Introducción
La noción de sexo suele entenderse como una clase natural. Es decir, una categoría
que corta la naturaleza por sus articulaciones. Este corte supuestamente describe dos formas biológicas que resultarían de las posibilidades
reproductivas. A partir de ahora me referiré a estas dos formas como cis varones y
cis mujeres.1
De lo anterior, en el ámbito biomédico se asume que una diferenciación sexual dimórfica
implica dos formas específicas de enfermar. Es decir, se legitima una relación causal
entre sexo y prevalencia, remitiendo esta a los diagnósticos y enfermedades más frecuentes en cis mujeres
que en cis varones, y viceversa. Estos dos presupuestos, que existen dos formas biológicas
a partir de las posibilidades reproductivas, y que estas causan-explican las prevalencias,
suponen dos problemas en la producción de conocimiento biomédico, inextricablemente
unidos, y que son los que buscaré desarrollar.
El primero de ellos es que para interpretar las diferencias observadas entre cis varones
y cis mujeres se da escasa atención a nuestras prácticas sociales. O, en caso de considerarlas,
su estatus suele ser periférico. En contraste, la categoría sexo suele considerarse necesaria y suficiente. El segundo
problema es que dicha categoría en sí misma legitima la existencia de una biología
presocial. Identifico ambos problemas como el resultado de interpretar desde una perspectiva
mecanicista y determinista la diferenciación sexual, por un lado, y la noción de enfermedad
por otro, así como la relación entre sexo y prevalencia, que es donde confluyen ambos
fenómenos.
Para mi objetivo, el presente trabajo consta de dos apartados, cada uno constituido
por tres secciones. En el primer apartado dedicaré las secciones uno y dos al primer
problema: que las diferencias observadas entre cis mujeres y cis varones no contemplan
nuestras prácticas sociales, indefectiblemente generizadas. En contraste, abordaré
la propuesta de Anelis Kaiser de introducir el concepto sexo/género en el ámbito biomédico.
Mostraré sus alcances y limitaciones a través de dos ejemplos ilustrativos: el hipnótico
zolpidem y la COVID-19. Concluiré que la noción sexo/género contribuye a evidenciar
cómo ciertas prácticas generizadas son, efectivamente, de relevancia clínica.
Sin embargo, argumentaré que su implementación resulta compatible con la idea de sexo
como clase natural y, en consecuencia, el género termina por ser considerado solo
desde una dimensión sociológica y directamente ligada al diagnóstico. Llamaré a esta
consideración materializaciones de género del orden estructural. Plantearé la necesidad de indagar sobre las que denominaré materializaciones de género del orden simbólico.
En la tercera sección me aproximaré al problema dos a través de ciertas autoras que
critican la idea de sexo como clase natural. En contraste, sostendrán que no existen
propiedades ni necesarias ni suficientes para la pertenencia a un sexo, y remitirán a la noción de co-ocurrencia de propiedades homeostáticas mecánicamente
agrupadas (desde ahora HPCK). Consideraré esta recuperación fundamental, por poner
en un primer plano la temporalidad que caracteriza las variables asociadas con el
sexo, aunque mostraré que en el ámbito biomédico no se la emplea de manera adecuada,
siendo compatible con lecturas esencialistas de necesidad y suficiencia respecto de
la idea de enfermedad y del vínculo sexoprevalencia.
En la primera sección del segundo apartado, sostendré que es la continuidad de la
categoría sexo en el ámbito biomédico en sí misma problemática para interpretar las
prevalencias. La describiré como un punto de corte poco preciso e inadecuado para
explicar las diferencias entre cis varones y cis mujeres. Tal descripción permitirá
indagar en las materializaciones de género del orden simbólico: nos caracterizaré como un constante devenir biológico en el marco de las normativas
de género cuyas prácticas pueden afectar incluso aquellas variables consideradas el
paradigma de la diferencia sexual. Me centraré especialmente en la hormona testosterona.
En la segunda sección, recuperaré la idea de procesos para contrastarla con la de
mecanismos, y desarrollaré la noción de bioprocesos para proponerla como una noción que habilita criterios más adecuados a la era posgenómica.
Dicha noción no solo implica la dilución de la categoría sexo. También desestabiliza
la idea de enfermedad como modelo ontológico, y resulta compatible con el propuesto
modelo fisiológico.
A modo de cierre, en la tercera sección, recobraré el concepto de clases prácticas para reconceptualizar en términos de contingencia y contextualidad las variables
y variabilidades que pueden ser de relevancia clínica en un estudio en cuestión, contrastando
así con la relación sexo-prevalencia que suele conducirnos a lecturas a-históricas
y universales. Con esta reconceptualización, introduciré la idea de interseccionalidad
ontológica y mostraré la necesidad de considerar todas las corporalidades, identidades
y sexualidades, con sus respectivas especificidades, en la producción de conocimiento
biomédico.
El ámbito biomédico y la categoría sexo
¿Cómo interpretamos las diferencias observadas entre cis varones y cis mujeres?
Las investigadoras de la Red NeuroGenderingNetwork han señalado que referirse a diferencias de sexo cuando se observan diferencias entre cis varones y cis mujeres deriva de suponer
que determinado sexo -que en la mayoría de los estudios erróneamente suele tomarse
como sinónimo de genitalidad externa- es suficiente para causar diversas expresiones biológicas, incluyendo parámetros de relevancia clínica.2 Preciso la distinción entre sexo y genitalidad externa porque no son equivalentes:
sexo remite a un sistema que, además de genitales externos, incluye ciertos cromosomas,
tipo de gónadas y determinados niveles de algunas hormonas. Sin embargo, estos parámetros
no suelen ser evaluados si los estudios no los involucran directamente, aunque, paradójicamente,
sean los que fungen como explicación última de las diferencias observadas en cualquier
estudio.
En otras palabras, la genitalidad externa opera como una aproximación al sexo: se
infiere que los cuerpos con vulva tendrán cierta composición cromosómica-gonadal -xx
y ovarios- y concentración de testosterona, mientras que los cuerpos con pene tendrán
el otro par cromosómico-gonadal -xy y testículos- y ciertos niveles de testosterona (mayores
que las personas con vulva).
Aun tomando la noción de sexo en su complejidad, las autoras de la Red critican la
asunción de una relación lineal entre sexo y expresión biológica, y describen que
existen factores que pueden co-variar con el sexo, pero que no necesariamente se encuentran
determinados por él, aunque estén conectados. Ejemplos paradigmáticos son el peso
y la altura. De la misma manera, ciertas prácticas generizadas co-varían con el sexo.
Es decir, existen normativas de género que funcionan para prescribir hábitos y conductas
sobre la base del sexo o, más superficial todavía, a partir de la genitalidad externa.
Justamente por ser prescriptivas, tales normativas no describen causalidades biológicas.
Por género, las investigadoras remiten a los atributos psicológicos y sociales asociados
con las ideas hombre y mujer.
En suma, los estudios que buscan diferencias entre cis varones y cis mujeres no pueden
remitir a ellas como “diferencias de sexo”. En cambio, deben referirse a “diferencias
de sexo/género”, o “género/sexo”. Esta propuesta fue inicialmente elaborada en relación
con el ámbito neurocientífico por una de las fundadoras de la Red, Anelis Kaiser,
aunque luego se hizo extensible a otros ámbitos. Kaiser destaca la alta plasticidad
que caracteriza nuestros cerebros y, de acuerdo con ella (2016), la relevancia de
introducir este concepto se funda en dos motivos principales. El primero de ellos
es porque “...nuestros cerebros están practicando y aprendiendo sexo/género todo el
día, día tras día... las normas sociales están materialmente incorporadas en el cerebro”
(Kaiser 2016, 129).
El segundo motivo es porque incluso en aquellos correlatos neuroanatómicos asociados
con la reproducción, específicamente se refiere al hipotálamo, no es epistemológicamente
correcto asumir que difieren por “sexo”, puesto que nunca estamos observando cerebros
sin socializar y, por tanto, en el marco de las normativas de género. Kaiser sostiene
que, desde que tales correlatos se conceptualizan según la categorización masculino-femenino
y estos, a su vez, son usados para segregar dividir y excluir, es necesario buscar
terminologías más adecuadas para describir dichas neuroestructuras (Kaiser 2016, 130).
En suma, podríamos suponer que la implicancia principal de introducir el concepto
sexo/género es que las diferencias observadas ya no pueden ser interpretadas desde
lecturas esencialistas. En cambio, deben ser reconceptualizadas a la luz de las prácticas
generizadas. Sin embargo, en la próxima sección mostraré que no es el caso, justamente
porque en la investigación biomédica, incluyendo el área de las neurociencias, el
sexo continúa asumiéndose como anterior al género. Hecho que, a su vez, impide profundizar en los alcances del género y cómo se relaciona
con aquellos parámetros que asociamos con el sexo.
Cuando el género es interpretado como una extensión del sexo
Las últimas décadas dejan ver un incremento exponencial en las investigaciones neurocientíficas
orientadas a la búsqueda de diferencias entre los sexos. Es por lo cual que la incorporación del concepto sexo/género se planteó como una
necesidad ineludible. Pero su uso, cuando se lo implementa, deja a la luz problemas
estructurales y simbólicos de fondo. Muchos de ellos se deben al desconocimiento que
lxs investigadorxs muestran en temáticas de género. En un ámbito tan delicado como
es el de la producción de conocimiento en materia cerebral, este desconocimiento resulta
polémico.
Para el caso que nos ocupa, el principal problema es que la interrelación sexo/género
en el ámbito biomédico continúa imbuida en una lógica que no corta con la idea de
sexo y género como variables disociables. Ligado a lo anterior, predomina el sexo
como causa fundamental de las diferencias biológicas observadas. A este respecto,
las investigadoras de la Red sostienen, en relación con una serie de estudios neurocientíficos
recientes, que:
[...] la suposición subyacente es que las diferencias entre mujeres y hombres están
determinadas por factores biológicos (es decir, “sexo”), ignorando la miríada de influencias
psicosociales (es decir, “género”) que pueden afectar el cerebro y no haber sido evaluadas
como posibles covariables, o desconsideradas al interpretar los resultados. (RIPPON et al. 2021, 2)
No me centraré acá en los estudios que las investigadoras mencionan, sino en las lecturas
que derivan a través de sus críticas. En este sentido, al situar el sexo del lado
de lo biológico parece que aquello biológico trata de factores innatos, posteriormente afectados por la materialización de nuestras
prácticas sociales generizadas. Es decir, las lecturas que abundan terminan por respaldar
la dicotomía naturaleza-cultura, al menos en algún punto de nuestro desarrollo.
En suma, si bien la idea de sexo/género busca reflejar a través del lenguaje la inseparabilidad
entre sexo y género, el uso mismo de la noción de sexo en dicha idea parece sugerir
que existen datos biológicos subyacentes a la cultura, al parecer rastreables en términos
de genes, e incluso de niveles hormonales. Es decir, las nociones de sexo y género
son consideradas variables potencialmente disociables.
La forma en la que termina por interpretarse la idea de sexo/género en el área de
las neurociencias se hace extensible al ámbito biomédico en general. Revisaré brevemente
dos casos de especial relevancia clínica: zolpidem y COVID-19.
La reconocida historiadora de la ciencia, Sarah Richardson, junto con otras autoras
(2015), criticaron las nuevas políticas de los institutos de salud estadounidenses,
canadienses y de la Unión Europea, respecto a la exigencia de que todo ensayo preclínico
(en animales, tejidos, células) desagregue los datos por sexo. Estas políticas se propusieron con el fin de avanzar en la comprensión científica
de las diferencias de sexo en la salud humana, como las conocidas tasas más altas de eventos adversos por medicamentos
(EAM) en cis mujeres respecto de su contraparte masculina.
El desacuerdo de las autoras es porque los ensayos preclínicos no pueden modelar las
diferencias entre cis varones y cis mujeres, debido a que una mejor comprensión requiere
que los estudios se centren en evaluar cómo pueden interactuar el sexo y el género
en la población humana: “Las diferencias de sexo en las tasas de EAM pueden ser el
resultado de factores biológicos, factores sociales relacionados con el género o una
combinación de variables relacionadas con el sexo y el género” (Richardson et al. 2015, 13419).
Por sexo, las autoras refieren de manera explícita a cromosomas, órganos reproductivos
y niveles hormonales. Como factores generizados que juegan roles bien documentados
en las diferencias de salud entre los sexos describen la propensión de las cis mujeres a tomar múltiples fármacos de manera simultánea,
y la mayor probabilidad a que consulten con profesionales de salud en comparación
con los cis varones.
En este punto, mencionan el famoso caso del hipnótico zolpidem: debido al alto número
de reportes de EAM de cis mujeres en comparación con los cis varones, el ente regulador
de fármacos y alimentos estadounidense (FAD) emitió, en el 2013, un aviso sin precedentes
para reducir la dosis en cis mujeres. Ante esto, las investigaciones comenzaron a
enfocarse en la búsqueda de diferencias biológicas asociadas con el sexo que dieran cuenta de este reporte diferencial.
Sin embargo, estudios posteriores encontraron que es el peso corporal la variable
principal que explica las diferencias farmacocinéticas, es decir, la velocidad con
la que se metaboliza y elimina un fármaco, observadas en el caso del zolpidem. Si
bien el peso co-varía con el sexo, no está definido por él, y por eso es común encontrar
cis varones más bajos que cis mujeres. Las autoras describen que:
Sí, un peso corporal más bajo, una mayor tendencia a usar productos farmacéuticos
y una mayor probabilidad de informar eventos adversos son factores importantes para
explicar las tasas más altas de EAM entre las mujeres, las políticas que exigen el
estudio de variables relacionadas con el sexo en células, tejidos y modelos animales
son un enfoque empobrecido de este problema. (Richardson et al. 2015, 13420)
Las autoras concluyen que otros factores genéticos y relativos a las hormonas endógenas interactúan con factores de género ambientales, tales como la terapia de remplazo
hormonal o la estratificación por género del trabajo remunerado, para crear diferencias de sexo en la salud.
Pasemos ahora al otro caso paradigmático: COVID-19 y la mayor tasa de mortalidad observada
en los cis varones. Puesto que esta observación se dio en varios lugares, la hipótesis
fundamental para explicarla fue el sexo. Sin embargo, un trabajo que analizó los casos en Georgia y Michigan, los únicos
dos estados de Estados Unidos en desagregar los datos por raza, edad y sexo, mostró
que las cis mujeres negras mueren más que los cis varones blancos y asiáticos.
Las autoras del trabajo instan a explorar cómo la raza interacciona con el sexo. Especifican
que por raza no remiten a diferencias genéticas, sino a un marcador de la opresión
histórica vivida por ciertas comunidades bajo la categoría racial (Rushovich et al. 2021, 1699). Asimismo, remiten a las prácticas relativas al género para describir que las normas
de masculinidad impactan negativamente en la salud de los cis varones durante periodos
de contingencia. Por ejemplo, ellos serían menos propensos a mantener el distanciamiento
social y al uso de mascarillas (Ibid.).
Estos dos ejemplos dejan en evidencia el aporte fundamental hecho por los trabajos
citados: el género y las prácticas sociales deben considerarse desde una perspectiva
clínica para evaluar cómo pueden incidir en los criterios diagnósticos, síntomas,
prevalencias, y formas de enfermar.
Pero estos casos también dejan ver dos limitaciones. Una de ellas es que las prácticas
generizadas consideradas refieren solo a desigualdades socioeconómicas y diferencias
conductuales directamente vinculadas con la farmacocinética y la prevalencia en cuestión:
la estratificación por género, la polifarmacia y el reporte más frecuente de efectos
adversos en cis mujeres, los efectos de los procesos de racialización, y las normas
menos respetadas por los cis varones en el marco de la contingencia sanitaria. Podemos
traducir todos estos factores como prácticas que implican materializaciones de género (y de raza) del orden estructural.
Ahora bien, ¿qué hay de aquellas prácticas y conductas generizadas que podrían implicar
modificaciones biológicas relevantes para el ámbito clínico, pero que ocurren de manera
menos transparente? ¿Cómo puede transformarnos molecularmente estar y ser en sociedades androcéntricas? ¿De qué manera la alimentación, el consumo de componentes
bioactivos, ciertas prácticas relativas al cuidado, disposiciones emocionales como
el miedo y la agresión, todos rasgos generizados, pueden expresarse biológicamente? En definitiva, ¿cómo en un sistema de valores androcéntricos la identidad de género, la expresión
de género, la orientación sexual y los roles de género se encarnan en nuestras funciones
vitales?
No pretendo acá responder todos estos interrogantes: más bien busco darles existencia.
Una existencia crucial para la producción de conocimiento biomédico. En suma, si existen
diferencias promedio para ciertos parámetros fisiológicos entre cis mujeres y cis
varones, más allá del peso corporal,3 ¿por qué resultarían del sexo? Por ejemplo, la tasa de metabolización de xenobióticos es afectada por la actividad
física. Asimismo, para el funcionamiento del sistema inmune el tipo de alimentación
es una variable fundamental. Tanto la actividad física como la alimentación son prácticas
generizadas.
La globalización de las prácticas generizadas en las culturas occidentales y occidentalizadas
puede suponer expresiones biológicas comunes entre cis mujeres de distintas poblaciones,
sin que ello signifique que tales expresiones biológicas son presociales. De lo anterior,
la pregunta que emana es ¿qué hay de las materializaciones que pueden resultar de las dimensiones simbólicas del orden de género?4
La segunda limitación, inherente a la primera, es que las variables asociadas con
la categoría sexo quedan “del lado de lo biológico”, y al mismo tiempo lo biológico
como aquello que existe de forma pre-social, susceptible de ser rastreado, aun cuando
se sostiene que nuestra biología está generizada. Para poder profundizar en estas
dos limitaciones, primero debemos cuestionar el estatus de clase natural que suele
acompañar el concepto sexo.
¿De qué hablamos cuando hablamos de sexo?
El concepto sexo sugiere la existencia de una materialidad libre de cultura,5 y esta idea sirve como punto de partida para justificar una clasificación universal
de los cuerpos según sus posibilidades reproductivas. Asimismo, incluso cuando se
considera la variabilidad que hay entre personas de un mismo sexo, el vínculo entre sexo y prevalencia no suele ser problematizado. Esto da cuenta,
como han dejado en evidencia las nuevas políticas de los institutos de salud, que
en el ámbito biomédico la categoría sexo suele ser interpretada como una clase natural.
Para los fines de este trabajo, consideraré de manera concisa los dos principios relativos
a las clases naturales. Estos son propiedades internas que se poseen por cada miembro
de tipo que: (1) son necesarias y suficientes para la membresía, y, (2) contribuyen
a otras características típicas de su clase.
Respecto a qué propiedades se refiere (1) en cuanto al sexo, John Dupré des cribe
la producción de gametos. Para este filósofo, el sexo no se trata de una clase natural
debido a que, si bien el tamaño de los gametos puede proporcionar un estándar suficientemente
estricto para la pertenencia al sexo (por lo tanto, satisface la condición 1), no
explica adecuadamente otras características típicas del sexo (como lo requiere 2)
(Franklin-Hall 2017, 179).
Vemos que el principio dos es el que suele ser el centro de las disputas filosóficas,
científicas y feministas, para justificar, o no, si el sexo es una clase natural.
Las “otras características típicas” que intentan inferirse a partir del potencial
para producir ciertos gametos van desde cromosomas y concentraciones de hormonas,
pasando por parámetros fisiológicos y prevalencias, hasta cerebros, cognición y conducta.
Por lo anterior, las críticas a las lecturas esencialistas suelen poner el foco en
la cognición y la conducta, sin profundizar en la discusión respecto de si la producción
de gametos es un rasgo necesario y suficiente para inferir otros parámetros fisiológicos
y ciertos fenotipos clínicos. En contraste, vimos que desde la noción de sexo/género
se cuestiona que las variables asociadas con el sexo sean siempre el punto de sospecha
primario: dicha noción sugiere que la posibilidad de sintetizar óvulos o espermas
no se vincula linealmente con variables de relevancia clínica. Por supuesto, siempre que el foco de estudio
no sea el sistema reproductivo en sí.
Lo que no suele cuestionarse son las variables supuestamente necesarias y suficientes
para sintetizar gametos, e interpretadas como el punto neurálgico de la categoría
sexo. Es en esta dirección que la filósofa Siobhan Guerrero (2022) señala, al igual que las autoras que revisamos en la sección anterior, que la categoría
sexo no remite a una propiedad única, sino que representa un conjunto de atributos.
Además, Guerrero recupera la idea de Alice Stone, quien describe el sexo adoptando
el criterio de clase natural propuesto por Richard Boyd.
Según Boyd, apelar a los criterios de necesidad y suficiencia para referirnos a los
organismos biológicos, en general no resulta apropiado. La razón es justamente el
carácter dinámico de lo que se suponen propiedades esenciales. Boyd sugiere hablar entonces de propiedades homeostáticamente agrupadas (HPCK):
la pertenencia a una especie o clase se basa en la co-ocurrencia de características
morfológicas, fisiológicas y de comportamiento relacionadas homeostáticamente y que
son mantenidas por mecanismos causales (Guerrero 2022; Vargas 2018).
Por lo anterior, Guerrero nos invita a pensar el sexo como un conjunto de propiedades
homestáticamente agrupadas. Así, el sexo no se presenta de manera binaria, “sino en
términos de gradientes que exhiben una distribución bimodal pero en los que también
es posible identificar morfologías que simplemente no se acomodan dentro de ambas
modas” (Guerrero 2022, 39).
En efecto, los marcadores que asociamos clásicamente con el sexo no son binarios porque
cada variable implica variaciones significativas en sí mismas, y esto es válido tanto
para una persona en particular en diferentes momentos, pensemos en los ciclos vitales,
como cuando se hacen comparaciones entre individuos (Karkazis et al. 2012, 6).
Respecto a cómo entender los mecanismos homeostáticos en términos de HPCK, Guerrero
alerta a no interpretar la idea misma de mecanismo como “el conjunto de procesos ontogenéticos
que producen un cuerpo sexuado”, puesto que supone situar los cuerpos que no remiten
a un dimorfismo estricto en el lugar de falla o, en caso de los cuerpos trans, se
los leerá como “simulacros de un cuerpo sexuado al que meramente imitan” (Guerrero 2022, 40). Por lo anterior, la autora retoma al propio Boyd para recordar que existen múltiples
mecanismos homeostáticos, psicológicos/biológicos/sociológicos/genealógicos, pudiendo
encontrarse, o no, en forma combinada (Guerrero 2022, 43).
Lo rico de esta propuesta es que las variables asociadas con el sexo dejan de ser
aquello que remite a propiedades esenciales y atemporales, para volverse contingentes,
contextuales y no necesariamente de coherencia interna. Es decir, que a partir de
un par cromosómico no pueden inferirse las gónadas de una persona. Como tampoco a
partir de estas predecir cuáles serán las concentraciones de testosterona.
Sin embargo, la implementación de la noción de las HPCK en el ámbito biomédico plantea
una serie de problemas, de los cuales describiré tres que considero principales. Primero,
suele ser empleado para reconocer situaciones donde las clasificaciones pueden ser
indeterminadas como excepciones a la regla (Zachar 2015, 289). Es decir, se considera la multiplicidad de niveles implicados (genes, receptores
celulares, sistemas neuronales, estados psicológicos, entradas ambientales y variables
socioculturales) pero sobre la base de que los tipos de HPCK biológicos apoyan inferencias inductivas porque las propiedades están agrupadas no por convención,
sino por un mecanismo homeostático (Varga 2018, 51).
De acuerdo con esta perspectiva, la noción de sexo desde la idea de HPCK supone dos
trayectorias ontogénicas, de coherencia interna, según las posibilidades reproductivas.
Es decir, termina por suceder lo que Guerrero explicitó que debe evitarse: la idea
de mecanismo homeostático se interpreta desde lecturas mecanicistas que habilitan
interpretar variabilidades en tanto excepciones y fallas, y el dimorfismo sexual emerge
como la regla.
Un segundo punto se encuentra ligado al anterior, y es que lo biológico se interpreta
como un nivel diferente y distinguible del sociocultural, algo que vimos también sucede
con la noción de sexo/género. Por eso la inferencia inductiva desde este marco epistémico
no problematiza el vínculo sexo-prevalencia según presupuestos de necesidad y suficiencia.
En otras palabras, se termina por priorizar lo biológico al mismo tiempo que lo biológico se entiende fundamental mente como pre-social, hecho
que legitima la dicotomía naturaleza-cultura.
Finalmente, al no aportar clasificaciones asertivas para reinterpretar las clases
en ámbitos de relevancia clínica, los fenotipos clínicos en general, y las prevalencias
u otros parámetros fisiológicos que hoy son consideradas sexo-específicas en particular,
terminan por recaer en una suerte de relajamiento de la idea tradicional de clase natural
En resumen, la conceptualización de la noción de sexo que Guerrero describe pone en
un primer plano el factor temporalidad. Sin embargo, sostengo que en el ámbito biomédico la implementación de la categoría
sexo de una u otra manera conduce a validar una interpretación mecanicista de los
procesos de diferenciación sexual desde la que se legitima la existencia de una biología
presocial, desvinculada del ambiente. Desde la misma perspectiva mecanicista, la idea
de enfermedad cobra un estatus ontológico que no pone a los cuerpos en contexto. En
confluencia, la relación sexo-prevalencia hoy funge como el paradigma desde el cual
nuestras complejas expresiones biológicas son reducidas a interpretaciones mecanicistas
y, por tanto, esencialistas.
Segunda parte
EL sexo como clase normativa en el ámbito biomédico: devenir cis varón-cis mujer
Literalmente, la palabra sexo refiere a cortar: un punto de corte centrado en las
posibilidades reproductivas. Vimos que en el ámbito biomédico este punto no corta la naturaleza por sus articulaciones -clase natural-, y esto por un motivo fundamental: a partir de tales posibilidades
no necesariamente podemos inferir las diferencias observadas entre cis varones y cis
mujeres respecto de fenotipos clínicos. Así, el sexo y sus variables asociadas como
criterios de agrupación resultan, cuando no insuficientes (acá me refiero a la salud
reproductiva, donde incluso las variables asociadas con la reproducción no serían
las únicas a considerar), inadecuadas.
El zolpidem y la COVID-19 son solo dos de los múltiples casos que muestran cómo inferencias
a priori basadas en la idea de sexo pueden conducir a interpretaciones sesgadas. En este sentido,
el ámbito cardíaco resulta especialmente problemático (Ciccia 2019).
La noción de sexo parece operar más como una clase normativa que natural. Es decir,
un punto de corte arbitrario, injustificado para explicar fenotipos clínicos (Pérez y Ciccia 2019). Un corte que resulta problemático porque desde él se infiere un conjunto de parámetros
no definidos por los atributos vinculados con la reproducción. La noción de sexo como
categoría normativa implica una serie de sesgos para la producción de conocimiento
biomédico que podemos sintetizar en tres fundamentales.
El primero de ellos es que las variables que se asocian con la reproducción se asumen
de acuerdo con dos tipos y de coherencia interna en un mismo cuerpo (Joel 2011). Es
decir, a una composición cromosómica le corresponde un tipo de gónada, a esta una
determinada concentración de hormonas, cierta expresión genital, y así hasta los cerebros.
El segundo sesgo es que dichas variables son conceptualizadas como innatas y constantes
o, en el mejor de los casos, afectadas superficialmente por prácticas sociales a posteriori. Y el tercer sesgo es que se espera que estas variables, así conceptualizadas, den
cuenta de las diferencias observadas entre cis varones y cis mujeres en distintos
parámetros fisiológicos, prevalencia, desarrollo y tratamiento de enfermedades.
Aunado a lo anterior, el género pocas veces es complejizado en su multidimensionalidad,
cuando implica una diversidad de prácticas que pueden afectar, e incluso producir,
variables y variabilidades de relevancia clínica. Estas prácticas, retomando las preguntas
planteadas en el primer apartado, conllevan las más evidentes, como prácticas implicadas
en el consumo de alimentos, ciertas ocupaciones y hábitos, pero también las menos
sospechosas, como las formas de vivirnos y de habilitarnos estar/ser de acuerdo con
nuestras identidades y deseos en un mundo, entre otras cosas, cisheteronormado.
Respecto de las variables y sus variabilidades vinculadas con las prácticas generizadas,
nuestro modelo sexo-centrado nos impide en gran medida identificar cuáles, cuánto
y cómo constituyen nuestra expresión biológica. Sin embargo, sabemos de algunas variables
involucradas en dichas prácticas, aunque continúan siendo interpretadas como el paradigma
de la diferencia entre los sexos. El caso emblemático es la testosterona.
Las concentraciones de testosterona varían mucho entre cis mujeres, por un lado, y
entre cis varones, por otro. Asimismo, existen solapamientos entre cis varones y cis
mujeres, y esto sin considerar las personas cis intersex. Son múltiples los factores
que afectan las concentraciones de testosterona, tanto en una misma persona como entre
personas. En este sentido, se sostiene que la hora, la estación del año, y la sensibilidad
de los receptores androgénicos pueden incidir (Karkazis 2012).
Asimismo, las prácticas sociales, como aquellas vinculadas con la competencia, pueden
afectar los niveles de testosterona, en este caso aumentándolos, y las tareas de cuidado
disminuyéndolos (Hyde et al. 2018). Es decir, la concentración de testosterona no está determinada genéticamente,
ni mucho menos solo por los “cromosomas sexuales”. Además, no solo las gónadas sintetizan
esta hormona: las glándulas adrenales y la conversión en el tejido periférico también
contribuyen a sus niveles.
En suma, ni siquiera sabemos los rangos de variabilidad asociados con diferentes prácticas,
incluyendo cómo tales prácticas podrían afectar la sensibilidad de los receptores,
porque continuamos con una lectura mecanicista, geno-céntrica, y genital-céntrica
de los cuerpos. En definitiva, lo que llamamos diferenciación sexual no es un hecho
mecánico y cerrado, sino el constante devenir de biologías variables, y variables biológicas, siempre flexibles, modificantes y
modificables, en términos epigenéticos y plásticos.
Comenzar a considerar el carácter contingente de las variables asociadas con la noción
de sexo y la variabilidad de estas a lo largo de nuestra vida, posibilita desarrollar
nuevas preguntas que pueden dar cuenta de cuáles son los alcances de nuestras prácticas
generizadas en los parámetros evaluados. Si volvemos al caso del zolpidem, vemos que
resultó un criterio de clasificación relevante el peso promedio, algo que sin duda
es extensible a todo fármaco. En este sentido, cabe preguntar si consideramos que
la diferenciación sexual explica la distribución binaria de peso que se observa entre
cis varones y cis mujeres.
Si seguimos la crítica a la búsqueda de la unicausalidad, deberíamos tener firmes
sospechas para suponer que solo una o un par de variables son suficientes para explicar
esta distribución binaria. Si la plasticidad que nos caracteriza está encorsetada
en prácticas dicotómicas, ¿cómo asegurar que, si existen distribuciones binarias de
variables y variabilidades, las mismas no resultan de un devenir flexible limitado en el marco de las normativas de género? Las diferencias promedio en muchos de los parámetros vinculados con el sexo, ¿hasta qué punto lo son, las exacerbamos o incluso las producimos mediante nuestras
prácticas encarnadas?
De la categoría sexo a la noción de bioprocesos
La categoría sexo en el ámbito biomédico refleja la subordinación de nuestra complejidad biológica al sistema reproductivo. Esto sugiere que el acceso
a tal complejidad implica reinterpretarnos como una coordinación de los diferentes sistemas que nos constituyen. Una reinterpretación que nos convoca a desplazar la perspectiva mecanicista según
la cual existen diferenciaciones fuera de tiempo y contexto que resultan en variables,
cuando no necesarias, suficientes para explicar la aparición de fenotipos clínicos.
Nos convoca, después de todo, a desplazar la propia categoría sexo.
Reconceptualizar la relación entre sexo y prevalencia requiere, entonces, problematizar
la idea de mecanismo en sí. Con este fin, recupero la propuesta de John Dupré (2017)
acerca de que los organismos vivos somos mejor caracterizados como procesos. Su razón
es que la noción de proceso implica la idea de cambio, evita lecturas estáticas y
visibiliza que las personas estamos hechas de partes temporales.
Para Dupré, hablar de procesos remite a una ontogenia donde el desarrollo es continuo
y cualquier tipo de corte que se haga sobre esa continuidad resulta arbitrario. Dependiendo
del momento específico en el que nos detengamos, dirá, tendremos un proceso que continúa,
se bifurca o se transforma en un proceso de otro tipo (Dupré 2017, 6-7). La contingencia
nos es intrínseca, y esto vale para toda suerte de variables que asociamos a los cuerpos.
Si pensamos en la posibilidad reproductiva, por ejemplo, no remite a propiedades atemporales
y estáticas. En cambio, podemos interpretarla como aquella posibilidad para un cuerpo,
y a la vez que circula entre cuerpos, que se hace presente solo en periodos específicos
de la vida: cuando los rasgos que habilitan esta posibilidad aparecen, en los casos
que sucede, están destinados a desaparecer.
Contrastando con la idea de mecanismo, considero que la idea de proceso vuelve inadecuada
la noción misma de propiedad, puesto que tal noción omite la contingencia de lo que
en realidad son rasgos. Rasgos que incluso cambian en términos cualitativos, en el sentido de que hoy pueden
estar y mañana no. Referir a procesos nos conduce a una reinterpretación centrada
en la temporalidad para identificar qué rasgos están en un momento determinado y resultan de interés para un estudio específico.
Podemos también identificar que la noción de proceso contrasta con la idea de mecanismo
en otro aspecto fundamental: si el mecanismo supone una interpretación aislada de
un hecho biológico, actualmente fundada en una perspectiva genocéntrica, la idea de
proceso sitúa tales hechos, los pone en contexto. Desde lo nuclear, pasando por el
contexto celular, tejidos, organismo, ambiente (léase lugar gestacional, clima, alimentación),
hasta llegar a nuestra experiencia social posnatal, nuestro devenir es en constante interacción simultánea.
Lo anterior supone que la idea de proceso continuo desde la ontogenia no solo lo es
en relación con el tiempo: también alcanza el espacio y desestabiliza la dicotomía
naturaleza-cultura. En otras palabras: ¿cuándo y dónde encontramos biología libre
de cultura? Tiempo y espacio confluyen para darnos contingencia y contexto.
Por lo anterior, se vuelve relevante visibilizar que el espacio gestacional alberga
expectativas, entre otros factores, generizadas. Expectativas que se nutren de prácticas:
cómo se predispone la persona gestante, en términos de sus posibilidades alimenticias
desde una perspectiva social, cultural, y de género (acá refiero a cuánto se habilita
que pese el proceso de gestación, e incluso qué tipo de nutrientes se sugiere al saberse
su genitalidad), son suficientes para despegar de lo innato cualquier momento biológico: lo biológico, en su sentido más ontológico,
nunca es presocial.
Asimismo, las expectativas implican materializaciones del orden simbólico aún inexploradas,
por ejemplo, la disposición mental-fisiológica del cuerpo gestante de acuerdo con sus deseos encarnados en subjetividades también
generizadas.
En definitiva, somos sin origen ni final (mientras que estemos viviendo). Somos fundamentalmente indeterminades,
y no solo por nuestros ciclos vitales, o tratamientos y prácticas que, gracias a las
tecnologías, hoy nos permiten intervenirnos, modificarnos biológicamente de manera
directa. También somos indeterminades por el sencillo hecho de estar/ser en movimiento. Lo estamos mediante aprendizajes, memorias, hábitos y conductas, específicas, en
tiempos y espacios concretos.
Nuestro cuerpo es un constante devenir biológico que resulta de la interacción entre nuestro organismo -que defino como conjunto de
órganos y funciones vitales-, con otros organismos -como los microrganismos-, el intercambio
de gases (respirar, fumar) y materia (alimentarnos, tomar fármacos, etc.), la relación
con otros cuerpos (que a su vez también devienen en el mismo sentido) y una multiplicidad
de prácticas cognitivas y conductuales que, en nuestras culturas occidentales y occidentalizadas,
están indefectiblemente generizadas. Interacciones todas ellas simultáneas, que nos hacen en nuestra complejidad.
Que estas interacciones sean variables a lo largo de la vida no quita que den estabilidad
a las trayectorias de desarrollo. Lo que nos muestra es que no son unívocas, ni mecánicamente
determinadas. En este sentido de cuerpo y su constante devenir biológico, y considerando
las características implicadas en la noción de proceso, propongo conceptualizarnos
clínicamente como bioprocesos.
Un concepto que visibiliza que nos caracterizamos por una materialización indefinida, y a la vez definida por su temporalidad y espacialidad: somos en contexto.
Un concepto que da cuenta de que nuestras prácticas nos modifican constantemente,
incluso a niveles moleculares. Que somos interacciones complejas en las que no caben
condiciones ni de necesidad ni de suficiencia en la interpretación de fenotipos clínicos
no vinculados específicamente con el sistema reproductivo. Un concepto que implementado
en el ámbito biomédico habilita desarrollar nuevos interrogantes, categorías dinámicas
y locales, al tiempo que nos aleja de perspectivas evolucionistas clásicas, estáticas y reduccionistas.
Ahora bien, es necesario reconceptualizar la idea de enfermedad de una manera compatible
con la noción de bioprocesos, y alejarnos así de las actuales descripciones mecanicistas
que predominan en este aspecto. Para eso, ¿qué mejor que traer a colación nuestra
interacción con los trillones de microbios que residen en nuestro cuerpo?
Solemos caracterizar tales microbios como vitales para nuestra digestión, desarrollo
y sistema inmune, mientras que a otros los tipificamos como neutrales, y algunos dañinos.
Sin embargo, al describirlos como “vitales”/“dañinos”/“neutrales” asumimos que existen
propiedades que, a priori, tienen y definen a esos microrganismos, desde virus hasta hongos, pasando por bacterias.
Es decir, no situamos dichos microrganismos ni complejizamos las múltiples maneras
en las que pueden relacionarse también con su contexto, que nos implica en tanto organismo/cuerpo.
Análogo a lo que sucede con la noción de sexo, interpretamos en perspectiva mecanicista
bajo la idea de propiedad un proceso de infección. Incurrimos en modelos explicativos ontológicos desde los que afirmamos que un microrganismo
es o no es patógeno
En contraste con este modelo, Méthot y Alizon (2014) han propuesto un modelo fisiológico que considero resulta compatible con el concepto
de bioprocesos, puesto que también pone en primer plano el carácter temporal de la
infección: se trata de restaurar el equilibrio recuperando la estabilidad del cuerpo,
y que no necesariamente supone sacar el intruso alojado en él (Méthot y Alizon 2014, 775).
Para Méthot y Alizon, partir de este modelo implica cambiar viejos presupuestos y
posibilita una mejor comprensión de la virulencia:6 en vez de buscar los atributos específicos de un microrganismo para causar la enfermedad, habría que preguntarse bajo qué circunstancias (ecológicas) tal microrganismo
adquiere dicha capacidad (Méthot y Alizon 2014, 755) Esto porque “los límites entre comensalismo, parasitismo y mutualismo son fluidos,
y estas interacciones pueden verse mejor como un continuo en lugar de como categorías
fijas en la naturaleza” (Méthot y Alizon 2014, 755). Más aún, las asociaciones simbióticas pueden pasar fácilmente de una a otra después
de pequeños cambios ecológicos.
Por contexto ecológico, les autores refieren a todos los factores que intervienen
en un proceso infeccioso y exceden el genotipo del microrganismo: incluyen el genotipo
de las personas, su estado fisiológico y entorno. Así, la virulencia no es una propiedad
específica del parásito, sino el resultado de la interacción entre el parásito y la
persona que lo hospeda. Por ello existen portadores sanos, y también estructuras compartidas entre “patógenos” y “comensales” (Méthot y Alizon 2014, 776). La pandemia por COVID-19, considerando la multiplicidad de personas que han portado
el virus de manera asintomática, se vuelve un ejemplo paradigmático en este sentido.
En definitiva, los estudios sobre ecología microbiana en la era posgenómica, nos muestran
que la diferencia entre agente patógeno/agente no patógeno no se define por un código
genético, y su distinción resulta cada vez más borrosa. Ya no se sabe qué hace a un
microrganismo posible patógeno. Miembros genéticamente idénticos de una especie pueden
resultar patógenos en un ambiente, pero no en otros. También, ciertos microrganismos
pueden ser patógenos y comensales en diferentes momentos y/o espacios del organismo
donde se encuentren. Algunos pueden proteger ante otros invasores y, al mismo tiempo,
causar enfermedad.
En suma, conocer el genoma de un microrganismo no es ni necesario ni suficiente para
saber si será o no patógeno. O, mejor dicho, si desencadenará o no factores de virulencia.
Esto porque la virulencia potencial asociada con un cierto microrganismo resulta de
bioprocesos específicos que implican la interacción microrganismo-hospedador. Asimismo, la trayectoria de
esta interacción se encuentra entretejida con otras, que incluyen la historia del
cuerpo en el que ocurre dicha interacción.
Considero que lo revisado en relación con la noción de microrganismo e infección es
extensible al concepto de enfermedad en general. Sumado a la idea de bioprocesos,
nos ofrece una perspectiva para abordar la relación entre cuerpo y prevalencia desde
lecturas dinámicas, sin pretensiones universalistas y abstractas, sino locales y concretas.
En este sentido, la era posgenómica también da cuenta de que las personas no somos
un código genético. Asimismo, la regulación de dicho código es fundamental para interpretar
nuestras expresiones biológicas: regulaciones fluctuantes a lo largo de toda nuestra
vida, constitutivas de nuestras prácticas sociales, y que hoy son descritas mediante
la idea de epigénesis. Este hecho suma complejidad para desestabilizar interpretaciones
mecanicistas lineales.
Bioprocesos y clases prácticas para elaborar criterios de agrupación
Desde la idea de sexo se asume la existencia de una biología pre-social, y una relación
esencialista con la enfermedad mediante el vínculo sexo-prevalencia. Esto a consecuencia
de lecturas innatistas, mecanicistas y estáticas que se alinean con los criterios
de propiedad, necesidad y suficiencia, tanto para interpretar lo que llamamos diferenciación
sexual, como el desarrollo de enfermedades.
Al navegar por las diferentes críticas que se han hecho a estas lecturas, propuse
desplazar la categoría sexo y las nociones de mecanismo y propiedad. La razón es porque
son conceptos viciados cuya actual vigencia remite a clases normativas, y suponen
una serie de sesgos que representan un obstáculo en la producción de conocimiento
biomédico. En contraste, introduje el concepto de bioprocesos y sugerí dejar de referirnos
a propiedades para remitir a rasgos. Considero que estas nociones capturan la variabilidad,
plasticidad y temporalidad que caracteriza nuestras expresiones biológicas.
Asimismo, mostré que el modelo fisiológico de las infecciones conduce a una reinterpretación
del desarrollo de enfermedades compatible con la idea de bioprocesos, y sugerí hacerlo
extensible a otras enfermedades, no solo las que suponen procesos de infección. Tal
compatibilidad se debe a que habilita contextualizar la relación entre cuerpo y prevalencia,
desplazando así la idea de propiedades intrínsecas por una interpretación desde la
complejidad, que considera interacción y singularidad.
Destaqué que desde la ontogenia somos un constante devenir: nos vamos haciendo de
interacciones dinámicas entre una multiplicidad de factores. Sin duda, fundamentales
son aquellos que resultan de nuestras culturas androcéntricas. Por ejemplo, aquellos
que implican formas de exclusión, patologización, estigmatización y violencia desde
una lectura jerarquizada de los cuerpos sobre la base de valores cisheteronormados,
racistas y adultocéntricos, entre otros. Esto da cuenta de la necesidad de un abordaje
interseccional no solo en un sentido epistémico y metodológico. En cambio, desde una
visión ontológica de lo que somos.
La interseccionalidad ontológica que propongo no debe considerarse únicamente respecto de las desigualdades económicas
y sociales y/o la incorporación de componentes bioactivos, que suponen efectos directos.
Llamé a estas materializaciones del orden estructural. En cambio, también debe remitirnos a prácticas y hábitos, formas de estar en el
mundo, de sentir, que nos modifican biológicamente y pueden tener efectos indirectos
en las formas de enfermar. A esto me referí al introducir la noción de materializaciones del orden simbólico.
El concepto mismo de interseccionalidad indica que las variables a considerar no suponen
una sumatoria que, de manera lineal, producen un rasgo o síntoma. Por eso, el desafío
es buscar la manera de indagar cómo tales variables pueden conjugarse e interactuar
de manera sinérgica para desencadenar un cierto fenotipo clínico. Como sea que vayamos desarrollando
estas herramientas, la idea misma de sexo y la actual lectura de la enfermedad resultan
inadecuadas para ello, puesto que se fundan en inferencias mecanicistas -androcéntricas-
de nuestras expresiones biológicas. En otras palabras, ni la categoría sexo ni la
noción sexo/ género capturan lo procesual y dinámico de nuestras expresiones biológicas
Por lo anterior, reconceptualizarnos como bioprocesos supone elaborar nuevos criterios
de agrupación. En este sentido recupero la idea de clase práctica, considerando que “nos orienta hacia la variedad de decisiones que tomamos para clasificar
un mundo indeterminado” (Zachar 2015, 289). Si bien este concepto se propone para las clases en el ámbito psiquiátrico,7 sostengo que es apropiado para estudiar las prevalencias y el desarrollo de enfermedades
en la arena biomédica. Como propongo utilizarla, la noción de clase práctica nos guía
a definir qué variables serán las relevantes en un estudio en cuestión. En otras palabras,
supone caracterizar dichas variables desde la temporalidad y contextualidad. Asimismo,
resulta compatible con el pluralismo de clases implicado en la idea de proceso (Dupré
2017).
En suma, los criterios de agrupación desde la idea de clase práctica deben elaborarse
de manera específica para un estudio determinado: ¿qué cuerpos se considera que deben
participar en él y cómo? Podemos pensar en esto con un ejemplo que resulta muy ilustrativo:
el cáncer de mama. En este caso, y al retomar la interseccionalidad antes descrita,
es necesaria la inclusión de trans mujeres en tratamiento hormonal. Esto porque en
trans mujeres que toman hormonas aumenta la incidencia (Guerrero 2022, 42).
También es necesaria la inclusión de mujeres racializadas, cis y trans. En efecto,
se observó que cis mujeres racializadas antes y después de las leyes Jim Crow estadounidenses8 también muestran diferencias (mayor incidencia cuando el racismo era legal) vinculadas
con cambios en la expresión de receptores estrogénicos (Krieger 2017).
Asimismo, es necesario considerar las especificidades de las trans mujeres racializadas
en tratamiento hormonal. También deberían analizarse los riesgos particulares para
los trans varones que tomen hormonas y que no se hayan hecho mastectomías. Y, por
supuesto, evaluar las intersecciones correspondientes en personas no binarias. En
otras palabras, es necesario estudiar de manera situada aquellos factores que pueden
tener un papel en los bioprocesos que habilitan el desarrollo de estas células tumorales.
Ahora bien, casos como la toma de hormonas y las leyes Jim Crow dan cuenta de las
materializaciones en un orden estructural. Es decir, prácticas y contextos que operan
como variables directas respecto del estudio en cuestión. A continuación, quiero describir
las implicancias supuestas si contemplamos también el orden simbólico. Por ejemplo,
aunque no exista ley racial continúa habiendo un sistema de valores androcéntrico
que respalda una lectura jerárquica de los cuerpos sobre la base de los procesos de
racialización. Asimismo, las sociedades cisnormadas y transodiantes suponen violencias,
concretas y simbólicas, y vulnerabilidades específicas para las personas trans y no
binarias, estén o no en tratamiento hormonal. También las personas intersex, cis o
trans, sufren violencias específicas, puesto que son literalmente mutiladas e invisibilizadas
sobre la base de una normativa genital dimórfica. Finalmente, la heteronorma conduce,
por supuesto, a obstáculos para las personas de la diversidad sexual, sean cis o trans,
sean intersex o endosex.
¿Cuál es el impacto que esto puede tener en la salud en general, y en relación con
el cáncer de mama en particular? ¿Cómo el estrés, el miedo y la ansiedad de vivirnos
en un mundo que nos expone y castiga por quienes somos, por nuestra forma de estar
en el mundo, puede expresarse biológicamente? ¿Qué bioprocesos devienen ante los discursos
transodiantes, lesbodiantes, homofóbicos y racistas?
De la misma manera, la noción de bioprocesos muestra la necesidad de indagar la incidencia
de cáncer de mama en cis varones heterosexuales y de la diversidad sexual. Lo que
quiero mostrar es que eliminar la noción de sexo del ámbito biomédico y reconceptualizarnos
en tanto bioprocesos supone dejar de asumir que los cuerpos tenemos diferencias cualitativas sobre la
base de la síntesis de gametos. Este hecho puede dar luz, por ejemplo, a que quizás
la incidencia en cáncer de mama en cis varones está subrepresentada porque no se controlan,
pudiendo, por ejemplo, derivar en problemas de salud asociados, como otros tipos de
cáncer.
Siguiendo con el ejemplo anterior, la noción de bioprocesos supone, en primer lugar,
dejar de tomar como eje de referencia del cáncer de mama a la cis mujer heterosexual.
Esto es, no debemos caracterizar la prevalencia desde un modelo ontológico, sino fisiológico
según el cual todas las personas con tejido mamario podemos desarrollar cáncer de mama. Por supuesto, es necesario indagar una multiplicidad de variables que no pueden
dejar de considerar las prácticas de género para entender por qué es mayor la incidencia
en cis mujeres heterosexuales: ¿es necesario y suficiente el desarrollo mamario dado
por diferencias hormonales durante el desarrollo?, ¿cómo pueden impactar los roles
de género y las violencias asociadas, tal como vimos que la incidencia fue mayor en
cis mujeres racializadas durante las leyes Jim Crow? En segundo lugar, supone corrernos
de la pretensión de universalidad para indagar los contextos y las diferentes incidencias,
incluso entre distintas cis mujeres heterosexuales, entre racializadas y entre no
racializadas también, que hagan o no terapias de remplazo hormonal. Lo mismo para
todas las identidades antes descritas: es necesario historizar y convertir el tiempo y el espacio en variables de posible
relevancia clínica.
Conclusiones
Desplazar la noción de sexo y reconceptualizarnos desde la idea de bioprocesos conduce
a dos importantes cambios. El primero es desagregar variables: no subsumir en la idea
de sexo aquellos atributos vinculados con la reproducción que, como vimos, terminan
por “inferirse” a partir de la genitalidad externa. El segundo es promover la elaboración
de nuevos criterios que consideren de qué manera las normativas androcéntricas pueden
expresarse biológicamente.
Por otro lado, desplazar el modelo ontológico de enfermedad implica abandonar la idea
moderna de enfermedad en tanto entidad abstracta, y habilita comenzar a hablar de
personas que enfermamos. Esto es, dejar atrás el concepto de enfermedad en tanto mecanismo abstracto y universal,
para dar cuenta de que somos personas que enfermamos, con historias encarnadas y cuyas
experien cias, identidades, sexualidades, etnicidades, geografías en común, pueden
ser de relevancia clínica en el actual paradigma androcéntrico: paradigma que implica
normas que nos afectan y desde las cuales afectamos.
Subrayo que no niego que factores asociados con los complementos xx y xy puedan incidir
en cierto fenotipo clínico. Pero sostengo que nunca es un rasgo suficiente, y solo en algunos casos necesario, para dar cuenta de dicho fenotipo. Por eso, considero
inadecuado considerarlo tanto el punto de partida como el punto de llegada, puesto
que supone una lectura mecanicista del cómo sucede tal incidencia. Debemos considerar
que la regulación de genes está mediada socialmente. Más aún, los genes pueden mutar
por una multiplicidad de factores, de los cuales es probable que conozcamos muy pocos.
Y estas mutaciones al azar podrían vincularse con la diversidad de formas de enfermar.
Además, un mismo diagnóstico no implicará idéntica expresión biológica entre dos cuerpos.
Preguntas que trasciendan la lógica reproductiva deberían ser: ¿habrá prácticas generizadas
que supongan mayor tasa de mutación y esta, a su vez, aumente, por ejemplo, la chance
a expresar ciertos tipos de cáncer?, ¿en qué contextos?, ¿qué materializaciones estructurales
debemos considerar?, ¿cuáles serían posibles materializaciones del orden simbólico
y cómo se relacionan con las condiciones estructurales?, ¿qué prácticas y hábitos
habilitan -e inhabilitan- las normativas en torno a la masculinidad?, ¿y a la feminidad?
La noción de bioprocesos y el modelo fisiológico de enfermedad nos posibilita desarrollar
variables en tanto clases prácticas: variables dinámicas, contingentes, locales, históricas.
Estas remiten a un pluralismo de clasificaciones que justamente remite a un pluralismo
de cuerpos. Según cuál sea la expresión biológica que quiera estudiarse, deberemos
pensar en variables de posible relevancia clínica para tal expresión y, en consecuencia,
qué cuerpos será necesario incluir y de qué manera.
La feminista Donna Haraway afirmó que el conocimiento debe ser situado y parcial (Haraway 1995). Con las propuestas que hago en este trabajo, me he permitido llevar sus ideas de
situacionalidad y parcialidad a la ontología de los cuerpos en el ámbito biomédico:
contextualizar los cuerpos implica contextualizar las preguntas.
Somos complejos bioprocesos con múltiples trayectorias posibles: situar los cromosomas
en diálogo con otros, con el producto de estos (receptores celulares, complejos enzimáticos,
etc.), con un ambiente, y nuestras prácticas que interactúan simultáneamente, es lo
que explica dicha multiplicidad. Si las enfermedades son susceptibles de manifestarse
en todos los cuerpos, se deben incluir desde una interseccionalidad ontológica todos los cuerpos, independientemente de las incidencias, y considerando las normativas
androcéntricas como factores que pueden resultar en variables de relevancia clínica
y, en efecto, con posibili dad de incidir en las prevalencias observadas.
Desplazar la categoría sexo por la de bioprocesos nos convoca a una lectura de los
cuerpos que trasciende los actuales marcos binarios de referencia que no se fundan
en realidades biológicas. En cambio, se legitiman en un sistema de valores fundamentalmente
cisnormativo, que jerarquiza los cuerpos sobre argumentos genital-céntricos y esencialistas,
volviendo no solo patológicas las corporalidades trans. Asimismo, y paradójicamente,
a la vez que las traduce en enfermas las deja al margen de la producción de conocimiento biomédico orientado a mejorar
la calidad de vida de todes. Una producción que, como enfaticé, también resulta sesgada
para entender las enfermedades y prevalencias en las corporalidades cis.