Las reflexiones que presento son resultado de las pesquisas desarrolladas en el pueblo
nuntajɨypaap1 de Santa Rosa Loma Larga, en el marco de la línea de investigación “Los pueblos indígenas
de México: diversidad cultural, discriminación y desigualdad social”, del Programa Nacional de Etnografía de las Regiones Indígenas de México, del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Santa Rosa Loma Larga es una comunidad rural perteneciente al municipio de Hueyapan
de Ocampo y está ubicada en la ladera sur de la Sierra de los Tuxtlas, a 380 m sobre
el nivel del mar. Según los datos ofrecidos por el INEGI (2010), en ella viven 1,737 habitantes, de los cuales 731 hablan el nuntajɨyi y 1,375 forman parte de un hogar donde el jefe o su cónyuge hablan esta lengua. Casi
todos son originarios del lugar y se consideran parte del pueblo nuntajɨypaap.
Sus expresiones religiosas, como las de los otros pueblos indígenas de México, han
padecido históricamente complejas dinámicas de invalidación, descalificación y subalternización
que las siguen colocando en una posición desigual respecto al amplio abanico de cultos
reconocidos oficialmente por el Estado mexicano. Nos encontramos frente a procesos
de larga duración, que comenzaron en el siglo xvi con la ola inicial de evangelización
cristiana que, asimismo, hunden sus raíces en los primeros siglos del cristianismo
y en el surgimiento de la cristiandad,2 vigentes aún en el marco de la actual e intensa diversificación del campo religioso
mexicano.
Considero que tales procesos pueden inscribirse en lo que Sirin Adlbi Sibai (2016) define como la colonialidad de la religión, refiriéndose a «la violencia epistemológica, espiritual y conceptual aplicada a
los otros pueblos, a los que desde el concepto cristianocéntrico de la religión, pretendidamente universal, se han equiparado sus otras experiencias, saberes, cosmovisiones,
filosofías y sus formas de ser/estar en el mundo para invisibilizarlas, borrarlas o inferiorizarlas y subalternizarlas
(Ibid. 102).
Como señala Cerutti (2014), el concepto “religión” se caracteriza por estar históricamente condicionado: pertenece
a la tradición cultural occidental de matriz cristiana -que hunde sus raíces en la
cultura y lengua latinas- mientras no se encuentra en antiguas civilizaciones tales
como la hebraica o la griega, en las grandes religiones orientales, o entre los pueblos
indígenas de distintas partes del globo. Según la misma autora, «en ámbito cristiano-occidental
comúnmente se entiende por “religión” […] un complejo orgánico, y enraizado en un
terreno comunitario, de creencias, prácticas rituales y de conductas éticas, que conciernen
a la relación con Dios [o más ampliamente] con el nivel sobrehumano» (Ibid., s/p). Esta definición es el fruto de un largo proceso histórico, iniciado por autores
cristianos entre los siglos II y V e. c., durante el cual la palabra religio se enriqueció de contenidos no contemplados en su significado original.
Así, en el horizonte politeísta romano este término se utilizaba para referirse principalmente
al componente cultual. Cicerón, por ejemplo, en De natura deorum (45 a. e. c.) hace derivar religio de relegere (considerar con atención), y define como religiosos a aquellos hombres que practican
de manera diligente y cuidadosa el conjunto de los ritos sagrados que asegura la prosperidad
del Estado romano. La religio es, en el mundo romano, el culto tradicional dirigido a los dioses y no implica la
aceptación de un corpus de doctrinas en las cuales creer. Es extraña a la búsqueda de la verdad y se basa
en criterios de utilidad y efectividad. Por el contrario, autores cristianos de lengua
latina como Tertuliano, Arnobio, Lactancio y Agustín de Hipona, definen el cristianismo
como religio vera y señalan la verdad como su componente determinante. El término religio se enriquece, de tal forma, al incluir las dimensiones ideológica y ética, junto
a la cultural. La progresiva transformación y ampliación de sus contenidos semánticos
es evidente en las etimologías propuestas por Lactancio y Agustín. Para el primero,
religio deriva de religare (enlazar estrechamente) y refiere a los lazos de dependencia que unen al hombre con
su creador, es decir, un dios único al cual hay que rendir culto. El segundo, la relaciona
con religere (elegir nuevamente), y la interpreta como el volver a elegir al dios verdadero, después
de haberse alejado de él.
Por otro lado, Sabbatucci (1991) ubica en el mismo ámbito apologético de los inicios de la era común (II-IV siglo)
una característica fundante del actual concepto de “religión”: la separación de la
categoría de lo “religioso” de la totalidad de la cultura y su identificación con
el cristianismo. Fue este quien inauguró la diferenciación entre una dimensión religiosa
y una cívica -al interior del mismo contexto cultural-, y, paralelamente, se instituyó
como religión única y universal,3 porque no estaba vinculada a un solo pueblo o a una sola cultura. Así, el cristianismo,
que creó la idea de religión y se identificó con ella, se volvió el parámetro de definición
y juicio de todo lo religioso: distinguió, en las culturas griega y romana, las expresiones
que definió como religiosas -por analogía con la fe cristiana- y las explicó como
una falsificación demoníaca del modelo divino, que solo el cristianismo encarna. La
relación entre este y lo que se definió como paganismo, entonces, es planteada como
una oposición entre Dios y el Diablo, es decir, una contraposición interior a la misma
religión cristiana (Ibid.), que al concebirse como la única religio vera, no contempla la posible existencia de una alteridad religiosa.
Con el “descubrimiento” de América, el cristianismo -ya identificado con la “civilización
occidental”: la cristiandad (Dussel 1981)- reprodujo en los territorios colonizados la oposición fundante entre religio y superstitio, que caracterizó su relación con el paganismo de los “antiguos”. Las culturas de
las “Indias Occidentales” fueron juzgadas desde una perspectiva religiosa: todas las
instituciones, creencias y prácticas comparables con la religión cristiana fueron
constituidas como falsas, inmorales, y fruto del engaño diabólico (Sabbatucci Ibid.; y Cerutti 2014). Los “indios” fueron definidos “idólatras”, condición que los hacía ontológicamente
inferiores a la Europa cristiana y a sus habitantes.
Es fundamental subrayar que, según señalan Mignolo (2005), Restrepo (2009), Quijano (1993, 1998) y Grosfoguel (2008, 2013), entre otros, la religión cristiana fue la primera base ideológica para la naturalización
de la superioridad del imperio cristiano y la justificación de la dominación política,
social, económica y epistémica de “Occidente”4 sobre los “bárbaros”5 indios americanos. Como detalla Mignolo (Ibid.), las concepciones teológicas cristianas sustentaron un conocimiento eurocentrado,
que extendió al “nuevo mundo” una clasificación prexistente del espacio, de la naturaleza
y de los seres humanos en una escala descendiente. El discurso “racista religioso”,
como lo define Grosfoguel (2013), cimentó la primera etapa de constitución del sistema-mundo capitalista/patriarcal
occidentalocéntrico/cristianocéntrico moderno/colonial aún vi gente y, así, se universalizó,
entre otras cosas, la cosmovisión cristiana-occidental-moderna. De tal forma, se naturalizó
y generalizó también la bipolaridad “cívico”/“religioso”, “religión”/cultura que,
como enfatiza Sabbatucci (op. cit.), opera solo en el horizonte cultural “occidental” y, con ella, el dualismo entre
mundo espiritual y material, cuerpo y alma, fe y razón, hombre y “naturaleza” (Grosfoguel
Ibid.; Adlbi Sibai 2016), extraño a las culturas indígenas de México.
De tal forma, podemos observar que, en la comunidad nuntajɨypaap de Santa Rosa Loma Larga, los especialistas rituales nuntajɨykɨwi no se perciben como exponentes de una “religión” autóctona, sino como reproductores
de un modo de ser y vivir heredados por “los de antes”; mientras que la palabra “religión”
se usa, generalmente, para referirse a los credos institucionalizados y de origen
externo.6
De igual forma, cabe subrayar que muchos de los santarroseños declaran “no tener religión”
y que más del 18% de los habitantes del municipio se declara “sin religión”, superando
abundantemente el 6.48% registrado para todo el estado de Veracruz (INEGI 2010). Las tasas tan altas de personas que no se adscriben a algún credo no evidencian
la presencia de elevados niveles de secularización en la zona, sino la creciente opción
para expresiones de religiosidad no institucionalizadas, la búsqueda de una mayor
autonomía religiosa y el regreso a creencias y prácticas autóctonas (vid. Vargas 2015; De la Peña 2004; y Aino 2015). Así, cuando los santarroseños dicen que “no tienen religión”, están afirmando que
no son miembros de alguna asociación religiosa reconocida oficial mente y de ninguna
manera rechazan la existencia de una dimensión sobre y extra humana, ni la posibilidad
de interactuar con ella. Lo antedicho permite vislumbrar, por ende, el origen externo
al universo simbólico nuntajɨypaap: a) tanto de la categoría de “religión”; b) como de la distinción entre lo “religioso”
y los otros componentes de su cultura.
Asimismo, hay que tomar en cuenta que, mientras en el transcurso de los siglos la
política cultural y misionera de la Iglesia romana ha pasado paulatinamente de la
inicial rigidez represiva a la aceptación, absorción y replasmación de las religiones
nativas,7 los credos de matriz protestante han adoptado «principios de intransigencia de tipo
agustiniano» (Lanternari [1983] 1997, 398), que los confrontan duramente con los sistemas religiosos indígenas.
Es cuanto ocurre, hoy en día, en la comunidad de estudio, en donde es posible observar
cómo la interacción entre las creencias y prácticas “religiosas” autóctonas y las
comunidades evangélicas y bíblicas no evangélicas locales, reitera frecuentemente
el modelo de asimetría, subsunción y contraposición interior de la primera cristiandad,
que niega la alteridad religiosa y la integra al horizonte cristiano, como expresión
desviante.
Por otro lado, considero que a estas condiciones de desigualdad, localizadas en una
región y un pueblo específicos de México, se suma la desigualdad estructural propiciada
por la legislación nacional. Sus grandes límites han sido expuestos ampliamente, ya
hace dos décadas, por los miembros de diversos pueblos originarios y varios académicos
que participaron en el “Encuentro Nacional sobre Legislación y Derechos Religiosos
de los Pueblos Indígenas de México” (vid. Escalante et al. 1998). En este contexto, se puso énfasis en las grandes limitaciones que imponen las leyes
del país a la libre expresión de creencias y prácticas religiosas propias de tales
pueblos, así como la urgencia de un reconocimiento oficial de sus derechos religiosos
como colectividades, además de como individuos. Se recordaron la destrucción y profanación
de lugares sagrados, los impedimentos para llevar a cabo ritos y ceremonias en espacios
naturales, templos históricos o áreas arqueológicas, fundamentales para sus cosmovisiones,
las prohibiciones de usar plantas enteógenas y de realizar cacería ritual, la ausencia
de un reconocimiento oficial de sus autoridades y sistemas religiosos que les permita
relacionarse, en condiciones de equidad, con los exponentes de las diversas confesiones
religiosas institucionalizadas y hacer frente a eventuales situaciones de conflicto,
entre otros problemas. Después de veinte años, las deficiencias señaladas, que involucraban
a la Ley Federal de Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, a la
Ley General de Salud, a la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente,
a la Ley de Caza, a los Artículos 24 y 130 de la Constitución y a la Ley de Asociaciones
Religiosas y Culto Público, no han sido enmendadas. Como detallaré más adelante, estas
condiciones de desigualdad estructural se enraízan tanto en la naturalización e imposición
del dualismo “religión”/cultura como en la construcción cristianocéntrica del concepto
de “religión”.
Con base en lo expuesto anteriormente, en este artículo analizo el peso del uso occidentalocéntrico
del concepto “religión” y la condición de colonialidad religiosa que adolece al sistema religioso nuntajɨypaap en dos ámbitos: a) el local, y, b) el nacional. Para la primera, me baso principalmente
en los resultados de mis investigaciones etnográficas en los municipios de Hueyapan
de Ocampo y Soteapan8 y me centro en las dinámicas interreligiosas que involucran al sistema religioso
nuntajɨypaap y a las confesiones cristianas evangélicas y bíblicas no evangélicas, presentes en
la comunidad de Santa Rosa Loma Larga. Para la segunda, propongo una primera lectura,
absolutamente no exhaustiva, del estatus de los sistemas religiosos indígenas en el
marco de la Ley de Asociación Religiosa y Culto Público y de su Reglamento. Considero que, entre estos dos niveles, existen vínculos importantes, aunque no
inmediatamente evidentes que, además, remiten al papel prístino y fundante de la religión
en la diferenciación colonial de América Latina.
Por otro lado, si la legislación nacional en materia religiosa propicia la desigualdad
religiosa de los pueblos indígenas de México y si la práctica evangelizadora de algunas
de las nuevas denominaciones cristianas no católicas, en comunidades autóctonas, no
deja de ser una acción hegemónica que, en algunos casos, llega hasta formas de proselitismo agresivo (Masferrer 2002), no hay que olvidar que estos pueblos se apropian de las nuevas ofertas religiosas
según sus necesidades e intereses y las adecuan a sus sistemas religiosos, a su organización
social y a sus culturas (Masferrer et al. 2010). Por ende, aunque la conversión hacia los nuevos movimientos religiosos entraña,
sin duda, una deculturación, adoptando la perspectiva de los consumidores indígenas
de bienes simbólicos y religiosos, se revela al mismo tiempo como uno de los caminos
posibles de resistencia, una estrategia de reivindicación frente a formas de poder
económico, religioso y político -externas o internas a su sociedad (Ibid., 307).
Partiendo de esta consideración, por lo tanto, abordo las dinámicas interreligiosas
en Santa Rosa Loma Larga no solo como viejas y nuevas expresiones de un poder colonial,
sino como mecanismos de resistencia, en la mayoría de los casos ocultos (vid. Scott [1990] 2000), a través de los cuales los nuntajɨykɨwi se apropian de discursos religiosos exógenos «para solucionar sus propios conflictos
y seguir manteniendo su proyecto identitario» (Ibid., 307).
El universo “religioso” de los nuntajɨykɨwi de Santa Rosa
Un primer paso para comprender el sistema religioso de los nuntajɨykɨwi de Santa Rosa Loma Larga es considerar su condición de “religión” colonizada. Parafraseando
a Miguel Bartolomé y Alicia Barabas ([1982] 1996), a partir de la llamada “conquista espiritual”, los nuntajɨykɨwi padecieron los embates de «una religión que legitimaba la empresa de dominación de
un pueblo sobre otro, pretendiendo transformar ideológicamente a los dominados» (Ibid., 261) y, para resguardar sus creencias y prácticas culturales, operaron una estrategia
social adaptativa que, por medio de la manipulación de los respectivos códigos simbólicos,
dio pie a un proceso de articulación simbólica.9
Como aclaran los mismos autores, el concepto de articulación simbólica «alude a la
no integración de los universos alternativos confrontados, haciendo énfasis en el desarrollo de
relaciones adaptativas que tienden a mantener la distancia que separa ambos sistemas,
a pesar de las diferencias de poder existentes y de la voluntad de dominación de uno
sobre otro» (op. cit., 262).
De tal forma, es posible observar mecanismos de “disfraz lingüístico”, “enmascaramiento
litúrgico”10 y “reinterpretación simbólica” por los cuales: a) se adoptan los nombres de entidades
sobre y extrahumanas del catolicismo para referirse a algunas deidades autóctonas;
b) los rituales y especialistas religiosos católicos se integran al sistema religioso
indígena, acompañando los propios o suplantándolos parcialmente, y, c) se apropian
símbolos y conceptos de la religión exógena, interpretándolos y usándolos según el
código local. En todos los casos, sin embargo, no existe una real sustitución ni una
síntesis conceptual, no hay asimilación o identificación de entidades y conceptos
prexistentes, sino «la “reformulación” de las nuevas entidades y conceptos, creando
así nuevas zonas de significado» (Ibid., 263).
Estos procesos de articulación adaptativa, aunque no resolvieron el conflicto estructural
derivado de la presión evangelizadora del cristianismo, hicieron posible la persistencia
del sistema religioso nuntajɨypaap que logró reproducirse y mantener un importante grado de autonomía hasta aproximadamente
la primera mitad del siglo XX.11
Es importante aclarar que, aunque los símbolos, conceptos, rituales y especialistas
religiosos cristianos ocupan un lugar aparentemente preponderante en este sistema
religioso, esto se debe justamente a su condición de colonialidad, así como a las
estrategias de articulación simbólica y de enmascaramiento, puestas en escena para
poder subsistir y reproducirse hasta la fecha. Por tal motivo, no me parece pertinente
considerar al sistema religioso autóctono como una manifestación de catolicismo popular
o indígena, sino como una expresión religiosa propia del pueblo nuntajɨypaap.
Una característica sustancial de tal sistema religioso, y de lo que aún queda de él
en la actualidad, es que ni en su praxis social y económica, ni en su horizonte simbólico,
los aspectos comúnmente definidos como “religiosos” están separados de los otros ámbitos
de la vida cultural. Sus creencias, prácticas e instituciones, de la misma forma que
su horizonte ético, refieren a reglas, conocimientos y acciones necesarias para relacionarse
con una dimensión extra y sobrehumana que, aún intangible, afecta todas las esferas
de la existencia. Por tal motivo, para el sistema religioso nuntajɨypaap no opera, además, la clásica distinción entre sagrado y profano, válida para el cristianismo.
Sus ritos y mitos12 permiten apreciar una concepción del hombre, de la sociedad, de la “naturaleza” y
del cosmos profundamente distintas de las de origen cristiano. Vemos, en primer lugar,
que una noción circular del tiempo se contrapone a la linealidad del devenir cristiano
y que, los que para el cristianismo son opuestos inconciliables del ser, para los
nuntajɨykɨwi mantienen relaciones de complementariedad, ciclicidad y/o coexistencia. Me refiero
a las díadas: vida-muerte, materia-espíritu, cuerpo-alma, individuo-comunidad, hombre-
naturaleza, macrocosmos-microcosmos. Así, para este pueblo, la relacionalidad y la
interdependencia son las características fundamentales de todo lo que existe. Los
seres humanos, los accidentes geográficos de su entorno inmediato, las plantas, los
animales, los entes extrahumanos, que habitan este y los otros planos del universo,
el cosmos entero, están dotados de vida, voluntad y capacidad de agencia. Todos se
encuentran interconectados en una red vital en la cual la subsistencia de cada uno
está inextricablemente vinculada con la de los demás. De tal manera, los espacios
silvestres y sus dueños garantizan el respeto de reglas importantes para la convivencia
comunitaria. Los chaneques13 y otros seres del encanto, por ejemplo, sancionan la transgresión del vínculo matrimonial, los conflictos intrafamiliares
y las disputas comunitarias. Estas mismas entidades cooperan con el hombre y facilitan
su subsistencia, al asegurar el buen éxito de prácticas tan importantes como la recolección,
la caza, la pesca o la agricultura; al brindarle protección de enfermedades, conflictos
e infortunios y al intervenir en los procesos terapéuticos (vid. Aino 2015 y 2016).
Al mismo tiempo, la dimensión social afecta directamente la biológica, e incide no
solo en el bienestar humano sino en el del medio natural que ocupa. Así, la salud
física de los individuos depende principalmente de la armonía de sus lazos familiares
y comunitarios, del respeto del equilibrio, la reciprocidad y el justo intercambio
en su interacción con los “otros”: humanos, extrahumanos y no humanos (vid. Aino Ibid.).
Esta visión del cosmos y del ser humano se ha sostenido y reproducido gracias a una
peculiar estructura organizativa. Como señala Uribe (2008, 196), tal estructura integra el nivel religioso y el cívico,14y se articula en tres sistemas: 1) el religioso, constituido por los encargados indígenas del templo católico y de los santos; 2)
el ceremonial, que se expresa en las mayordomías, y, 3) el civil, que comprende las instancias constitucionales del gobierno municipal y agrario (vid. Báez-Jorge [1973] 1990).
Los primeros dos sistemas se articulan e integran en la Junta Parroquial, que ocupa
una posición preeminente en dicha estructura. El tercero se encuentra, en los hechos,
subordinado a los otros dos, aunque todos se imbrican y se interfieren mutuamente.15
El mecanismo de ingreso y de ascenso en tal jerarquía se basa en el sistema de las
mayordomías. De tal manera, el mérito religioso y el prestigio social son el resultado
de una actividad de intermediación entre la comunidad y la dimensión extrahumana,
que se manifiesta en un complejo conjunto de prácticas devocionales dirigidas a los
santos y vírgenes católicos.16
Las mayordomías regían la vida religiosa de los nuntajɨykɨwi y, al mismo tiempo, demarcaban un territorio sociocultural, sancionaban una esfera
de influencia cívica, mantenían la cohesión de este pueblo y reafirmaban su identidad
(vid. Uribe op. cit.). Los santos, sus mayordomos, y otros miembros de la Junta Parroquial, se desplazaban
en peregrinaje a lo largo de una región no solo devocional,17 que incluía a Santa Rosa y Sabaneta,18 y cuyo límite, hasta por lo menos la década de 1950, llegaba a Los Mangos.
Es importante recordar que las autoridades y los especialistas rituales indígenas,
que articulaban el sistema religioso de los nuntajɨykɨwi, se encontraban principalmente en Soteapan. Asentamiento entre los más antiguos de
este pueblo,19Xoteapa se caracterizaba, hasta hace algunas décadas, por tener la organización ceremonial
más elaborada a nivel regional y por ser el centro religioso preponderante de este
complejo sociocultural (Báez-Jorge op. cit.). La Junta Parroquial local se componía, por lo menos hasta hace algunos años (Uribe
op. cit.), de un presidente, un vicepresidente, un secretario, un tesorero, un número indefinido
de “pasados”,20 cuatro fiscales, un mayordomo por cada uno de los santos que se festejan en la comunidad,
dos diputados por cada mayordomo, los cantores-rezanderos, los tamboreros y piteros,
el campanero-sacristán, las viudas de mayordomos y los nuevos.21 Su función principal era, y sigue siendo, la de organizar y liderar la celebración
del ciclo festivo de los santos. Conjuntamente, ejercían un rol directivo en los ámbitos
ritual y ceremonial, e influían significativamente en el quehacer político-administrativo
(Ibid.).
Existía, además, otro polo de poder, representado por autoridades y especialistas
que definiré como “carismáticos”.22 Estos podían desarrollar actividades autónomas, respecto a las que presidía la Junta
Parroquial, o coordinarse con tal institución durante los festejos dirigidos a los
santos u otros momentos rituales importantes para toda la comunidad. Un ámbito fundamental
de acción de tales especialistas era el doméstico y privado; intervenían en las etapas
fundamentales del ciclo de vida, en el cuidado de la salud y en la protección de las
labores productivas.
Estos cargos no eran temporales y de acceso abierto, como casi todos los de la Junta
Parroquial, sino permanentes; requerían de cierto proceso de aprendizaje-iniciación,
de cualidades y aptitudes peculiares, de determinadas condiciones civiles y/o de edad,
y de un manejo especializado de las relaciones con lo extrahumano. Me refiero a: 1)
los tsoca, manipuladores del clima y protectores de los pueblos; 2) los tsóyoypaapc, médicos autóctonos que pueden especializarse en la curación de piquetes de animales
ponzoñosos, de enfermedades del sistema músculo-esquelético o de problemas ginecológicos;
pueden usar remedios herbolarios o practicar rituales terapéuticos tales como las
limpias y el copaleo; 3) los músicos, que tocan violines y jaranas; 4) los interpretes de las danzas del
Tigre, la Malinche y la Basura, y, 5) las popcobac, ancianas encargadas de preparar los alimentos rituales y dirigir los ritos fúnebres.
Estas figuras siguen existiendo en varios centros del territorio nuntajɨypaap, aunque es frecuente que, debido a la erosión del sistema religioso autóctono, se
dé un proceso de aglutinación por el cual distintas funciones y cargos terminan confluyendo
en una sola persona.
Cabe subrayar que tanto la estructura cívicorreligiosa como las autoridades “carismáticas”
son parte, a nivel regional, de un sistema religioso más amplio, que aún vincula los
nuntajɨykɨwi y las comunidades nahuas del sur de Veracruz. Este sistema, según sugiere Uribe (2008) -apoyándose en Aguirre Beltrán (1952, apud Uribe Ibid.) y Münch (1973, apud Uribe Ibid.)-, ahonda sus raíces en el pasado prehispánico y ha permitido «adaptar y mantener
la estructura social y cosmovisión indígena ante su integración progresiva al gobierno
colonial» (Ibid., 193) y, luego, al Estado mexicano. En la actualidad, a pesar de su deterioro y
parcial desarticulación, sigue desarrollando un importante papel de resistencia cultural,
social e identitaria (vid. Uribe Ibid.).
Santa Rosa Loma Larga y su campo religioso
Actualmente, Santa Rosa Loma Larga, como muchos pueblos de la región, se caracteriza
por la coexistencia del sistema religioso autóctono y de varias confesiones de matriz
cristiana. Su diferenciación empezó a principios de 1950, en el marco de los profundos
procesos de transformación que, especialmente desde la década anterior, embistieron
el sur de Veracruz, en nombre da la “modernidad” (vid. Aino 2015). En 1952, con pocos meses de diferencia, se establecieron en el pueblo dos comunidades
cristianas no católicas: La Unión de Iglesias Evangélicas Independientes y la Iglesia
Adventista del Séptimo Día.23
El impacto de este suceso en la comunidad fue notable. Varios de mis colaboradores
locales me han narrado que, en ese entonces, un número importante de especialistas
rituales santarroseños se convirtió a las nuevas “religiones”, que muchos quemaron
sus libretas de cantos y rezos, abandonaron sus instrumentos musicales y dejaron de
interpretar sus danzas.
Desde su fundación en 1866, Santa Rosa se había integrado, como una más de las comunidades
del territorio nuntajɨypaap,24 bajo la influencia religiosa de Soteapan. Era común, entonces, que una familia santarroseña
“pidiera un santo”, para obtener un favor o cumplir una promesa, y que en la velación
participara buena parte de la población con ofrendas y oraciones. Los lazos religiosos
entre Santa Rosa y Soteapan, asimismo, eran fortalecidos por vínculos de parentesco
ritual. Era frecuente que los santarroseños llevaran a bautizar a sus niños en la
localidad serrana, durante las grandes celebraciones anuales en honor de San Pedro
y San José, en la Semana Santa o en otras circunstancias festivas.
Por otra parte, es significativo señalar que en estos tiempos en Santa Rosa no existía
un templo católico,25 no había una junta parroquial local, ni una organización ceremonial vinculada a la
celebración de mayordomías. Por ende, en el pueblo no se encontraban exponentes de
los peldaños más elevados de la jerarquía religiosa nuntajɨypaap, sino especialistas rituales “carismáticos” que se desempeñaban principalmente en
el ámbito ceremonial y ritual doméstico. En las narraciones de mis colaboradores,
se habla de sabios que podían controlar el clima, de hombres o mujeres que practicaban
distintas especialidades terapéuticas, llevaban a cabo ceremonias fúnebres, rezaban,
cantaban, realizaban danzas rituales, o tocaban para los difuntos y los santos.
Lo antedicho evidencia una condición de subordinación y dependencia religiosa, compartida
con otras comunidades de la región que, de igual forma, no contaban con una iglesia,
ni con un liderazgo ceremonial local. Al mismo tiempo, sin embargo, existían poblados
nuntajɨykɨwi con una capilla, una junta parroquial y mayordomías propias, como por ejemplo San
Fernando, Benito Juárez y Ocozotepec (vid. Báez-Jorge [1973] 1990). No obstante su jerarquía religiosa y su estructura ceremonial fueran, de alguna
forma, secundarias respecto a la soteapense, su presencia ha favorecido la reproducción
y mayor persistencia del sistema religioso autóctono.26
Regresando a mi localidad de estudio, un personaje importante de su campo religioso
fue Don Bernardo, un danzante y médico local que, a mediados del siglo pasado, había
adquirido personalmente algunas imágenes sagradas, incluida la de Santa Rosa de Lima,
y las “cuidaba” en una choza. La gente traía flores, prendía velas y acudía a los
santos para “levantar confirmaciones”. La gestión del culto era totalmente autónoma
y estaba a cargo del terapeuta que, entre otras cosas, organizaba festejos para la
Santa homónima27 del pueblo. Un incendio, ocasionado, según las distintas versiones, por las velas
que se solían dejar prendidas o por feligreses de alguna “religión”, destruyó la choza
y perturbó estas prácticas. Luego, a la muerte del anciano, uno de sus hijos regaló
-o vendió- todas las estatuas a la iglesia de Los Mangos, y la gestión local del culto
a los santos quedó definitivamente suspendida.
Paralelamente, la difusión de los distintos credos evangélicos y bíblicos no evangélicos
propició el abandono de los cultos vinculados con el catolicismo; las peregrinaciones
dejaron de llegar a la comunidad, los bautizos católicos se redujeron de manera importante
y los lazos religiosos con Soteapan se fueron erosionando progresivamente. Varios
de los especialistas locales se convirtieron al “Evangelio” y abandonaron sus oficios
rituales. Don Eusebio, por ejemplo, era uno de ellos; con su violín ejecutaba los
Sones de Muerto que acompañan la celebración de los velorios. Cuando surgió la comunidad Adventista
en el poblado, se unió a ella y abandonó su instrumento.28
De tal manera, los cultos católicos se suspendieron y se reanudaron solo a finales
de los años 90,29 gracias a la llegada a la comunidad de una familia de Catemaco, que se preocupó por
recuperar la imagen de Santa Rosa e impulsó el surgimiento de una pequeña iglesia.
Actualmente, la católica es una de las comunidades menos consolidadas e influyentes
en el poblado, y la animan principalmente avecindados no indígenas.30
En concordancia con lo expuesto, hoy en Santa Rosa el sistema religioso nuntajiypaap no se expresa en prácticas asociadas al catolicismo, sino en rituales privados, oficiados
por los interesados directos o por un médico indígena. Asimismo, los únicos especialistas
rituales autóctonos que, al parecer, operan hoy en día en el poblado son los tsóyoypaapc, los terapeutas locales. Sus atribuciones se enraízan en el horizonte simbólico y
la cosmovisión nuntajɨypaap, insertados en la más amplia tradición cultural mesoamericana.
Su cometido rebasa los límites de los cuerpos dolientes de sus pacientes, para mediar
tanto en las relaciones entre seres humanos, como en aquellas con entidades extrahumanas
que rigen el entorno natural, o se encuentran en otros niveles cósmicos. Así, además
de curar, auspician el restablecimiento de la armonía en las relaciones familiares
y comunitarias; “preparan” casas y potreros para garantizar seguridad, armonía, salud
y prosperidad; negocian con chaneques y otros seres del encanto cuando alguien hace un mal uso del territorio y sus recursos; y protegen al pueblo
de conflictos, infortunios y desórdenes, entre otras cosas (vid. Aino 2015).
Por todo lo antedicho, la persistencia de los tsóyoypaapc, como los últimos especialistas rituales nuntajɨykɨwi en el pueblo, no me parece casual. Estos hombres y mujeres de conocimiento (vid. Bartolomé 2004) son mucho más que “brujos y curanderos”, como arbitrariamente han sido llamados,
y fungen «como depositarios y actualizadores de las cosmovisiones indígenas» (Ibid., 121). De hecho, como subraya Bartolomé (op. cit.), «cada vez que una persona de conocimiento realiza una curación involucra a su
paciente en un universo simbólico compartido, que vuelve a participar en la vida cotidiana
con la intensidad emocional que brindan la angustia de la enfermedad y el deseo de
la curación. Así toda curación supone una reactualización de la identidad social […]»
(Ibid., 119).
Por otro lado, el campo religioso santarroseño se caracteriza, también, por la presencia
de varias organizaciones institucionalizadas, tales como: la Iglesia Adventista del
Séptimo Día, los Testigos de Jehová, la Iglesia católica, la Iglesia de Jesús y ocho
denominaciones pentecostales, con un total de catorce distintas agrupaciones religiosas.31 En el pueblo viven, asimismo, unos pocos miembros de la Voz de la Piedra Angular,
cuya comunidad más cercana está en Los Mangos, y un pequeño grupo de feligreses adscritos
a la Luz del Mundo,32 cuyo templo surge en la cercana Barrosa.
La casi totalidad de las comunidades religiosas cristianas no católicas de Santa Rosa
está bajo el liderazgo de lugareños y la mayoría de las confesiones ha sido introducida
y/o instituida por habitantes del pueblo. Un papel fundamental en su implantación
lo han tenido, asimismo, migrantes santarroseños que, durante su estancia en otros
estados de la República Mexicana o en Estados Unidos, se integraron a una confesión
religiosa cristiana no católica.
Desde una perspectiva individual, los motivos de conversión, adscripción a una asociación
religiosa o cambio de una a otra, están vinculados con vivencias existenciales como
el alcoholismo, la drogadicción, la enfermedad, la vejez o la muerte, propia y/o de
una persona querida. Sin embargo, las mismas características del campo religioso santarroseño
en los años 50 del siglo pasado permiten entrever también otros móviles, de carácter
más bien socioeconómico. Como ya mencioné, al principio de esta década Santa Rosa
se encontraba en una condición de total dependencia de las autoridades cívicorreligiosas
soteapenses, que garantizaban la reproducción de un modo de vida, de valores, de una
concepción de la realidad que, justamente en estos años, empezó a padecer con mayor
intensidad la presión de la lógica de la “modernidad”. Al convertirse a las “nuevas
religiones”, los santarroseños lograron independizarse de Soteapan en tres aspectos
de gran relevancia: a) el control del poder que deriva del manejo de lo “religioso”;
b) las modalidades de obtención de prestigio, y, c) la gestión de los recursos económicos.
En la actualidad, las relaciones entre los distintos credos en el pueblo, a pesar
de su número elevado, es aparentemente pacífica -aunque las opiniones que la gente
tiene de cada uno de ellos pueden variar mucho entre los extremos de la apreciación
y la crítica, y no faltan las tensiones entre los líderes de los diversos grupos-.
En el pasado, la convivencia interreligiosa parece haber sido menos serena, como se
puede inferir por la fundación, en los 60, de Samaria - poblado habitado por algunos
conversos al pentecostalismo-; y por las acusaciones que, en los mismos años, responsabilizan
a las “religiones” por la quema de la choza de Don Bernardo.
Por otro lado, a lo largo del tiempo, el número relativamente alto de agrupaciones
religiosas respecto a la población ha provocado una fuerte competencia que ha favorecido
una cierta tendencia a la movilidad interconfesional, y el conocimiento generalizado
de las diferentes propuestas religiosas. Son muchísimos los santarroseños que han
asistido a las campañas evangélicas de distintas denominaciones religiosas; varios
los que, en cierto momento, “perseveraron” en alguna de ellas -o en más de una-; numerosos
los que han abandonado la iglesia a la cual alguna vez se adscribieron y ahora “no
tienen religión”. De hecho, las comunidades religiosas del pueblo integran un número
relativamente reducido de miembros, y la mayoría de la población se mantiene al margen
de toda institucionalización religiosa.
Dinámicas interreligiosas, desigualdad y discriminación en Santa Rosa Loma Larga
Hoy en día, en Santa Rosa, las iglesias evangélicas y bíblicas no evangélicas representan
las fuerzas evangelizadoras más pujantes y, a pesar de que sus miembros no son mayoría
en la comunidad, están llevando a cabo un progresivo proceso de monopolización de
los bienes de salvación, subalternizando y excluyendo el capital simbólico y a los
especialistas religiosos locales. Estos últimos no son reconocidos como expresiones
de una espiritualidad “otra”, propia de una tradición religiosa autónoma y de igual
dignidad, sino más bien son subsumidos y degradados a manifestaciones de heterodoxia.
Los testimonios de líderes y miembros de las confesiones cristianas no católicas,
que registré en mis investigaciones de campo, dejan ver que las expresiones del sistema
religioso nuntajɨypaap son consideradas generalmente como muestras de brujería, ocultismo y espiritismo,
vinculadas con fuerzas demoníacas (vid. Tabla 1).
Tabla 1.
Asociación religiosa |
Definición de las expresiones religiosas nuntajɨykɨwi
|
Medidas
disciplinarias internas |
Iglesia Adventista del Séptimo Día |
Brujería, hechicería
|
Sí
|
Testigos de Jehová |
Contacto con “espíritus malignos”, brujería, hechicería y espiritismo
|
Sí
|
La Iglesia de Jesús |
Brujería, hechicería
|
Sí
|
La Luz del Mundo |
Prácticas diabólicas, brujería
|
Sí
|
La Voz de la Piedra Angular |
Pecado
|
Sí
|
Las 8 asociaciones pentecostales |
Magia, ocultismo, prácticas maléficas, brujería realizada con apoyo de seres malignos,
prácticas negativas y perjudiciales
|
No
|
Para el encargado de una de las comunidades pentecostales locales, por ejemplo, todas
las cosas típicas de la región, las danzas, las músicas, los rituales terapéuticos,
todas las costumbres de los abuelos están vinculadas con el ocultismo, son perjudiciales
y provienen de Satanás. Toma como muestra las curaciones de mal de ojo: «Cuando un
niño está muy llorón, llora mucho, le tallan un huevo porque supuestamente le han
hecho ojo. Luego rompen el huevo y aparece un ojito en el huevo, y luego supuestamente
se le quita lo que le hicieron al niño. [...] Esto es algo que se ha venido practicando
trascendentalmente, culturalmente, desde antaño y tiene cierto halo de práctica de
magia o de algo así, de ocultismo. ¿Por qué? Porque eso van y lo avientan allá en
un salto, a un lugar en donde habitan cosas malas, por decirlo así». El encargado
califica todas estas prácticas como “lo cultural”. No son expresiones de una “religión”
nuntajɨypaap porque la gente «va siguiendo eso sin saber qué es eso. Simplemente lo practica porque
ven que todos lo practican». Para este líder pentecostal, como también para varios
de sus colegas, «para que pueda haber una religión popoluca, tiene que haber una enseñanza
de qué es eso, de cuáles son sus estatutos, cuáles son sus mandamientos, sus reglas,
todas esas cosas. Dentro del evangelismo hay reglas, hay estatuto, hay doctrina, hay
enseñanzas que se tienen que seguir, que tenemos que cumplir nosotros como cristianos.
[…] Entonces, si no hay una enseñanza de lo que es, no puede haber una religión».
Explica, asimismo, que estas prácticas han existido desde la antigüedad y que la Biblia
habla de ellas y las condena porque «está el bien y está el mal. Entonces, el bien
proviene de Dios, el mal proviene de Satanás. Satanás puede hacer milagros también.
Puede hacer descender fuego del cielo, puede cerrar la fuente de las nubes, para que
no llueva, puede sanar a un enfermo también». Por ende, un cristiano tiene que hacer
a un lado todo lo que se relaciona con la cultura del pueblo, no puede mezclar lo
cultural con lo religioso porque «le estamos rindiendo culto a Satanás, directamente
a Satanás, no a otra cosa». Respecto a los intentos de rescatar la cultura local,
considera que hay una batalla, «hay lucha porque estamos nosotros los evangélicos
los cuales estamos tratando de desarraigar todas esas cosas, que son cosas que arrastran
al ser humano hacia lo malo».34Las palabras del líder pentecostal permiten observar claramente los procesos de la
colonialidad de la religión señalados al principio de este trabajo. Son evidentes:
a) la negación de la alteridad “religiosa” nuntajɨypaap, a la cual se exige tener las mismas características del cristianismo para ser reconocida
como tal; b) la subsunción de las expresiones religiosas nuntajɨypaap al horizonte cristiano y su clasificación como manifestación diabólica, opuestas
a lo bueno -representado por el Dios cristiano y dictado por la Biblia-, y, c) la
separación entre religión y cultura, cómo dos ámbitos autónomos y, en este caso, antagónicos.
Es muy claro, además, cómo el uso del concepto “occidental” de “religión” como base
de la legislación nacional que pretende garantizar la libertad de culto hace posible
la reproducción de las condiciones de desigualdad estructural padecidas por los sistemas
religiosos de los pueblos indígenas de México.
Por otro lado, la “lucha” -a la cual hace referencia el encargado pentecostal- entre
las confesiones cristianas no católicas y la cultura local, sus vínculos con el deterioro
del sistema religioso nuntajɨypaap, han sido apreciados por varios especialistas rituales nuntajɨykɨwi. Por ejemplo, Don Ángel, líder de la organización de médicos indígenas santarroseños,
señala: «La religión fue acabando con todo, con todas las costumbres. Pues, le cambian
toda la mentalidad [a la gente] y obviamente que con eso se pierde todo lo que la
gente indígena anteriormente sabía: desde la forma de curar, la forma de practicar
la danza, los rezos, los cantos, hacer alguna práctica que anteriormente la gente
lo hacía para trabajar.35 […] Todo eso les prohíben. Entonces, ha acabado con toda la tradición, la cultura.
Las religiones vinieron a exterminar todo este conocimiento que se había. [Vienen]
diciendo que eso es cosa del Demonio, cosa mala que no se debe practicar, que únicamente
se debe creer en lo que ellos dicen. Entonces es la parte que sí ha afectado bastante.
[…] Están influyendo a que, por ese lado, pues hay una erradicación de este conocimiento.
Pero horita, en la actualidad que vamos, tal parece como que hay como una lucha social.
Tanto como aquellos, como nosotros, pues, estamos tratando de ganar los terrenos también».36Don Ángel se defiende de las acusaciones de brujería y afirma: «Nosotros somos como
las religiones también, […] no empleamos ninguna oración invocando otros espíritus
malos. Simplemente invocamos al espíritu divino que venga a nosotros… invocamos a
los chaneques que supuestamente habitan entre nosotros. Por eso es que decimos que somos tan naturales37 como los de la religión».38
Expresiones como erradicación y lucha social, utilizadas por Don Ángel en su testimonio,
delatan nuevamente las posturas exclusivistas y estigmatizantes de las iglesias evangélicas
y bíblicas no evangélicas presentes en el pueblo. Instan a problematizar sobre su
incidencia en los actuales procesos de invalidación, descalificación y subalternización
del universo religioso nuntajɨypaap; y en las consecuencias de la naturalización y universalización del concepto de “religión”,
utilizado acríticamente por tales grupos religiosos y por las instancias de gobierno.
Una herramienta de represión de las expresiones del sistema religioso au tóctono,
integrada en los reglamentos de casi todas las comunidades evangélicas y bíblicas
no evangélicas locales, son la amonestación, el castigo y la expulsión de los feligreses
que las practican (vid. Tabla 1). El creyente que acude a un médico nuntajɨypaap, por ejemplo, es reprendido y, si reincide, puede llegar a ser apartado de la denominación
religiosa de pertenencia.
Por otro lado, un aspecto sustancial a considerar son las estrategias evangelizadoras
y de adoctrinamiento ejercidas por tales denominaciones. Cabe mencionar que entre
ellas existen importantes diferencias, aunque todas tienen un fondo paternalista y
todas satanizan y hostilizan las creencias y prácticas religiosas nuntajɨykɨwi. Si se valoran sus efectos, por ejemplo, tal vez se puedan señalar como más invasivas
a las adoptadas por las iglesias pentecostales. Estas, con los fervorosos sermones
de sus predicadores, sus intensos rituales de sanación y exorcismo colectivo, sus
músicas y cantos retumbantes, alcanzan un fuerte impacto emocional en los asistentes.
En algunos casos, incurren en prácticas de proselitismo agresivo, el cual roza con
la violencia simbólica y verbal.
Frente a tal panorama, en la comunidad observé, por un lado, una amplia apropiación,
tanto por los fieles de las comunidades cristianas no católicas como por los que no
lo son, de ciertos dictados doctrinarios y morales introducidos por tales confesiones,
aunque, por otro lado, existe una importante discrepancia entre los preceptos acatados
formalmente y la conducta en el día a día. Así, por ejemplo, es común que, frente
a padecimientos propios, o de personas queridas, se agoten todas las opciones terapéuticas
que ofrece el lugar y se recurra a los médicos nuntajɨykɨwi, a pesar de “perseverar” en alguna “religión”. En tales situaciones de angustia y
necesidad, asimismo, no es raro que sean los mismos líderes cristianos no católicos
quienes solicitan los cuidados de los tsóyoypaapc locales, que condenan en sus sermones. Lo mismo ocurre en condiciones prolongadas
de adversidad que no se logran resolver con el apoyo de la iglesia de pertenencia.
De igual forma, los sanadores conversos, que siguen ejerciendo su actividad terapéutica,
suelen sustituir en su práctica las herramientas y símbolos autóctonos más vistosos
y conflictivos39 con los de su nuevo credo,40 pero permanecen en el mismo horizonte etiológico y curan las mismas enfermedades41 (vid. Aino 2015).
Considero que esta diferencia significativa entre “lo que se dice” y “lo que se hace”
revela una forma de resistencia cotidiana y oculta (vid. Scott [1990] 2000 y Masferrer et al. 2010) que ha consentido a los aspectos cardinales de la visión del mundo nuntajɨypaap reproducirse y persistir, a pesar de más de cinco siglos de colonialidad religiosa
y de la variedad de estrategias de evangelización adoptadas. Esta oposición silenciosa,
disfrazada e implícita, evita la confrontación abierta y directa con la lógica hegemónica
y aprovecha los “intersticios” del poder para resistir al menoscabo de las formas
nuntajɨykɨwi de ser y estar en el mundo, permitiendo su resiliencia. Ha sido, y sigue siendo,
la respuesta local a las condiciones de profunda desigualdad religiosa, tanto a nivel
comunitario y horizontal, como nacional y estructural.
Reflexiones finales
En los apartados anteriores, he expuesto los aspectos distintivos del sistema religioso
nuntajɨypaap y las características del campo religioso de Santa Rosa Loma
Larga. He analizado las peculiaridades de las relaciones interreligiosas, a nivel
local, y los vínculos entre las condiciones de desigualdad y discriminación que afectan
el universo “religioso” autóctono, y sus representantes, y los procesos de colonialidad
religiosa, por los cuales la introducción del cristianismo al continente americano,
como la primera base ideológica para sustentar la inferiorización y dominación de
los pueblos indígenas, ha naturalizado: a) un concepto cristianocéntrico de “religión”;
b) la separación entre los ámbitos religioso y cultural que lo fundamenta, y, c) la
negación, desautorización y demonización del horizonte simbólico autóctono.
Concluyo ahora estas reflexiones, pasando al nivel nacional y proponiendo unas primeras
consideraciones sobre la aptitud de la Ley de Asociación Religiosa y Culto Público y de su Reglamento para tutelar los sistemas religiosos indígenas y garantizarles condiciones de igualdad
y no discriminación respecto a los cultos institucionalizados.
El art. 24 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos determina que «toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de
conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado». La Ley de Asociación Religiosa y Culto Público y su Reglamento, sin embargo, acotan sustancialmente esta libertad al reconocerla solo a sujetos
institucionalizados y dotados de una estructura administrativa y patrimonial, es decir,
las asociaciones religiosas -y a sus miembros-. Para que se les atribuya personalidad
jurídica, asimismo, la Ley dicta que tales asociaciones deben contar con: a) un estatuto
escrito que contenga las «bases fundamentales de su doctrina o cuerpo de creencias
religiosas» (art. 14, frac. II), la estructura organizativa y el organigrama de los
ministros de culto; b) un domicilio en donde ha yan practicado de forma ininterrumpida
durante al menos cinco años su doctrina, cuerpo de creencias y actividades religiosas
para demostrar un “notorio arraigo” entre la población, y, c) los bienes necesarios
al desarrollo de sus funciones.
Como enfatiza Machuca (1998), tal legislación presupone una separación entre lo público-secularizado y lo religioso,
que no opera en los pueblos indígenas de México, y refleja una gran ceguera con respecto
a la naturaleza integral de sus culturas, que no permite separar las expresiones religiosas
de las socioculturales (Ibid.).
En la misma tónica, Garma (1999) subraya que estas leyes fueron elaboradas «específicamente para iglesias establecidas»
(Ibid.: 139) y, por tal motivo, sus requerimientos hacen muy problemático el registro legal
de los sistemas religiosos amerindios que, como aclara Machuca, actualmente se caracterizan
por ser «un fenómeno social abierto, no vertebrado, sin cuerpo de doctrina formal
y sin estatutos» (op. cit.: 39). La ausencia de textos que expresen «su doctrina o cuerpo de creencias», de
instituciones y ministros oficialmente reconocibles, de lugares de culto y bienes
propios, asimismo, es la consecuencia y el reflejo de su condición de “religiones”
colonizadas, largamente perseguidas y, por lo mismo, enmascaradas.
Tanto la Ley de Asociación Religiosa y Culto Público, como su Reglamento, en fin, constituyen: a) una noción de “religión” definida a partir de ideas “occidentales”
cristianocéntricas sobre lo religioso, y, b) la naturalización y universalización
del dualismo “religión”/cultura -instituido por la cristiandad y apropiado por el
secularismo- como condiciones necesarias para el reconocimiento legal de toda manifestación
religiosa presente en el país. Por lo tanto, exigen a los sistemas religiosos indígenas
una institucionalidad a la cual estos han tenido que renunciar hace siglos, para poder
reproducirse y seguir persistiendo hasta hoy.
Estos sesgos conceptuales restringen, en los hechos, la libertad establecida por derecho,
colocan en una situación de asimetría estructural sistemas religiosos como el nuntajɨypaap, que se basan en una cosmovisión, una ética, en una idea de anthropos profundamente distintas de las que fundamentan al cristianismo y al secularismo “moderno”.
De tal manera, esta desigualdad estructural, al imposibilitar su reconocimiento oficial,
favorece las condiciones de inequidad y discriminación que surgen en la interacción
entre sistemas religiosos como el nuntajɨypaap y las asociaciones religiosas registradas que operan a nivel local.
Por otro lado, si los citados instrumentos legales parten del derecho individual de
toda persona «a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión»,
el sistema jurídico mexicano consta de normas y principios de orden superior, como
son la Constitución federal y los tratados internacionales, en los cuales no solo
se establece que «la Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente
en sus pueblos indígenas» (art. 2º constitucional) sino que se reconoce a tales pueblos
el derecho colectivo a preservar y enriquecer «todos los elementos que constituyan
su cultura e identidad» (Ibid.). Los derechos culturales de los pueblos y comunidades indígenas del país, asimismo,
como una de las expresiones de sus derechos humanos y libertades fundamentales, abarcan
el conjunto de sus rasgos distintivos espirituales y materiales, incluyendo sus tradiciones
y creencias (par. V, Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural, UNESCO); cuyo reconocimiento y protección son dictados por el apartado A, del artículo
5º del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) (López Bárcenas, 2017).42
Sin embargo, a pesar de que las leyes supremas de la Nación promueven la diversidad
étnica, cultural, religiosa y lingüística del país como un valor positivo que se debe
proteger y fomentar, en México sigue primando una visión monoculturalista (Ibid.). El reconocimiento de los derechos culturales de los pueblos indígenas, y entre
ellos de sus derechos religiosos, no ha sido plasmado en una reglamentación específica
que garantice su ejercicio concreto y los sistemas religiosos autóctonos siguen padeciendo,
después de más de quinientos años, procesos de negación, deslegitimación y descalificación
que continúan afectando su reproducción y subsistencia. Otra cara de la misma moneda,
en fin, es su folclorización, que propicia la estetización y estandarización de las
formas rituales y narrativas, a expensas de sus contenidos y significados profundos.
Un paso fundamental para que tal situación pueda cambiar sería desnaturalizar y desuniversalizar
-descolonizar- tanto el concepto de “religión” como las varias dicotomías que lo sustentan
y definen. Esto es cuanto planteaba, hace más de dos décadas, Dario Sabbatucci (1991) al hablar de “vanificación” del objeto religioso. El historiador de las religiones
proponía “vanificar”, o sea, reconocer como vacuas, las categorizaciones arbitrarias
que concernían a:
[…] la forma de la religión (las conocidas denominaciones en -ismo), la producción
mítico-ritual, las concepciones sobre seres o poderes extrahumanos, [...] hasta llegar
a la misma categoría de lo religioso que se revela como desviante, o de todas formas
inútil, en el acercamiento a las culturas distintas de la nuestra,43 y en las cuales la diversidad se nota también, o sobre todo, por la ausencia de un
“civil” que se pueda contraponer a lo “religioso”. (Sabbatucci op. cit., 127).
Reconocer que se sigue intentando encasillar acríticamente sub specie religionis lo que en culturas “otras”, respecto de la “occidental”, parece cumplir las mismas
funciones que desempeña la “religión” en “Occidente”; o que se invisibilizan e inferiorizan
las expresiones religiosas que no reúnen todos los atributos del canon religioso occidentalocéntrico,
es una premisa necesaria para poner un alto a la constante elisión de los universos
religiosos distintos a los hegemónicos y predominantes. El caso de los nuntajɨykɨwi de Santa Rosa Loma Larga es ejemplar al respecto y muestra cómo la superación del
actual sesgo del concepto “religión”, tanto a nivel de las instituciones religiosas
oficiales como de los aparatos de gobierno y de la legislación, es una condición imprescindible
para que los pueblos indígenas de México puedan gozar de sus derechos fundamentales
y reproducir libremente sus sistemas religiosos.