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El alma y el cuerpo en las danzas sufíes y rarámuri desde la literatura comparada

 

Resumen

En este artículo indago en la relación entre cuerpo, alma, danza, performance, ritual y texto poético desde una perspectiva literaria en dos fenómenos distintos: el semā’ de los derviches sufíes mevlevíes y el yúmari-tutuguri de los rarámuri. Para ello, me apoyo en los conceptos de Julia Kristeva de lo Semiótico y lo Simbólico, los cuales se refieren, respectivamente, al proceso en el que no existe aún la escisión del sujeto ni del signo, y al proceso en el que el individuo se inserta en el lenguaje y la sociedad. Según mi hipótesis, la experiencia de la performance ritual de sufíes y tarahumaras, anhela un retorno a ese sitio anterior al signo (lo Semiótico), a la vez que dicha experiencia debe traducirse a un lenguaje socialmente codificado, como la danza y la poesía (lo Simbólico). En ambas performances, el mecanismo de retorno y diálogo entre un proceso y otro es el carácter circular de cada danza, las cuales simbolizan, según su respectivo marco socio-cultural y religioso, el renacimiento del hombre y la relaboración del pacto entre él y las deidades para que continúe el funcionamiento del cosmos.

Abstract

In this article I explore the semā’ of the Mevlevi sufi dervishes and the yúmari- tutuguri of the Rarámuri according to the relations between the body, the soul, dance, ritual performance and poetic text from a literary perspective. In order to do so, I rely on Julia Kristeva’s concepts of the Semiotic and the Symbolic. The former refers to the signifying process in which no division of the sign and the subject has taken place yet, while the latter implies a process in which the subject already inserts him/herself in language and in society. According to my hypothesis, the ritual performance of both Sufis and Rarámuri, aims to return to the Semiotic, while at the same time, such experience is translated into a socially coded language, such as poetry and dance, in the Symbolic. In both performances, the dialogue between these processes derives in the circular nature of each dance, which symbolizes, according to their socio-cultural and religious nature, the rebirth of man and the reenactment of the deal between man and deity that puts the universe in motion.


Resulta arriesgado y complejo comparar las manifestaciones poéticas y dancísticas de dos grupos totalmente distintos entre sí en cuanto a lengua, geografía, contexto histórico-cultural y religioso, como son la danza giróvaga de los sufíes mevlevíes de Turquía y el yúmari-tutuguri1 de los rarámuri2 de Chihuahua, México. Ambas danzas, o mejor dicho performances rituales,3 continúan practicándose hoy día. La razón fundamental por la que decido compararlas en el presente trabajo es porque estas performances rituales tienen en común una estructura circular y giratoria, con la cual buscan simbolizar el retorno al origen y el renacimiento del individuo, según sus respectivas nociones cosmogónicas, religiosas

y culturales. Pero resulta más importante aún la semejanza entre estas performances porque cuestionan las nociones occidentales de “danza”, “poesía” y “cuerpo”: para los sufíes y los rarámuri, la danza no consiste en una serie de movimientos estéticos, sino en movimientos primordiales como la marcha, el giro, el paso; la poesía se inclina más bien hacia la plegaria, la alabanza y el diálogo con la divinidad, en tanto que el cuerpo resulta indispensable para manifestar simbólicamente los estados del alma. El cuerpo participa de la experiencia religiosa tras haberse transformado mediante prácticas purificadoras que no implican el castigo o la laceración; el cuerpo logra ascender a la categoría de cuerpo ritual y de esta forma participa en las complejas relaciones que se establecen entre los hombres y las divinidades. Sin embargo, estas no se circunscriben únicamente al rito, sino que es un trabajo continuo. En sus respectivos contextos, la danza de los sufíes mevlevíes forma parte de la práctica religiosa del sufismo y del ritual conocido como semā’ o “escucha”; se trata de una danza mística que se acompaña de cantos, música y que tiene fases bien establecidas, en las que se busca la unión con Alá.4 Actualmente se presenta en distintos escenarios, incluso en México, y tiene su origen en el siglo XIII, en Konia, Turquía; fue inspirada por las enseñanzas de Yalāl al-Dīn Rūmī y sistematizada tras su muerte por su hijo Sultan Walad. Por su parte, el yúmari-tutuguri también se practica hoy día en distintas comunidades de la Sierra Tarahumara como danza de petición de lluvias, entre abril y mayo, y comprende un complejo simbolismo, que va desde el sacrificio ritual, la cohesión de la comunidad, la batalla cósmica entre el sol y la oscuridad y la articulación de un lenguaje chamánico (Bonfiglioli; entrevista personal).

Por tanto, al hablar de danzas rituales, debemos considerar necesariamente lo corporal, pero no como opuesto a lo trascendental del alma. Observa Raimon Panikkar al respecto: “La escisión entre materia y espíritu es fundamentalmente cosmológica. La realidad se dividiría en espiritual y material. El reino del espíritu sería inmaterial. Este dualismo cosmológico es el que subyace al destierro del cuerpo del campo propiamente religioso” (2014, 60). Lo que nos interesa en este artículo es revisar el cuerpo y el alma como elementos complementarios en tanto textos que se despliegan en la danza en distintos niveles. Por motivos pragmáticos, me adhiero a denominar “alma” al aspecto inmaterial y metafísico del individuo que comparten sufíes y rarámuri; no obstante, es evidente que cada uno de ellos tiene un término y una noción específica de este concepto, con base en los fundamentos teleológicos de sus aproximaciones a lo divino, como iré desarrollando en las siguientes páginas.

La presencia de la danza entre los rarámuri es de índole vital, pues la espiritualidad dancística, corporal y poética no está escindida de la vida cotidiana; fue el mismo Sol-Onorúame (“El que es padre”) quien dispuso que los hombres danzaran:

La danza es el recorrido espiritual de los rarámuris, los que caminan bien y trabajan caminando, como su padre el Sol. La danza revela un sentido más profundo cuando se entiende la naturaleza celeste o espiritual del mismo nombre rarámuri; porque la danza no es solo una forma esencial de devoción o alegría, sino un rasgo más de conciencia de su destino celeste. (Montemayor 1999, 63; las cursivas son del original.)

La danza y el movimiento son fundamentales para los rarámuri, pues implican un constante intercambio energético entre los dioses celestes y el hombre a partir de uno de los movimientos más primordiales: la caminata. Esta es para el tarahumara una forma de vida. No nada más porque entre una casa y otra hay varios kilómetros de por medio, sino porque la interacción con el entorno, la barranca, el monte, la cascada, es fundamental para ellos tanto en la vigilia como en el sueño. Su existencia está dedicada al tránsito por el mundo, pues su andar es una réplica microcósmica del movimiento del sol en el cielo. Nada permanece inmóvil. Pero dicho dinamismo es a un tiempo trabajo, plegaria, danza, agradecimiento y deuda para con los astros progenitores (Martínez 2008). Dice un siríame en su sermón: “Nuestro Padre y Nuestra Madre nunca faltan un día o un año. Siempre están aquí en la tierra. […] ¿Se descorazonan Nuestro Padre y Madre mientras infaliblemente nos proporcionan luz para que contentos podamos seguir adelante?” (Montemayor 1999, 54).

Si se interrumpe el movimiento, el mundo termina. Por eso es que el hombre, como los astros, debe mantener activo el flujo de energía, aun durante el sueño, y la danza es la expresión última y más elaborada de este pacto entre los dioses y los hombres para asegurar el sostén del mundo. Según la mitología rarámuri, Onorúame les indicó que debían bailar el yúmari en resarcimiento de su desobediencia en las tres etapas anteriores del mundo:

La tercera época hubo un eclipse. No hubiera nacido el sol si los rarámuri de ese tiempo no actúan de inmediato, pues ese día murió el sol […] Luego cantaron y bailaron el Yúmari y ofrecieron la carne de las reses, y con el día salió el sol.

La tierra se había salvado, había luz de vuelta. Este fue el último castigo que mandó Onorúame a los rarámuri por no hacer caso de bailar el Yúmari. Desde entonces siempre bailamos, porque si no lo hacemos se vuelve a apagar el sol y se acaba el mundo. (Gardea y Martínez 1998, 22)

Por su parte, los sufíes mevlevíes de la orden del poeta persa Rūmī, basan su experiencia espiritual en el rencuentro con lo divino por medio de la danza y la escucha espiritual de música y poesía, porque para el sufismo escuchar la palabra de Dios tiene una mayor importancia sobre los demás sentidos. Dice Rūmī “Si no hay utilidad alguna en hablar, no hables” (Masnaví I, 1524, citado en Bárcena 2015, 156); en tanto que Hujwiri, uno de los primeros tratadistas persas del sufismo del siglo XI, manifiesta que la escucha implica la humildad de los corazones, pues es soberbio aquel que solamente habla: “The hearer is more perfect in state than the reader [of the Quran]” (2001, 501). Durante la escucha mística del semā’, el derviche extiende sus brazos; su mano derecha recibe los dones del cielo, y con la otra, con la palma hacia el suelo, los deposita en la tierra, siendo su propio cuerpo un vehículo entre lo divino y lo terrenal. O como lo describe Eliot Weinberger: “con la mano derecha en lo alto [los derviches] reciben el espíritu de Dios y con la izquierda caída lo convierten en materia” (2008, 19). No obstante, la naturaleza de la danza giratoria no es estética, pues se trata más bien de una alabanza en movimiento que tampoco se restringe al instante del rito, como lo llegó a descifrar Rūmī en sus versos, puesto que la creación toda es la que danza continuamente para alabar a Dios:

Oigo la canción del ruiseñor embriagado.

Oigo un samâ maravilloso en el viento.

En el agua, no veo más que la imagen del Amado, y en las flores no siento más que su perfume.

[…]

Oh día, levántate, los átomos danzan,

las almas danzan de alegría, sin cabeza ni pies.

Aquel para quien el firmamento y la atmósfera danzan,

al oído te diré dónde le lleva la danza.

Rūmī (2008, 68,69)

En otros versos, Rūmī hace del cuerpo el compañero del alma en esta danza-oración: “Con cada melodía que se toca en la morada del corazón, / el pobre cuerpo miserable también danza” (Rūmī 2008, 70), señalando así la participación de lo corporal en la experiencia mística. El cuerpo ritual es simbólico, como he mencionado, no solamente porque es polivalente, sino porque “la experiencia mágico-religiosa permite al hombre mismo transformarse en símbolo” (Eliade 2000, 632). Podemos basarnos en Eliade, una vez más, para proponer que si el hombre se transforma en símbolo en el ámbito de su experiencia espiritual, uno de los elementos que le permiten dicha condición es justamente el cuerpo ritual, puesto que este participa de los procesos de transformación del alma, permitiendo la interacción entre lo humano y lo divino en distintos niveles. A lo largo de mis investigaciones, y guiándome por la teoría intertextual de Kristeva, la cual detallaré más adelante, he resuelto que para indagar en las formas en que el cuerpo participa de estos procesos es necesario considerarlo como texto; no solamente porque las cosmologías sufí y rarámuri conciben el cuerpo como un homólogo del cosmos,5 sino porque la práctica de la performance ritual implica el desarrollo de una fisiología sutil, abstracta y metafísica en la que van a escribirse los procesos de purificación del alma, y la consecuencia de dichos procesos a su vez (o quizá el proceso de la propia escritura o la recitación, conlleve en sí mismo la transformación del alma) da pie al texto poético y al texto dancístico.

No obstante, el cuerpo ritual no es el único elemento que participa durante la danza, pues al tratarse de performances ejecutadas en un contexto religioso, las almas cumplen un papel fundamental. Por esta razón, también debemos considerarlas como textos significantes que se alojan en determinados puntos de esta fisiología sutil, y que a partir de ahí también son manifiestos mediante la palabra; es decir, el alma, además de trascendental, es también texto poético o chamánico.

Los sufíes conciben tres estados del alma que van progresando según el trabajo espiritual.6 Para ellos, la unión con Alá se logra mediante la aniquilación del ego fenoménico, la nafs ammâra, en aras del despertar de la nafs motma’inna, el alma pacificada (Burckhardt 2006) o, desde otra perspectiva, del despertar de

la completa conciencia del “mí mismo” como existencia cósmica (Arasteh 1974). Por su parte, los rarámuri conciben el “alma” como una serie de partes constitutivas complementarias del cuerpo en su carácter de fisiología sutil, no como cuerpo material; en su concepción ontológica, las arewáka7 más grandes que habitan el cuerpo salen a caminar durante el sueño, el trance ritual y la ingesta de tesgüino, y dejan el cuerpo-habitáculo “a cargo” de las arewáka más pequeñas (Merrill 1992; Rodríguez 2015; Fujigaki 2015).

Así, debemos considerar almas y cuerpos en el ámbito sagrado de los sufíes y los rarámuri como prácticas significantes en distintos niveles, como he mencionado: el material, el sutil o metafísico, el ritual y el poético. El primero de ellos es el punto de partida para la práctica espiritual, pues mediante la resistencia física se parte en busca de una purificación simbólica. Esto a su vez conduce a la configuración de una fisiología sutil, la cual comprende la interacción entre cuerpo inmaterial y alma en aras de la transformación y purificación que permitirá el contacto con la divinidad, y una vez que esto ocurra se manifestará en el cuerpo material. No obstante, este cuerpo se encuentra en el marco de la performance ritual, por lo que se trata ahora de un cuerpo ritual. Al mismo tiempo, en cada uno de estos procesos, hallamos cuerpos y almas configurados como textos por medio del lenguaje poético,8 por lo que nuestra red de intertextos en todos estos niveles nos conduce a cierto grado de complejidad.

Por el hecho de concebir cuerpos y almas como “textos” en los distintos niveles de significación descritos, he decidido emplear la teoría intertextual de Kristeva, sobre todo al momento de descubrir paralelos entre el objetivo de la aproximación ritual a la divinidad y el hecho de que esto conlleva cierto retorno a los orígenes del lenguaje (como el lenguaje indescifrable del chamán o la letanía) antes de someterse a la dualidad del signo, en significado y significante, y el interés de Kristeva por demostrar que ciertos rasgos del lenguaje previos a la etapa Edípica o de lo Simbólico,9 están presentes en la poesía. Es decir, para ella, la etapa de lo Semiótico tiene lugar cuando el sujeto no se inserta aún en el ámbito del signo y está más cercano al cuerpo materno y a las pulsiones que le dan forma a este, como la pulsión de muerte, según explicaré más adelante. En el ámbito de lo Semiótico, el lenguaje no se ha reducido a la dualidad del signo todavía, y en cambio participan en mayor medida el cuerpo, los ritmos kinésicos y musicales que, de acuerdo con Kristeva, perduran como huellas en lo Simbólico, en el lenguaje poético, y agregaría yo, en el lenguaje dancístico. Por tanto, el hecho de que la metodología de Kristeva pueda ser aplicable a un contexto religioso y ritual, o a textos poéticos que son producto de una experiencia mística (o, incluso, que el acto de creación de estos textos pudiera ser la experiencia mística en sí misma), no depende tanto de esta condición, sino de considerar como textos a los productos y elementos de estos procesos de significación.

Por lo tanto, lo que nos interesa en mayor medida son los siguientes postulados: 1) la forma en que la dialéctica entre lo Simbólico y lo Semiótico determina las distintas fases del discurso poético; 2) la configuración del cuerpo y el alma y sus transformaciones como textos para este caso en concreto, pero sin que la teoría de Kristeva esté circunscrita a un ámbito necesariamente espiritual o religioso, y, 3) la puesta en escena de dichos textos mediante el lenguaje verbal y dancístico.

He dicho ya que me interesa equiparar la experiencia mística o búsqueda de contacto con la divinidad con el proceso que Kristeva denomina como lo Semiótico. En La revolution du langage poétique, ella expone que antes de enfrentar la etapa Edípica, el sujeto se encuentra a merced de sus pulsiones y que, por tanto, el elemento que coadyuva a su ordenamiento es la jóora.

Este concepto lo hallamos originalmente en el Timeo de Platón. Kristeva lo toma prestado y lo traslada al ámbito de lo Semiótico, asociándolo con la inefabilidad y la receptacularidad ya presentes en Platón, pero incorporando las pulsiones, el inconsciente, la etapa pre-edípica, y el ritmo vocal y kinésico. Platón y Kristeva coinciden en que la jóora se asemeja a la madre, y es por ello que el individuo no está aún formado como sujeto cognoscente ni es parte de las leyes del mundo patriarcal, representado por lo Simbólico, según Kristeva.

Si para Kristeva la jóora es un “sitio” (por llamarlo de alguna forma) en el que no está presente aún la separación entre significado y significante, porque se trata de una especie de sustrato matricial, entonces, según mi hipótesis, la experiencia de lo divino es equiparable a ese momento del lenguaje y del sujeto en el que era Uno solo con Dios. Esta vuelta al origen es a su vez un fenómeno inefable, y es por ello que el místico recurre al lenguaje poético para trasladar su experiencia de lo divino al ámbito de lo Simbólico, es decir, para retornar de este sustrato matricial e insertarse de nuevo en el ámbito de la ley del padre. Dice Kristeva: “c’est la littérature qui la réalise [la condition du sujet dans la signifiance] le plus explicitement”10 (1974, 80). Así, la poesía mística transita entre la racionalidad de un discurso organizado bajo las leyes de lo Simbólico y la aproximación a una experiencia semejante a la pulsión de muerte, pues implica un retorno inconsciente al útero materno. Según Kristeva, en la jóora de lo Semiótico convergen pulsiones contradictorias de vida y muerte, y considera que esta se asemeja al acto de creación poética: “On dira donc que c’est ce corps maternel qui médiatise la loi symbolique organisatrice des rapports sociaux, et qui devient le principe d’ordonnacement de la chora sémiotique, sur la voie de la destruction, de l’agressivité et de la mort”11 (Kristeva 1974, 27; las cursivas son del original) y:

En revenant, à travers l’événement mortel, vers ce que produit sa coupe; en exportant la motilité sémiotique à travers le bord d’où s’instaure le symbolique, l’artiste esquisse une sorte de seconde naissance: ainsi, sujet à la mort mais aussi à la re-naissance, sa fonction se voit captée, immobilisée, représentée, idéalisée, par des systèmes religieux (dont le christianisme, sans doute le plus explicite sur ce point), qui d’ailleurs l’arbritent dans leurs temples, leurs pagodes, leurs mosquées, leurs églises. A travers des thèmes, des idéologies, des significations sociales, l’artiste fait passer dans l’ordre symbolique une pulsion asociale, non encore captée par le thétique. (1974, 69)12

Esto es, el poeta (y, por qué no también, el bailarín místico) transita de lo Semiótico a lo Simbólico en una especie de muerte y renacimiento textual, conjugando así las pulsiones de vida y muerte mencionadas anteriormente. Por ejemplo, el sufí anhela aniquilar su propio ego, en un tránsito hacia lo Semiótico, ya que en este proceso el ego no existe aún, no ha sido configurado. No obstante, se necesita al mismo tiempo un retorno a lo Simbólico y al lenguaje codificado y sígnico para dar cuenta de dicha experiencia, lo cual constituye la mayor de las paradojas de la mística: es el lenguaje contra el lenguaje en su limitación por representar la inefabilidad. Pero es una paradoja necesaria, sin duda, y la misma Kristeva no concibe lo Simbólico y lo Semiótico como procesos opuestos, sino complementarios. Y creo que esto es evidente en la práctica mística, pues el sujeto es y no es él mismo, dado que transita de lo inefable a lo concreto.

Almas y cuerpos rarámuri

Dado que es difícil el acceso a los cantos chamánicos de los wikaráame y más aún a su transcripción y traducción, por el hecho de hallarse en un lenguaje secreto, mi aproximación a la danza rarámuri parte de concebir cuerpos y almas como textos en los niveles que he mencionado anteriormente, exceptuando el poético o verbal. Me interesa concebirlos así porque en el yúmari-tutuguri podemos hablar de que cuerpos y almas se vuelven el texto de la creación cósmica, homologando así el microcosmos humano con el macrocosmos de las divinidades. Además de tratarse de una danza de petición de lluvias (Bonfiglioli, Martínez et al. s/f), el yúmari-tutuguri representa y (re)escribe la victoria del Sol/ Onorúame frente a las fuerzas de la noche y la oscuridad. Por tanto, a un nivel simbólico, hombres y mujeres (re)crean el mundo con su cuerpo ritual, representando, respectivamente, el sol y la luna, a través de movimientos giratorios. Es por esta razón que el cuerpo ritual y el cuerpo sutil se vuelven elementos indispensables en la danza y la cultura rarámuri que, como hemos dicho, tiene en la caminata y la carrera por la montaña una de sus principales manifestaciones.

Por otra parte, cabe aclarar que dada la dificultad por acceder a estos textos lingüísticos “mágicos” y secretos, los materiales literarios, visuales y antropológicos con que se cuentan corresponden a “miradas externas” que, hasta cierto punto, podrían implicar cierto prejuicio hacia los fenómenos que aquí nos interesan. Sin embargo, no considero que estas aproximaciones sean intrusivas, deformantes y exotizantes, sino que trazan una línea continua de búsqueda estética y creativa a partir de la interdisciplina: por ejemplo, el trabajo cinematográfico que realizaron Raymonde Carasco y Régis Hébraud con los rarámuri entre 1977 y 1994, en la localidad de Norogachi, busca dialogar con la obra literaria de Artaud que se desprendió de su visita a México en 1936, especialmente en lo que concierne a las danzas del peyote, de los pintos y del Tutuguri; la obra de Carasco y Hébraud, que comprende unas diez piezas cinematográficas, dan pie a su vez a la documentación de la práctica contemporánea de estas danzas rituales en la obra de Javier Téllez, Para terminar con el juicio de Dios (2016).13 En este documental observamos de nuevo una convergencia de lo cinematográfico y lo literario, pues en un ejercicio compositivo y visual a semejanza del que llevan a cabo Carasco y Hébraud, Téllez pone como telón de fondo la lectura en rarámuri de la obra de Artaud al tiempo que filma la vida cotidiana de la comunidad y su relación con el entorno de cielos nublados, rocas y montañas. En estas obras es evidente la transformación social y ritual de las danzas rarámuri desde los primeros registros, como el de Carl Lumholtz, quien las documentó en su México desconocido (publicado en español en 1904), hasta la mirada de Téllez, en contraste con la de Carasco y Hébraud. Por tanto, mi empleo de los materiales no obedece al azar ni a la preferencia de miradas externas sobre las “nativas”, sino al empleo de las múltiples perspectivas contextuales y disciplinarias con que se cuentan, incluyendo, claro está, la mirada antropológica; la literaria, como sería la de Artaud y la de Carlos Montemayor; y la de los propios rarámuri, que han logrado reunir y publicar las tradiciones orales de sus comunidades, como Dolores Bautista, o que han fungido como intérpretes e informantes, como el maestro violinista Erasmo Palma. Así, el hecho de contar con estas fuentes señala, en todo caso, la urgencia por generar más materiales desde el seno de los propios rarámuri.

Hecha esta aclaración, paso a desarrollar mis planteamientos en torno al cuerpo y el ama en el contexto rarámuri, desde las múltiples perspectivas disponibles. En el trabajo cinematográfico de Raymonde Carasco y Régis Hébraud, que sigue las huellas del viaje de Antonin Artaud a la Sierra Tarahumara, se observa un especial interés por capturar la forma, el movimiento y la belleza de los pies rarámuri, en especial en Gradiva (1978) y en Tarahumaras 78 (1979). En el minuto 25’ de Tarahumaras 78,14 vemos una toma fija del pie izquierdo de una mujer, que se recorta contra un fragmento de barro en el que caen gotas de lluvia. El pie calza uno de esos toscos huaraches con suela de llanta; un lazo pasa por entre los dedos pulgar e índice para sujetar el pie y se anuda más arriba en torno al tobillo. Se intuye que la mujer está sentada en una roca y por ello es que su pie cuelga y juguetea mientras al fondo cae la lluvia. El empeine se arquea hacia arriba, los dedos macizos y morenos se mueven. Los dedos son largos y están ligeramente separados entre sí a fuerza de andar descalzos. Observamos que no es necesario el retrato individual e identitario de la mujer (bastaría con hacer una toma de su rostro), ya que el interés del discurso cinematográfico se concentra en su cuerpo, en su pie. Si hacemos una lectura más profunda de este encuadre, me parece que Carasco logra capturar la importancia vital del pie, en el más amplio sentido de la palabra, pues estamos ante “caminantes celestes”, como ha descrito Carlos Montemayor a los tarahumaras (1999). La trascendencia ritual y divina que encontramos en sus danzas o en las extenuantes carreras por la sierra parte de la fuerza y la belleza del pie físico, orgánico, material. El pie no solamente sostiene al tarahumara, colocándolo en un sitio concreto en el mundo, sino que también contribuye al sostén y al movimiento del cosmos, idea que puede compararse con estos versos de las Elegías de Hölderlin: “El fuego mismo de los dioses día y noche nos empuja / a seguir adelante”. El movimiento de los astros es inconcebible sin el intercambio de energía generado por la caminata y la danza de cada rarámuri, pues hay una conciencia en ellos como segundos creadores y una responsabilidad “con la tierra, con el mundo, al que conservan en más de un sentido, no solo por el cultivo, sino por su pensamiento, conducta y orden ritual en que sus danzas y ceremonias ayudan al equilibrio de la vida” (Montemayor 1999, 47), observación con la que también insiste Carlo Bonfiglioli, especialista en danzas tarahumaras (2008; 2010; 2012; 2015). Por tanto, el pie en esta toma de Carasco, trasciende su literalidad como extremidad corporal, y puede interpretarse como símbolo de la “responsabilidad cósmica” del rarámuri como sostén del mundo.

Por su parte, las arewáka son el conjunto de almas que habitan el cuerpo, pero a un nivel sutil, como apunta Carlo Bonfiglioli: “[las arewáka son] sede del pensamiento, la razón, la intencionalidad, la pasión, la percepción” (2015, 25). No estamos ante un esquema dialéctico que opone cuerpo y alma, como refería la cita de Panikkar en páginas anteriores, sino que el cuerpo y el alma, en sus distintas manifestaciones, son componentes que se retroalimentan y participan en dicha “responsabilidad cósmica”.

En su mito de creación, Onorúame otorga el aliento y la vida a cada cuerpo, en una suerte de “alfarería cósmica”, como señala Alejandro Fujigaki (2015), pues el cuerpo, repokára, es el barro, y el soplo divino, alma, o, en rarámuri, iwigá, es el vacío que soporta a la vasija y le da forma. Por lo mismo, un cuerpo muerto es barro echado a perder, pues la iwigá, el aliento que lo habitaba, lo abandona para transformarse. Vemos en esta metáfora alfarera que el alma como aliento vive de manera independiente, pero no así el cuerpo, pues sin ese vacío que lo sostiene, el cuerpo-barro simplemente no tendría forma, no sería.

Según Ana Paula Pintado (2004), las mujeres como dadoras de vida tienen cuatro almas, en tanto que los hombres tienen tres. William L. Merrill (1992) añade que entre estas almas existen unas “grandes” y otras “pequeñas”, las cuales se ubican en puntos anímicos específicos: la cabeza, el pecho y las articulaciones, creando así un intertexto entre el cuerpo físico y el cuerpo sutil que aloja esta serie de almas. Se trata de una escritura corporal mágica, en un plano metafísico, que puede ser leída por el owirúame, el sipáame o sipiríame15 en caso de que alguna de las almas se extravíe y enferme al individuo. Por eso no podemos dejar de hablar del cuerpo como texto, y de los rituales de curación como métodos hermenéuticos, que son a su vez escritura y desciframiento. Aunado a ello, las almas no permanecen “escritas” en el intertexto del cuerpo físico y el cuerpo sutil, sino que también existen fuera de estos (Merrill 1992, 173), especialmente durante la noche, pues salen a recorrer el mundo. Como apunta Bonfiglioli, toda curación con peyote se efectúa justamente durante la noche, pues el tránsito de las almas humanas, en caso de que estén enfermas, le permite al sipáame el diálogo entre estas y el alma del peyote:

Toda raspa se lleva a cabo en las primeras horas de la noche, hasta el amanecer. La razón es que los desplazamientos anímicos solo pueden realizarse de noche porque, libres de su armazón corporal, las almas caminan ligeras, cubriendo fácilmente largas distancias que separan la sierra del desierto. Mas la ligereza termina con los primeros rayos del día, porque es preciso que las almas regresen a habitar dentro de sus cuerpos. (2012, 215).

Los tarahumaras conciben la idea de un sitio llamado riwigáchi, traducido como “Lugar de las almas” (Rodríguez 2015), el cual es al mismo tiempo una especie de paraíso cristiano y un Mundus imaginalis, en el que habitan los “arquetipos” de todo ser animado e inanimado, tanto terrenal como divino; incluso el sol y la luna tienen su equivalente en el riwigáchi. De ninguna forma se puede considerar el riwigáchi como un lugar de los muertos. Las almas que se hallan temporalmente escritas en el cuerpo mágico salen de él durante el sueño, la enfermedad y la embriaguez, pero siempre regresan. Las almas “grandes” salen del cuerpo y dejan a cargo a las más “pequeñas”; sin embargo, si esas almas “grandes” no vuelven oportunamente, causan la enfermedad e inclusive la muerte (Merrill 1992).

Podemos equiparar el flujo de las almas con los procesos Semiótico y Simbólico de Kristeva, por tratarse de una manifestación alterna del individuo, “la sede de su pensamiento, razón, pasión”, como indicaba Bonfiglioli, y porque las almas otorgan significado al ser del individuo. Nos dice Merrill que “la condición de una persona en un momento dado refleja directamente la condición de las almas, su ubicación con respecto al cuerpo o ambas” (1992, 158). De manera aún más importante, creo que podemos establecer la comparación con Kristeva, porque las almas son las que se desprenden durante el sueño, y pese a que no se trata precisamente de una noción de inconsciente según la escuela psicoanalítica que sigue Kristeva, sí implica el viaje a otra dimensión, a ese Mundus imaginalis que es el riwigáchi. Por tanto, podríamos decir que las arewáka de los rarámuri transitan durante el sueño al ámbito Semiótico, pues dialogan con ese mundo arquetípico al desprenderse del cuerpo, lo cual a su vez tiene un efecto sobre el cuerpo y sobre el estado de vigilia, como el peligro de que una de estas almas se extravíe y enferme al sujeto. Por lo tanto, las arewáka transitan también hacia lo Simbólico de Kristeva, es decir, a la esfera social. Y aquellas marcas de su presencia en lo Semiótico, convierte a las arewáka en textos portadores de significado que sin duda afectan la relación social del sujeto: así, si el alma se haya fuera, enferma o incluso en un sitio corporal que no le corresponde, tiene un efecto sobre la personalidad del individuo y, por ende, en sus relaciones sociales. Hablaríamos aquí de un alma enferma o disonante que no le permite funcionar al individuo a nivel social y cósmico. Porque recordemos lo que señalaba Montemayor: así como cada rarámuri camina el mundo para sostener el cosmos, las almas participan también de dicho sostén. Por ello la danza resulta de suma importancia como sistema de significaciones, en el terreno de lo Simbólico: si cada alma es un texto que funciona y habita adecuadamente la escritura corporal a la que pertenece, entonces la danza resulta propicia para que el Sol y la Luna continúen su curso por el cielo y la vida no se interrumpa.

He mencionado ya que la danza rarámuri que nos interesa es el yúmari-tutuguri, la cual se escenifica como ritual de petición de lluvia entre abril y mayo, bajo una lógica sacrificial que renueva la dependencia entre las deidades creadoras y benefactoras y sus hijos humanos “endeudados” (Bonfiglioli y Gutiérrez 2012). Este sentimiento de deuda por parte de los hombres implica pedir el perdón a Onorúame por no obedecer y no bailar conforme al pacto primordial entre dioses y hombres (Bonfiglioli 2008, 49). Isabel Martínez se refiere a este punto de la siguiente forma:

Después de la última destrucción en la que un eclipse amenaza el estatuto solar, los rarámuri entablan una alianza con Onorúame a través de la ejecución de la danza y del sacrificio. Inicia una nueva era en la que el Sol, identificado con el-que-es-Padre, aparece como el referente obligado de las acciones humanas. Esta deidad establece las normas ético-morales que servirán de marco para el desarrollo de las relaciones al interior de la sociedad rarámuri, así como las normas rituales que en conjunto instituyen el culto solar. (2008, 46).

Carlo Bonfiglioli apunta la existencia de dos danzas simultáneas: el yúmari-tutuguri mítico y el terrenal, el cual es representado por hombres (el sol) y mujeres (la luna) por medio de patrones levógiros que emulan una batalla cósmica. Dice Bonfiglioli: “el predominio simbólico del sentido antihorario sobre el sentido horario en la ritualidad rarámuri correspondería entonces a la superioridad atribuida a la etapa de crecimiento-reforzamiento solar” (2008, 56). Así, almas y cuerpos de mujeres y hombres están escribiendo el texto del renacimiento solar mediante la danza; su escritura es el giro, el círculo, y el espacio en el que danzan, también circular, es el microcosmos que reproduce la batalla entre luz y oscuridad macrocósmica. Sin embargo, no se trata de una danza mística, pues no hay anhelo de fundirse en la divinidad, sino que más bien se busca el resarcimiento de la “deuda” con el dador de vida, como señalé anteriormente.

El yúmari-tutuguri comienza a bailarse en la noche. Se asemeja al semā’ de los derviches porque los participantes giran y replican en sus cuerpos el movimiento de los astros. Mujeres y hombres forman filas y corren de un lado hacia el otro, en dirección al altar, obedeciendo el ritmo de la sonaja del chamán. Tres cruces se yerguen en dicho altar, simbolizando al hombre con los brazos abiertos hacia el universo16 o, incluso al mismo Onorúame (Bonfiglioli 2008). La danza es también plegaria, agradecimiento por la abundancia de la cosecha, la fertilidad humana y animal, y fortalece los lazos comunitarios. Porque pese a la soledad en que el rarámuri parece dialogar con su mundo, la danza, la bebida y el ritual le permiten cohesionar sus lazos socioculturales; y aquí es donde podríamos incorporar la noción del ritual como entretenimiento de Schechner (1988).

Después de correr una y otra vez desde el altar hacia el frente en filas horizontales, la estructura de la danza se transforma y se crean ahora dos círculos: los hombres conforman un círculo interno que corre a contratiempo, como los giros de los derviches, mientras que las mujeres danzan en un círculo exterior y corren en sentido contrario al de los hombres (Bonfiglioli 2010). Ellos representan al sol, ellas, a la luna, mientras el chamán gira en el centro agitando su sonaja. De tanto en tanto, una de las mujeres intenta arrebatar la sonaja del chamán, con lo que el orden cósmico se derrumbaría al evitar la salida del sol. Pero no lo logra. Los círculos de mujeres y hombres siguen girando hasta que los primeros rayos del alba despuntan entre las barrancas; no hay lugar para el descanso, la danza no debe detenerse, pues ni el sol ni la luna se detienen a descansar, como decía el siríame en su sermón. Por fin el sol vence la oscuridad y el tránsito del hombre y el universo puede continuar hasta que el próximo año tenga lugar el yúmari-tutuguri.

Al terminar la danza, la comunidad se integra para beber tesgüino y comer el caldo con la carne de la cabra sacrificada. Los dioses, por su parte, están satisfechos: la danza de los hombres los ha dotado de energía, a la vez que reciben del animal sacrificado los pulmones y la tráquea, símbolo del aliento de vida que la creación toda les agradece.

Mientras se ejecuta la danza, el wikaráame, el cantador, acompaña el movimiento con su sonaja y con un canto que el mismo Onorúame le enseñó durante el sueño, por lo que no existen textos escritos posteriores a la aproximación con lo sagrado. El texto, el canto chamánico, es escenificado en el momento mismo de la performance ritual. En entrevistas personales,17 Bonfiglioli me ha comentado que el wikaráame tiende a olvidar lo que ha cantado durante el yúmari-tutuguri, y que incluso el lenguaje que emplea no es el cotidiano, sino uno mágico. Y ahí es donde vemos una vez más la dialéctica entre el proceso de lo Semiótico y lo Simbólico de Kristeva: ese lenguaje ritual adquirido en sueños dialoga con el texto que están generando la danza, el cuerpo y las almas durante la performance ritual del yúmari-tutuguri. Es un texto que sostiene y ordena el cosmos, y que tiende puentes entre lo Semiótico de los sueños y el mundo arquetípico, y lo Simbólico del mito, la palabra mágica, y la escritura de las almas sobre los cuerpos físicos y rituales.

Almas y cuerpos sufíes

Durante el semā’ de los derviches mevlevíes, participan de igual manera el cuerpo ritual y el alma (nafs en árabe, ŷān en persa), la cual ha sido pulimentada con prácticas como el dhikr. Las fuentes de las que disponemos al respecto son variadas, pero podemos identificar dos vertientes para el caso de los mevlevíes que nos ocupan: la poesía sufí clásica (siglos XII y XIII de la era común), particularmente la de Yalāl al-Dīn Rūmī, y las obras de estudiosos contemporáneos como Annemarie Schimmel, Titus Burckhardt, Reza Arasteh, Seyyed Hossein Nasr y Fatemeh Keshavarz, que se han dedicado a explorar el pensamiento del fundador de la orden mevleví, para la cual, a su vez, este continúa siendo un referente en sus prácticas devocionales pese al cierre de las tariqas sufíes con el advenimiento de la República de Turquía que disolvió la orden en 1925. Otra fuente importante son los estudios de Henry Corbin, quien arroja luz sobre el amplio contexto del sufismo iranio y nos permite contrastarlo con lo que hallamos en la poesía de Rūmī, que se sigue recitando y cantando no solamente entre los mevlevíes sino entre los musulmanes de diversos orígenes.

Para entrar en materia, sostengo que el cuerpo ritual revestido de ropaje simbólico actúa como metáfora de la transformación y el renacimiento del alma en el semā’. No obstante, la concepción corporal del sufismo mevleví, expresada en la vasta obra de Rūmī, es ambivalente, dada la influencia del maniqueísmo y el mazdeísmo en la teología del sufismo persa, en autores como Sohravardī, Semnānī y Kobrā. En algunos de sus versos, Rūmī manifiesta la absoluta superioridad del alma sobre el cuerpo material:

¡Contempla las incontables formas

en que este cuerpo te ha atrapado!

Rompe su garra mortal.

Levántate y disipa este engaño de tu mente.

Rūmī (2012, 37)

Vemos en estos versos que el cuerpo es una cárcel que aprisiona al alma y le impide retornar con el Amado (Dios), idea que también hallamos en la doctrina de la Iluminación de Sohravardī o Hikmat-e Ishraq. En esta doctrina, las partícu las de luz con que el hombre fue imbuido desde la Creación, anhelan derrotar las tinieblas de la ignorancia para reunirse con la Luz Primordial y arquetípica de la que, en su olvido del pacto con Dios, fueron separadas. La influencia de la dicotomía maniquea en el sufismo persa es evidente en estos versos de Rūmī, no obstante que en otras partes de su obra, en especial el Ghazaliat-e Shams, encontramos una concepción más cercana al mazdeísmo. Bajo esta luz, Rūmī se refiere al cuerpo como un aliado del alma en su reencuentro con el Amado y con la Creación toda, y trasciende la unión con Dios que busca el sufismo para descubrir en sí mismo, inflamado de Amor, una especie de conciencia cósmica: “[Rūmī] incluso trascendió el concepto de unión con Dios. Abogaba por la unión con todo y declaraba al amor como la fuerza creativa en la naturaleza” (Arasteh 1974, 29). Es por ello que en Rūmī toda la Creación danza y alaba con infinito Amor al Amado, siendo Shams de Tabriz, el maestro de Rūmī, una de sus manifestaciones, pues “a través de sus cualidades espirituales y psíquicas representaba [el] alma universal” (Arasteh 1974, 67).

En el mazdeísmo encontramos la unión de toda la Creación para sostener y defender la obra de Ahura Mazda de la influencia maligna y oscura de Ahrimán. En los himnos o yasts del Zend Avesta, los hombres contribuyen al sostenimiento del mundo y de la creación por medio de sus propios cuerpos materiales, ofrendas, letanías y la obediencia a las leyes. Son numerosos los pasajes en los que el cuerpo humano cobra una importancia cósmica que ya no se encuentra en el maniqueísmo y el cristianismo; mediante la reproducción biológica y el buen estado físico de los cuerpos, hombres y mujeres lograrán hacer frente a las fuerzas antagónicas de Ahrimán, cuyo objetivo es destruir la grandiosa obra de Mazda. El hombre ayuda a la divinidad mediante la salud y la fertilidad de su cuerpo al grado de que ciertos pasajes, como el siguiente, son de una intensa belleza erótica:

The men whom thou dost attend, O Ashi Vanguhi! have their ladies that sit on their beds, waiting for them: they lie on the cushions, adorning themselves, …, with square bored ear-rings and a necklace of gold: “When will our lord come? when shall we enjoy in our bodies the joys of love?” (Zend Avesta 1883, 272).

En otros pasajes, la oración es la que purifica los cuerpos: “Proclaim thou these prayers: they will clean thy body from deeds of lust” (Zend Avesta 1883, 334); pese a la importancia dada al cuerpo y a la reproducción, en estos versos observamos que lo corporal no debe estar dirigido a fines no reproductivos. Por esta misma razón, los Amshaspands e Izads (deidades ayudantes de Mazda) rechazan las plegarias de los seres físicamente deformes, como en el yast de Ardvi Sûra Anâhita (Zend Avesta 1883, 75-76), o de los miembros estériles de la so ciedad, como en el yast dedicado a Ashi (Zend Avesta 1883, 280). Sostengo que Rūmī reconfigura estos rasgos mazdeos en su poesía para incorporarlos a la perspectiva islámica, ya que el cuerpo es una manifestación de la Belleza del Amado; no obstante, pese a que varios de sus versos son intensamente eróticos, se desvanece la trascendencia cósmica de la fertilidad. Rūmī transforma la belleza del cuerpo material del mazdeísmo que contribuye al sostén de la Creación, en un cuerpo metafórico y hermoso en el que Dios se manifiesta:

No queda de nuestro ego más que una imagen, una sombra

porque el sitio donde vive nuestra alma es el bucle de tu cabellera […]

En vez de perfume, hay un alma en el cuerpo de mil piedras,

la tierra de Tabriz es el kohl que embellece nuestra alma.18

Las referencias a Shams de Tabriz en estos versos tienen un evidente matiz amoroso e incluso erótico; sin embargo, Rūmī logra trascender la materialidad y sensualidad del cuerpo que describe y lo resignifica como compañero del alma mediante metáforas de luz y de belleza divina; por ejemplo, el bucle metafórico de Shams en el segundo verso refleja dicha belleza, pues Dios es inmanente a su creación. Hallamos una idea semejante en Sohravardī: se trata de una oración dedicada a la Naturaleza Perfecta, la entidad con la que aspira a reunirse todo hombre: “Tú que estás revestido de la más resplandeciente de las luces divinas… manifiéstate a mí en la más bella (o en la más alta) de las epifanías, muéstrame la luz de tu rostro resplandeciente” (Corbin 2000, 39). Las palabras de Sohravardī encuentran un eco en Rūmī, pues hay en él amor y nostalgia por la belleza, la luz y la sabiduría divinas que son inmanentes en los seres terrestres y que son atributos compartidos entre éstos, Shams de Tabriz y el Amado.

Asimismo, vemos en los versos citados la tajante diferencia entre el ego y el alma, por lo que sostengo que para Rūmī y los mevlevíes el enemigo a vencer es el ego, no el cuerpo. Al respecto, Titus Burckhardt señala que la más grande guerra santa, o al-jihâd al-akbar, es la que libra el sufí contra el ego (2006, 120). Pese a que en otros versos Rūmī sí concibe al cuerpo como cárcel del alma, me inclino por explorar la perspectiva que atribuye al cuerpo metafórico una parte de la belleza de la creación, ya que este punto de vista nos auxilia al momento de comprender la participación del cuerpo ritual en la danza.

Como he mencionado ya, en la práctica espiritual sufí es necesaria la purificación del alma y el cuerpo. Uno de los métodos para lograrlo es la recitación del dhikr, el cual consiste en la remembranza de Alá por medio de la repetición de la primera parte de la Shahâdatein, “no hay Dios más que Dios”, y los 99 nom bres divinos. El dhikr es una ceremonia intensamente corporal, que traduce la continua limpieza metafórica del corazón sutil, o al-qalb, en movimientos físicos de tronco y cabeza al ritmo de una intensa respiración que busca vaciar el corazón sutil y limpiarlo para que este se convierta en el sitio de la teofanía. Se trata de un corazón-receptáculo, un corazón-espejo, el cual, se asemeja a la jóora que plantea Robledo a propósito de la poesía de San Juan de la Cruz. La jóora es un:

receptáculo divino, siempre existe y siempre es del mismo modo, no corresponde a los sentidos y participa de lo inteligible o la razón, aunque lo hace de una manera contradictoria, oscura e inefable. Se despoja siempre de toda forma que recibe y nunca se adhiere a nada. Es la impronta hueca o la matriz que ampara y nutre, contenedora como un cernidor de granos, como un campo sembrado. La jóora es incolora, pues es invisible, pero acoge todas las formas visibles, todos los cuerpos o elementos -fuego, aire, tierra, agua- en un circuito que no cesa. Todo lo recibe de una forma ilimitada y bella; es el espejo, la otredad; lo que percibimos en los sueños. (Robledo 2013, 443)

Mi aproximación a la jóora toma en cuenta la perspectiva que hace Robledo desde la mística, así como la de Kristeva desde la semiótica para revisar este corazón sutil y su papel en la experiencia mística y poética de los mevlevíes.

A partir de lo que apuntan los investigadores que han explorado la obra de Rūmī, creo pertinente utilizar las ideas de Kristeva para sostener que tiene lugar un diálogo entre lo Semiótico y lo Simbólico o, en otras palabras, entre lo inefable y lo socialmente condicionado. La búsqueda de Rūmī en sus versos, y la de los derviches mevlevíes a través de la danza, obedece a una etapa en la que individuo y divinidad se disuelven. Henri Corbin lo expresa así: “No puede haber conocimiento del ser divino que no sea experiencia teofánica. Pero en relación con la Ipseidad divina este conocimiento es desconocimiento, porque el conocimiento supone un sujeto y un objeto, lo que ve y lo que es visto, mientras que la Ipseidad divina, luz negra, excluye esta correlación” (2000: 60); en tanto que Idries Shah describe así la progresión de dicha búsqueda: [Rūmī] dice que la humanidad pasa por tres etapas. En la primera, adora cualquier cosa: hombre, mujer, dinero, niños, tierra y piedras. Entonces, cuando ha avanzado un poco, adora a Dios. Finalmente, no dice ‘Adoro a Dios’, ni ‘No adoro a Dios’. Ha entrado en la última etapa” (2013, 170). Es decir, ya no existe una diferencia entre el Sujeto y el Objeto, porque momentáneamente se ha dejado atrás el terreno de lo Simbólico de Kristeva, donde el sujeto fenomenológico está atrapado en la dualidad del signo, y donde los modos de significación son productos ideológicos e históricos (Kristeva 1984). El sufí busca trascender esta inmersión en lo Simbólico al recha zar la idea de que solo mediante la razón es posible alcanzar el conocimiento de Dios, y es por ello que una serie de ejercicios meditativos, entre los cuales están el dhikr, la doctrina de los fotismos del persa Razī, o la doctrina de los siete profetas de Semnānī, entre otras, permiten el despertar de los distintos órganos sutiles que habitan en ese otro terreno de lo Semiótico de Kristeva, en el que se hallan las marcas de las pulsiones, y en el que no existen ni el signo con sus divisiones ni el orden cognitivo, pues en este ámbito aún no se ha consolidado el sujeto pensante. Por ejemplo, en la doctrina de Semnānī, el tercer órgano sutil, el Corazón o latîfa qalbîya, es el Abraham de tu ser y es embrión del verdadero Yo, que se manifestará de lleno en el órgano sutil del séptimo grado, el centro divino del ser o latîfa haqqîya, trono de Mahoma. Pero dicho Yo verdadero apunta en realidad a la negación del yo o ego fenoménico: “En tanto el místico no ha llegado a la negatividad que es su reabsorción completa, no ha alcanzado la positividad de escenificación por el ser absoluto, que es la supraexistencia por Dios. Ser para sí mismo no ser es ser para Dios” (Corbin 2000, 130; las cursivas son del original). Este centro divino del ser (que es no-ser), está constituido por influjos que emanan del Alma del mundo, al igual que los otros seis órganos sutiles de la doctrina de los siete profetas de Semnânî. Rūmī se mueve en un terreno semejante, pero para él la disolución del yo en Dios se traduce en términos de conciencia cósmica, un retorno al origen primordial como Creación o, en términos de la jóora de Kristeva, un retorno a ese receptáculo materno que cobra la forma de aquello que la ocupa, pero que por sí misma no adquiere nunca una sola forma, sino que actúa más bien como espejo. La jóora es inefable, da origen a todo lo creado y es ella misma un Uno que se multiplica en el Todo, sin adquirir forma concreta. Por ello es reminiscente del vaciamiento del propio yo para recibir la experiencia teofánica; el corazón del sufí se transforma en ese receptáculo para ser a un tiempo el-que-ama y el que-es-amado.

Cuando habla de la jóora y de lo Simbólico y lo Semiótico, Kristeva no piensa en la búsqueda mística, pero encuentro numerosos símiles entre lo que ella plantea con varios autores contemporáneos que han escrito sobre el sufismo de Rūmī, como Reza Arasteh y Adonis. Con términos igualmente derivados del psicoanálisis, Arasteh insiste en que el objetivo de la búsqueda del sufí inspirado por Rūmī es la plena conciencia cósmica, que transforma al individuo de un ser fenoménico como producto sociocultural que bien podemos equiparar a lo Simbólico de Kristeva, en un ser cósmico o universal, el cual tiene que atravesar la pulsión de muerte del ego o el yo fenoménico para adquirir esa conciencia de sí mismo como el no-ser del que nos habla Corbin. Y ese sitio donde por fin se desvela el no-ser que es el verdadero Yo, es la jóora de Kristeva, es el corazón-receptáculo que se ha vaciado para recibir la teofanía del Amor. Arasteh lo expresa así:

El ser cósmico nos abarca totalmente mientras que el ser fenoménico designa solo a una parte de nuestra existencia. El ser fenoménico nos ha separado de nuestro origen, el de la unión con la vida. Habiendo tomado conciencia de esta separación, solo podemos vivir plenamente si vaciamos nuestra conciencia, trayendo a la luz el inconsciente, logrando una percepción de nuestra existencia, como un todo y viviendo en un estado de plena conciencia. Denominaré a este estado existencia cósmica o conciencia trascendental. El verdadero ser puede considerarse como la corona de la inconsciencia, que en potencia es la existencia consciente, la meta Sufi. (1974, 30)

Por su parte, el poeta Adonis comparte la idea de la muerte del ego trasladada a la escritura. Porque, volviendo sobre mi argumento, la experiencia del sufí no se restringe a dicha experiencia cósmica, o a la teofanía en la jóora, sino que del ámbito de lo Semiótico de Kristeva, ocurre un tránsito hacia lo Simbólico: el sufí retorna al mundo humano, pero profundamente transformado. Y es necesario que se valga del lenguaje ya codificado para expresar su experiencia con lo inefable, lo cual es posible mediante el lenguaje poético y el dancístico.

Las huellas de lo Semiótico y su paralelo, la experiencia mística, las encontramos en la poesía y la danza de Rūmī en esos elementos pre-verbables y en los ritmos kinésicos que refiere Kristeva, los cuales crean una estructura circular que remite a la idea del retorno hacia la fuente original, hacia la jóora, hacia Dios. Poesía y danza se relacionan entre sí por sus patrones circulares de movimiento y sonido, anulando con ello toda idea de tiempo lineal y finito en aras de representar un ciclo constante de muerte y renacimiento, como en estos versos en farsi del Ghazaliat-e Shams19

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[Trasliteración:

Dast fešānam čo šayar čarxzanān hamčo qamar

Čarje man āz rangue zamin pāktar āz čarje samā.]

En esta breve muestra, observamos el giro como recurso fonético, aliterativo y estructural, así como en el uso de la rima interna entre šayar y qamar, y entre zamin y samā, a la vez que tiene lugar un juego de homonimia entre el vocablo farsi para “cielo”, سما (samā), y el término farsi con que se designa la danza giróvaga, عسما (samā’ ). Si concebimos los sonidos como materia prima anterior a la división del signo y como rasgos pre-verbales que se repiten y dan cohesión a la estructura rítmica y kinésica del poema, podríamos establecer una relación intertextual entre estos (como huellas de lo Semiótico), el poema como producto del lenguaje del sujeto ya inserto en lo Simbólico y el texto que se genera a partir del cuerpo sutil, el cuerpo ritual y el alma que emprende su búsqueda de lo divino en cuanto todos estos elementos son puestos en escena en la performance ritual. El resultado es, en efecto, un flujo de textos en distintos niveles: el alma que se transforma y se aloja en distintos puntos del cuerpo sutil, siendo el más importante el corazón-receptáculo, de donde se recuperarán a su vez los ritmos pre- verbales que hemos visto mediante el acto de creación poética. Este movimiento hacia el receptáculo, ya sea el corazón en el lenguaje simbólico de la mística o ya sea la jóora, implica que el poeta sufí retorne a la materia matricial originaria y se entregue a la pulsión de muerte; es la muerte de su propio yo para que tenga lugar la revelación teofánica, donde ya no hay un Tú separado del Yo, y que, una vez consumada en la jóora o corazón, renazca y retorne a lo Simbólico.

Así, como apunta la propia Kristeva, lo Semiótico y lo Simbólico no son procesos excluyentes, sino complementarios. Y lo mismo ocurre en el diálogo entre la conciencia cósmica del sufí y su manifestación en el lenguaje de los hombres; no obstante, para Adonis, el lenguaje empleado no puede ser tampoco el cotidiano. Por eso se elige la poesía, y Kristeva también insiste en ello, como ya hemos visto. Dice Adonis: “Para superar el mundo de la exterioridad (al-záhir) tenemos que recurrir al mismo lenguaje: embriagándolo. […] Ese lenguaje ebrio es el lenguaje metafórico (mayaz). Con él posibilitamos que lo que está en otro lugar, en lo oculto o en lo interior, pase (yayuz) a nuestro mundo exterior. Así nos permite dicho lenguaje poner lo infinito en lo finito, como decía Baudelaire” (2008, 193). Esta misma búsqueda en el inconsciente como acceso a realidades no reveladas, a la verdad, a la intuición, a la creatividad y al amor, experimentada como búsqueda mística atea, fue lo que Adonis encontró en común entre sufíes y surrealistas; y cabe señalar que estos últimos a su vez indagaron en prácticas espirituales consideradas “primitivas”, como fue el caso de Artaud durante su visita a la Sierra Tarahumara en 1936.

Los derviches mevlevíes encontraron en la poesía circular y musical de Rūmī los ecos del encuentro entre la conciencia cósmica y el Amado, y la tradujeron a su vez en una danza giratoria, que es metáfora de la muerte del ego y el renacimiento del ser pleno de conciencia de su no-ser. Esto se encuentra en las ropas simbólicas que porta el derviche: la siqqa o gorro de lana es su lápida; la khirqa o capa negra es la tumba; y el dastagul y la tannura blancos son la mortaja que envuelve su cadáver. Cuando el derviche se ha despojado de su ego, baila al compás de la música y es entonces que se despliega su tannura, como símbolo de la unión con el Amado. Es un retorno a la jóora y a lo Semiótico, al inconsciente que desvela lo infinito tras el arduo entrenamiento del cuerpo y del alma. Y algo semejante ocurre con los rarámuri, como descubrió Antonin Artaud: su danza del yúmari-tutuguri es asimismo conciencia cósmica, sostén del mundo y traducción de los signos inscritos en sus piedras y sus montañas: “Y esas danzas no han nacido del azar, sino que obedecen a la misma matemática secreta, a la misma preocupación por el juego sutil de los Nombres a la cual obedece toda la Sierra” (2014, 40).

El lenguaje embriagado del que habla Adonis a propósito de la poesía sufí, entre los rarámuri no se traduce siquiera al lenguaje metafórico de los hombres, sino que permanece secreto, como ha apuntado Bonfiglioli. No obstante, Artaud dedicó parte de su obra poética a las danzas rarámuri, y a mi parecer, lleva a cabo la misma búsqueda por traducir al terreno de lo Simbólico las experiencias del inconsciente, de lo Semiótico: “Y vi, en las Montañas de México, por encima de todas las pruebas humanas, resplandecer las llamas de un Gran Corazón Sangrante. Asido, al subir, como por el brazo del mar, me vi expulsado fuera de lo conforme desasegurado de las cosas, y desplegado como yo mismo, por fin yo mismo, en la Verdad de lo Esencial” (2014, 98). La misma Kristeva habla de que en lo Simbólico persisten marcas de lo Semiótico, y mi hipótesis es que dichas marcas están en los círculos y los giros de las danzas sufíes y rarámuri, por el hecho de que el círculo es un símbolo del retorno al pacto con las deidades y del renacimiento del hombre y del mundo.

En conclusión, al hablar de danza, poesía y cuerpo en estas dos culturas tan distintas, nos hallamos ante procesos significantes que no se excluyen entre sí, como la misma Kristeva reconoce: entre los rarámuri, las almas habitan el cuerpo y pueden ser leídas como textos que dialogan con la danza ejecutada por hombres y mujeres, en tanto que recrean el mito de creación y la victoria del sol sobre la oscuridad. Vemos que el dinamismo del mundo está representado por la caminata como danza a nivel microcósmico, y que la poesía en el lenguaje sagrado es a su vez otro texto que dialoga con la danza-texto generada por mujeres y hombres durante la performance ritual. Entre los sufíes, es preciso entrenar el cuerpo material para que se transforme durante la danza en cuerpo ritual ya purificado, así como también es necesaria la limpieza del corazón como receptáculo de la revelación divina, mediante una fisiología simbólica y mágica. Y el gozo inefable que produce la revelación de lo divino, solo puede ser expresado cuando el sufí retorna de esa muerte simbólica y la traduce en poesía “embriagada”. El rarámuri, por su parte, renueva mediante sus giros su pacto con Onorúame para que el mundo no se acabe, para que no se extinga la luz y puedan continuar siendo caminantes y danzantes celestes. A su vez, hemos insistido en que las herramientas teóricas a partir de la intertextualidad de Kristeva nos permiten revisar fenómenos con algunas similitudes (el cuerpo como texto y generador de textos significantes; el alma como texto que se escribe dentro y fuera de los cuerpos; la danza circular que es una representación microcósmica del universo; el giro como muerte y renacimiento), pero tomando en cuenta en todo momento las diferencias contextuales. Justamente es esta una de las virtudes de la literatura comparada y de la intertextualidad de Kristeva: la posibilidad de indagar en las semejanzas conceptuales, como el hecho de buscar la materia orgánica y matricial del lenguaje en sus ritmos mediante el contacto con lo divino, y descubrir cómo distintos fenómenos con objetivos en apariencia disímiles (en el caso de los rarámuri, el diálogo con Onorúame para la continuidad cósmica, y en el caso sufí, la Unión mística con Dios), se valen de la misma herramienta, como es el lenguaje en su dimensión poética.

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17 

Hujwiri, Hazrat Ali bin Usman. The Kashf al-Mahjub. A Persian Treatise on Sufism. Lahore: Zia-ul-Quran Publications, 2001.

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18 

Kristeva, Julia. La revolution du langage poétique. L’avant-garde à la fin du XIXe siècle: Lautréamont et Mallarmé. París: Éditions du Seuil, 1974.

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19 

Martínez, Isabel. Los caminos rarámuri. Persona y cosmos en el noroeste de México, tesis de maestría. México: Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, 2008. http://132.248.9.195/pd2008/0628105/Index.html (Consultado, septiembre 11, 2017).

Isabel Martínez Los caminos rarámuri. Persona y cosmos en el noroeste de MéxicomaestríaMéxicoInstituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM2008 http://132.248.9.195/pd2008/0628105/Index.html septiembre 11, 2017

20 

Merrill, William L. Almas rarámuris, trad. Lourdes Alverdi, Guillermo Palma y Cecilia Troup. México: Instituto Nacional Indigenista / Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1992.

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21 

Montemayor, Carlos. Los tarahumaras . Pueblo de estrellas y barrancas. México: Aldus, 1999.

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22 

Panikkar, Raimon. La religión, el mundo y el cuerpo. Barcelona: Herder , 2014.

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23 

Pintado, Ana Paula. «Rutuguli-Yúmali: descripción de las danzas, análisis del canto y perspectiva comparada.» Dimensión Antropológica, 34: 167-187, año 12, mayo-agosto, 2005.

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24 

______, Tarahumaras. Pueblos indígenas del México contemporáneo. México: Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 2004.

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25 

Plotino. Enéadas. Madrid: Gredos, 1980.

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26 

Robledo González, Laura. «La poética del espacio en San Juan de la Cruz y el receptáculo platónico de la jóora.» En Luce López-Baralt (ed.), Beatriz Cruz Sotomayor (coord.), Repensando la experiencia mística desde las ínsulas extrañas. Madrid: Trotta, 2013, 421-450.

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27 

Rodríguez, Abel. «Los rimuká, hilos de vida y muerte.» Artes de México. Tarahumaras. El camino, el hilo, la palabra , 112: 14-21, 2015.

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28 

Rumi. En brazos del amado. Antología de poemas místicos. Madrid: Edaf, 2012.

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29 

______, El canto del sol. Eva de Vitray-Meyerovitch y Marie-Pierre Chevrier (eds.). Trad. de Esteve Serra. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, 2008.

Rumi El canto del sol Eva de Vitray-Meyerovitch Marie-Pierre Chevrier Esteve Serra Palma de MallorcaJosé J. de Olañeta2008

30 

Schechner, Richard. Performance Theory. Nueva York: Routledge , 1988.

Richard Schechner Performance TheoryNueva YorkRoutledge1988

31 

Shah, Idries. Los sufis. Barcelona: Kairós, 2013.

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32 

Weinberger, Eliot. «El vórtice.» El poeta y su trabajo, invierno, 2008, 186-202.

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33 

Zend Avesta The. Trad. James Darmesteter. Parte II: Sîrôzahs, Yasts y Nyâyis. Oxford: Oxford University Press Warehouse, 1883. (Sacred Books of the East, vol. XXIII. Max Müller ed.).

Zend Avesta The James Darmesteter Parte II: Sîrôzahs, Yasts y NyâyisOxfordOxford University Press Warehouse1883Sacred Books of the East, vol. XXIII Max Müller

Notes

[1] Como señala Pintado (2005), la distinción entre estas dos danzas varía según la región de la Sierra Tarahumara de la que hablemos, al grado en que a veces resultan indiferenciables. Pintado plantea en sus investigaciones que el Rutuguli (o Tutuguri, según el dialecto), es un canto de petición de lluvias. En su obra dedicada a los tarahumaras, Artaud asocia el Tutuguri con los ritos del peyote (2014). Dado que resulta complejo distinguirlas, he optado por seguir a los investigadores del campo y presentar esta danza como una sola.

Notes

[2] Pese a que resulta válido referirse a este pueblo indígena como tarahumara, he decidido utilizar la autodenominación rarámuri. Dependiendo de la región de la Sierra Tarahumara, se puede encontrar también el término ralámuli.

Notes

[3] Utilizo el concepto performance siguiendo a Richard Schechner (1988; 1993; 2012). Él propone dicho término como un equivalente del concepto de “puesta en escena”, aunque más amplio en su definición. Schechner identifica cuatro elementos complementarios (eficacia/ritual-entretenimiento/teatro) como parte de un mismo continuum dialéctico, y es la convergencia de estos lo que él denomina como performance. Para él, la danza forma parte del teatro y por tanto participa también de la eficacia ritual de la “puesta en escena”, a la vez que del entretenimiento (Schechner 1988). No me queda claro si el entretenimiento se refiere a una especie de efecto catártico para la sociedad que está llevando a cabo la performance o si se refiere a los espectadores. En cualquier caso, es cierto que aun en la dimensión ritual de la danza tarahumara, al menos, hay cierto grado de entretenimiento, entendido como cohesión social y de grupo. Por último, aclaro que durante este trabajo me referiré a la performance en femenino, para no confundir al lector con una de las manifestaciones de la puesta en escena contemporánea, el performance, como los llevados a cabo por Marina Abramović, entre otros.

Notes

[4] En El canto del sol, la especialista Eva de Vitray-Meyerovitch ofrece una descripción detallada de las fases del semā’ (Cfr. pp. 55-59). A su vez, Juan Goytisolo también llegó a asistir a una función de semā’ en Turquía, la cual describe en su ensayo “Los derviches giróvagos” (México: Fondo de Cultura Económica, 2007, 33-57).

Notes

[5] Henry Corbin apunta en El hombre de luz en el sufismo iranio, que para varios sufíes, como ‘Alî Hamadânî, el ser humano es una copia del Corán cósmico: “En cada parte del hombre que ha sido purificada, se refleja la parte complementaria que le es homogénea, pues nada puede ser visto más que por su semejante” (2000, 84).

Notes

[6] En la sura 12:53 del Corán encontramos al alma que incita al deseo, la nafs ammârah: “Yo no pretendo ser inocente. El alma que exige el mal, a menos que mi Señor use de Su misericordia. Mi Señor es indulgente, misericordioso”; la sura 75:2 se refiere a la nafs lawwâma, el alma censurante: “¡Que no! ¡Juro por el alma que reprueba!”; y, por último, en la sura 89:27-28 hallamos la referencia a la nafs mutma’inna, uno de los grados superiores del alma, la pacificada: “¡Alma sosegada! ¡Vuelve a tu Señor, satisfecha, acepta!”. Todas las citas del Corán corresponden a la edición de Julio Cortés (Barcelona: Herder, 2005).

Notes

[7] Arewá, iwigá y wigá, según la variante dialectal y la zona de la Sierra Tarahumara.

Notes

[8] Esto resulta más notablemente en el sufismo, pues el canto del chamán tarahumara no ha logrado descifrarse aún, como ha indicado Bonfiglioli en entrevistas personales.

Notes

[9] Quiero insistir en que para Kristeva, semiótico y simbólico no tienen el significado que regularmente se les otorga en otros contextos y para que el lector no se confunda, me referiré a estas categorías siempre con mayúscula inicial y con el artículo “lo”. Para Kristeva, lo Semiótico es una relaboración del concepto lacaniano de lo Imaginario, y con él se refiere al estado inconsciente del sujeto, en el que predominan las pulsiones y la identificación con el vientre materno. Por su parte, lo Simbólico deriva del Orden Simbólico de Lacan. Para Kristeva, esta fase se asocia con el padre y con la entrada del sujeto al mundo del signo (Allen 2011).

Notes

[10] “Es en la literatura donde tiene lugar [la condición del sujeto en el ámbito de la significación] de manera más explícita” (La traducción es mía).

Notes

[11] “Diremos entonces que este cuerpo materno media la ley simbólica que organiza las relaciones sociales, y que se convierte en el principio de ordenación de la jóora semiótica en el camino de la destrucción, la agresividad y la muerte” (La traducción es mía).

Notes

[12] “Al volver por medio de la muerte hacia aquello que produce su quiebre; al exportar la motilidad semiótica a través de la frontera en la que se establece lo Simbólico, el artista bosqueja una suerte de segundo nacimiento: así, sujeto tanto a la muerte como al renacimiento, su función se ve atrapada, inmovilizada, representada, idealizada por sistemas religiosos (siendo el cristianismo el más explícito en este aspecto, sin duda), los cuales de todos modos lo acogen en sus templos, pagodas, mezquitas, iglesias. A través de temas, ideologías, significaciones sociales, el artista incorpora al orden Simbólico una pulsión asocial, todavía no capturada por lo tético” (La traducción es mía).

Notes

[13] Esta obra formó parte del acervo de la exposición Artaud 1936, que pudo apreciarse en el Museo de Arte Moderno Rufino Tamayo entre el 10 de febrero y el 20 de mayo de 2018.

Notes

[14] El fragmento al que me refiero se encuentra en este enlace: https://vimeo.com/80812238

Notes

[15] Bonfiglioli ha traducido la voz owirúame como “chamán”, en términos generales. Por su parte, el sipáame o sipiríame es el chamán de más alto grado, pues es capaz de negociar la liberación de las almas con el peyote, mediante la utilización del raspador que simboliza el camino del Sol durante la danza/raspa del peyote o jícuri (Bonfiglioli 2012; 2015).

Notes

[16] “La cruz significa el hombre, el humano con los brazos abiertos en cruz, con la espalda mirando hacia el oriente que es por donde sale el sol. El brazo izquierdo apunta hacia el sur y el brazo derecho hacia el norte, los pies hacia el centro de la tierra, de tal manera que el Wicará’ame —cantador—, y la gente que participa en la danza queden de frente a la salida del sol…” (Gardea y Chávez 1998, 57).

Notes

[17] Entrevistas correspondientes al 13 de abril de 2016 y al 17 de agosto de 2016 en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM.

Notes

[18] La traducción inédita al español es de Shekoufeh Mohammadi.

Notes

[19] La traducción del farsi al castellano es de la Dra. Shekoufeh Mohammadi: “Lanzo las manos como un árbol, giro como la luna / Mi giro del color de la tierra es más puro que el giro del cielo”. He optado por seguir las reglas de trasliteración del farsi según los siguientes criterios: la letra Aleph (ا), que representa la vocal abierta posterior redondeada [ɒː] corresponde a la grafía “ā”; la letra Xe (ج), que representa la consonante fricativa sorda velar [x] corresponde a la grafía “x”; la letra Če (ڇ), que representa la consonante africada sorda palatal [č] corresponde a la grafía “č”; la letra Šiin (ش), que representa la consonante fricativa sorda palatal [š] corresponde a la grafía “š”; la letra Qāif (ق), que representa la consonante oclusiva uvular sonora [ɢ] corresponde a la grafía “q”.