significa la consecución de una paz completa
y absoluta, estable y duradera como ha sido el eslogan del gobierno de Santos; aunque justamente es en esa apariencia
de paz absoluta que crea el discurso, en donde radica el éxito del mismo, pues, como
veremos más adelante, logró centrar la atención de la sociedad en el conflicto armado
y en el “enemigo subversivo” como los principales problemas para conseguir la paz,
así como el desarrollo económico y por lo tanto el bienestar social. Hecho que, entre
otras cosas, facilitó a los dos gobiernos el cumplimiento de las funciones del Estado
de competencia, es decir, el establecimiento, dentro de un marco aparentemente democrático,
de las condiciones óptimas para la llegada y reproducción del capital extranjero,
aunque esto implicara un detrimento de la situación de los trabajadores colombianos
y del grueso de la población.
Es así como, durante estos periodos presidenciales, fueron implementadas diversas
medidas en el ámbito laboral y tributario para favorecer los intereses del capital,
como la reforma laboral efectuada por el gobierno Uribe en el año 2002, que tenía
como fin flexibilizar la contratación y disminuir los costos laborales, con la consecuente
reducción de beneficios para los trabajadores.14 De igual forma, tanto Uribe como Santos establecieron reformas tributarias en las
que, entre otras cosas, ampliaron la base gravable del impuesto al consumo (IVA) y
aumentaron sus tarifas, hasta llegar a un 19% en el último gobierno. Estas constituyen
solo algunas medidas implementadas que contribuyen a reforzar la superexplotación
y con esto, la presencia de la violencia estructural.
El conflicto armado como obstáculo a la reafirmación del capitalismo
Vimos entonces que el conflicto armado y, en especial, los proyectos y discursos que
sobre la paz tejen los gobiernos de Uribe y Santos ocultan y desvían la atención de la complejidad
de la violencia en su condición estructural, lo que al mismo tiempo permite mantenerla,
en tanto constituye una condición esencial de la acumulación sistémica. Ahora, pretendemos
indagar en el cómo se consigue este propósito, y para eso es necesario volver a los
dos proyectos políticos. La Política de Defensa y Seguridad Democrática, y los Diálogos
de Paz, como materialización de los proyectos y discursos de Uribe y Santos, nunca
ponen en cuestión el sistema económico y social vigente, por el contrario, lo reafirman
como estructura ordenadora y articuladora de la sociedad actual, tanto discursivamente
como a través de las políticas que se derivan de estos grandes ejes y que están dirigidas
a permitir la reproducción del capital.
Es así como la política de Seguridad Democrática afirma la importancia de un “clima
de seguridad” para el buen desarrollo de la inversión, el comercio y la efectividad
del gasto público, elementos fundamentales para la producción y reproducción del capital
que, sin embargo, son presentados como condiciones para el desarrollo económico y
la generación de oportunidades de empleo en beneficio de la sociedad.15 Asimismo, durante los años de implementación de dicha política, fueron resaltados
en repetidas ocasiones los avances obtenidos en materia económica gracias a las mejoras
en la seguridad, como las condiciones de estabilidad que facilitaron el desarrollo
de los planes de inversión y consumo de las empresas y los hogares, y el mejor ambiente
de negocios (Zuluaga, 2009).
En lo que respecta a los Diálogos de Paz, Santos fue enfático en aclarar que el modelo
económico y político no estaba en discusión dentro del proceso de negociación con
las FARC (EFE, 23-02-14), ni en el otro proceso que se mantiene en la actualidad con el ELN. De igual forma,
Santos resaltó los beneficios económicos de la paz, como el incremento permanente del PIB entre 1.5 y 2.5 puntos adicionales, el aumento
de la inversión extranjera y la productividad, hechos que hasta el momento no habrían
sido posibles por el obstáculo que representa el conflicto armado.
Al ratificar la necesidad de la terminación de la confrontación armada para el correcto
funcionamiento del sistema económico capitalista al interior del país, por un lado
se hace explícito el objetivo de establecer el orden social en el territorio como
parte de las “condiciones óptimas” necesarias para la reproducción del capital nacional
y extranjero, aunque con el disfraz de la búsqueda del bienestar social; y, por otro
lado, se desconoce el origen histórico, político, social y económico del conflicto,
que como fue esbozado líneas más arriba, en el caso colombiano adoptó una forma violenta,
en la medida en que las clases subalternas acudieron a la rebelión armada como respuesta
a los mecanismos contrainsurgentes a los que ha recurrido el Estado para la preservación
del orden social y económico capitalista a lo largo de la historia (Estrada 2015), sobre todo, cuando dicho orden ha tomado una forma particular en Colombia, atravesada,
entre otras cosas, por una estructura de concentración de la tierra y por la disputa
entre diferentes fracciones y clases dominantes por mantener sus respectivos proyectos
políticos. Pese a esta realidad histórica, tanto el discurso político de Uribe como
el de Santos -aunque el primero de manera más contundente- muestran al Estado como
un ente desarticulado del conflicto armado y no reconocen su responsabilidad en la
conformación de lo que Estrada denomina “estructuras complejas de contrainsurgencia”,16 ni en el establecimiento de políticas económicas, sociales y de seguridad que han
contribuido a perpetuar y agudizar el conflicto. De esta manera, son discursos que
tienden a vaciarse de contenido histórico y, por tanto, de sentido político, enfatizando
el elemento ofensivo de la subversión y relegando el elemento defensivo de la misma.
Una vez que son velados estos determinantes políticos y económicos, es cuando el conflicto
armado puede ser presentado como el mayor obstáculo para el “desarrollo económico
y social” -y no como una manifestación de la lucha de clases-, bajo un discurso que
busca obtener consenso y unir a toda la sociedad (incluyendo las clases dominadas)
en torno a la lucha contra un enemigo común: el “enemigo subversivo”, que debe ser
derrotado por la vía de las armas o desmovilizado mediante el diálogo. Estos discursos
así construidos, y sobre todo el correspondiente al gobierno Uribe -además de los
actos violentos de contrainsurgencia en sí-, constituyen mecanismos de disciplinamiento
y control social, en la medida en que desalientan procesos sociales de resistencia,
reivindicación o transformación, mediante la estigmatización, criminalización o represión
de los mismos, reforzando así la inmutabilidad del sistema capitalista como estructura
ordenadora y articuladora de la sociedad.
La “pacificación” y reconfiguración territorial
La paz perseguida por los proyectos políticos de Uribe y Santos, era entonces la paz requerida por el capital para sus procesos de acumulación y reproducción en el país.
En este sentido, uno de los objetivos centrales, tanto de la política de Seguridad
Democrática, como de los Diálogos de Paz, fue adecuar el territorio a las necesidades
actuales del capital y, en especial, del capital trasnacional. La primera se enfocó
en recuperar militarmente amplias zonas del territorio nacional con el fin de lograr
la seguridad requerida por el capital para moverse libremente, transportar mercancías
y establecer inversiones.17 De esta manera, Uribe logró incrementar la inversión extranjera directa en un 164%
durante su primer mandato, concentrada en el sector minero y de hidrocarburos (Rodríguez 2014), es decir, en los sectores ejes de acumulación del patrón de reproducción actual.
A su vez, garantizó la seguridad para el capital de la clase terrateniente y la burguesía
ganadera a la que dicha administración representó. No obstante, el gobierno de Uribe
obtuvo estos resultados a un alto costo social, pues del total de víctimas y desplazados
del conflicto armado en Colombia durante los últimos 30 años, la ofensiva militar
emprendida por este gobierno en sus ocho años de duración ocasionó el 44% de las victimas
(más de 3 millones y medio de personas) y el 45% de los desplazados (más de 3 millones
de personas) (Valencia, 10-09-16). Sumado a lo anterior, Uribe implementó otras medidas de ordenamiento territorial
en detrimento de los campesinos, como la no adjudicación de Zonas de Reserva Campesina
bajo su gobierno. Todo esto, sin embargo, también contribuyó al alistamiento del territorio
para la inversión.
Asimismo, los Diálogos de Paz, y ahora la implementación de los Acuerdos, buscan la
recuperación de la parte del territorio nacional que se encontraba cooptada por los
grupos armados al margen de la ley, pero esta vez a través de un acuerdo negociado,
y con el claro interés de poner dicho territorio al servicio del capital trasnacional
y la burguesía agroindustrial y financiera. Estas intenciones quedan en evidencia
con hechos como la visita durante el proceso de negociación con las FARC de Gustavo
Grobocopatel, cabeza del grupo agroindustrial Los Grobos (Lewin, 20-03-16), caracterizado por producir bajo el modelo de agricultura por contrato (especialmente
en Argentina), lo que se conjugó con la aprobación paralela de la Ley de Zonas de
Interés de Desarrollo Rural Económico y Social, que precisamente contribuye al establecimiento
de las condiciones necesarias para el desarrollo de este modelo agroindustrial. Incluso,
en el actual proceso de implementación de los Acuerdos, resaltan las Alianzas Productivas
como una de las estrategias ampliamente promovidas para la producción en el campo,
las cuales permiten vincular a los pequeños productores con los de mayor tamaño, trayendo
beneficios sobre todo a estos últimos, con el abaratamiento de los costos de producción.
A modo de conclusión
Es posible encontrar una parte importante de las raíces del conflicto armado colombiano
y de sus cambios a través del tiempo, en la forma en la que se ha concretizado la
reproducción del capital en Colombia en diferentes momentos históricos, así como en
los requerimientos políticos, económicos, sociales y territoriales de la misma. Es
por esto que el conflicto armado constituye una expresión de la violencia estructural,
pero al mismo tiempo oculta su esencia con los actos de la violencia subjetiva. En
este sentido, la paz que proponían alcanzar los proyectos políticos aparentemente disímiles de Álvaro
Uribe y Juan Manuel Santos, y sus respectivos discursos, no es una paz completa o integral, en la medida en que no busca el fin de las relaciones violentas
que sustentan el orden social. Así, la terminación del conflicto armado no implica
automáticamente la consecución de paz, lo que se reafirma con la violencia subjetiva que continúa aún durante la implementación
de los Acuerdos de Paz. La paz buscada se limita al restablecimiento del orden público, entendido como el fin de
las acciones insurgentes que resulta necesario para la reproducción del capital en
el territorio colombiano. En cambio, la consecución de una verdadera paz, que implique
el fin de la violencia estructural y subjetiva, solo es posible con la construcción
de otro orden social que no esté determinado por la violencia inherente a las relaciones
de poder y dominio que priman en la actualidad, y en donde sea posible la construcción
de una comunidad real, no ilusoria.